Para Brigitte Radloff
CUANDO le asignaron su cuarto en la pensión, encajada entre cuatro calles estrechas, lo primero que hizo fué establecer una corriente de aire para evitar un olorcillo rancio que parecia emanar de una cañeríaaorta hinchada en un ángulo de la habitación. Asomado al balcón vio de frente a un hombre vestido de negro, con sombrero, que acababa de doblar la esquina y tomaba derecho la calle. Entró en seguida en su cuarto a desocupar la maleta y vio la araña cuando ya había puesto los libros sobre la cama y se disponía a abrir el grifo del lavabo. Era muy pequeña y estaba un poco alejada de la tela—pobre y deshilachada—, pensando que aquello no iba bien y nuevamente tendría que empezar. Diré a la criada que limpie eso, pensó. Aunque—siguió diciendo—, estas que son como esa no pican ni hacen nada, parecen muy enceladas con su labor, —que, por otra parte, realizan muy despacio—, pero no es decente que ese animal esté ahí, más que nada porque los ángulos de las habitaciones gusta verlos limpios y una araña es siempre, además, una pequeña duda, una ligera preocupación y hay quien no se atreve a alzar la voz o tirar desde lo alto un zapato al suelo, por si el bicho se remueve y toma alguna decisión desagradable. Y si al ir a aplastarla se falla el gol-
pe la cosa está clara, el bicho sabe que van por él sin ningún miramiento y que si antes se le había tolerado no mediaba en ello el afecto sino el egoísmo. La araña entonces puede tener una idea genial acerca de uno,
—se dice que no tienen ideas fijas—, y entonces atacarnos de forma tal vez muy peligrosa. Fué en aquel momento cuando en la casa de enfrente de fachada de almagre se abrió un balcón, —y no parecía que antes hubiese ninguno—, y se asomó la muchacha con vestido de flores estampadas, que, varias veces, mientras él la miraba con el rabo del ojo, se movió de un extremo a otro del balcón para fisgar a su antojo la habitación donde estaba él recién abierta. Se vio que ella le conocía.
Alguien, por detrás de ella, azuzaba con voz de apuntador: Es Azurgaraya, y ella parecía darle, un poco sofocada, con el pie por detrás para que se callase. «Azurgaray; si, Azurgaray«, insistía el tipo a sus espaldas. Y cuando él se decidió a afrontar la cosa saliendo a su balcón, la muchacha atrapellándose, con apresuramiento que pareció forzado aposta, se metió dentro y cerró, incluso, los postigos con tremendo estrépito que se hizo notar más por el repentino silencio en que quedó la calle. Luego se oía decir, como detrás de cada ladrillo: el hijo del notario Azurgaray. Y vio de frente a un hombre vestido de negro, con sombrero, que acababa de doblar la esquina y tomaba derecho la calle. Sí, dijo él al joven que regentaba la pensión, es una asignatura nada más y recalcó deletreando: u-na. Derecho Civil, pero no la ae cuarto, o sea de quinto, sino la de tercero, o sea la de cuarto. Se encontraba locuaz. Es raro pero así es.
Y fué por algo del secretario que tenía poca estatura y cambió la disposición de las actas en los armarios y entonces fué la infiltración por la (¡ue tuve que trastrocar, —previa notificación, naturalmente—, la asignatura, solo u-na al fin y al cabo, deletreó de nuevo. Pero era inútil, el joven ya no estaba. Cuando empezaba le escuchaban con verdadero ahinco y de repente luego cuando él decía «y fué por algov se iban desinteresados, a veces murmurando una palabra de cortesía o mirando el reloj repentinamente melifluos, como si les llevase alguien esperando mucho tiempo. El joven estaba ahora subido a una escalera, silboteando una canción como si tal cosa, mientras limpiaba una bombilla.