Esto ocurrió en aquellos años en que una gallina costaba dos pesetas y la fraga de Cecebre era más extensa y frondosa.
Xan de Malvís, más conocido por Fendetestas, pensó -una vez que llenaba de piñas un saco remendado- que aquella espesura podía muy bien albergar a un bandolero. No es que Xan de Malvís viese en tal detalle un complemento romántico de la hosca umbría; más bien apreció la inexistencia del bandido como una vacante que podía ser cubierta. Y se adjudicó la plaza.
Cuando Fendetestas abandonó sus tareas de jornalero en Armental para emprender la higiénica vida del ladrón de caminos, no disponía más que de un pistolón probado algunas veces en las reyertas de romería, y cuyo cañón, enmohecido y atado con cuerdas, parecía casi el cañón de un trabuco. Fendetestas llevó también a la fraga un ideal: robar la casa de algún cura. No hubo ni hay en campo gallego un solo ladrón que no haya robado a un cura o soñado en robarle. Es un tópico de la profesión. Puede ocurrir -y hasta es frecuente- que los curas sean más pobres que los mismos labriegos, pero esto no librará a sus casas del asalto. Se ignora el espejismo o la voluptuosidad que incita a los ladrones a preferir estas presas -acaso una reminiscencia de los tiempos del clero poderoso y feudal-, pero puede afirmarse que si desapareciesen súbitamente de Galicia todos los curas, todos los ladrones se encontrarían desconcertados y con la aprensión angustiosa de que se había acabado su misión en las aldeas.
Xan de Malvís pensó, naturalmente, en robar a un párroco, pero aplazó su proyecto para cuando hubiese adquirido cierta perfección en el oficio. Las primeras semanas las dedicó a desvalijar a los labriegos que volvían de vender ganado en las ferias. Se tiznaba grotescamente el rostro y aparecía en lo sumo de la corredoira dando brincos, apuntando con el pistolón y gritando, para amedrentar a sus víctimas.
-¡Alto, me caso en Soria!
Y no le iba mal. Apañó el primer mes dieciocho duros, más de lo que ganaba en un trimestre trabajando para los ladrones de Armental. Comía lo suficiente, dormía en una cueva arcillosa que iba dando, poco a poco, a su traje la dureza de una tabla, y entretenía sus largos ocios haciendo trampas para pájaros. Por las noches miraba largamente la luna, oía los perros de las aldeas, rezaba un padrenuestro y resbalaba hasta el sueño pensando: «El día que me resuelva a robar en la casa del cura ... ».
Verdaderamente, no le iba mal. Pero una noche en que la inquietud le había arrojado de su guarida llevándole a vagar cautelosamente por lo más intrincado de la fraga, tuvo una visión que le llenó de pavura. Por entre robles y castaños, siguiendo las sinuosidades de una vereda casi cubierta por los tojos, vio avanzar un fantasma. Era un fantasma enteramente igual a cualquier otro fantasma aldeano. Venía envuelto en una blanca sábana, traía una luz sobre la cabeza y arrastraba unas cadenas que chirriaban al rozar con los pedruscos del camino. Xan de Malvís se había disfrazado demasiadas veces de espectro en sus aventuras amorosas para no comprender que aquella era una auténtica alma en pena. Tan asustado quedó, que ni habla tuvo para conjurar la aparición inesperada. Corrió hacia su cueva, arañándose en las zarzas, y no concilió el sueño hasta el amanecer.