Tales of Mystery and Imagination

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Wenceslao Fernández Flórez: El alma en pena de Fiz Cotovelo

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Esto ocurrió en aquellos años en que una gallina costaba dos pesetas y la fraga de Cecebre era más extensa y frondosa.
Xan de Malvís, más conocido por Fendetestas, pensó -una vez que llenaba de piñas un saco remendado- que aquella espesura podía muy bien albergar a un bandolero. No es que Xan de Malvís viese en tal detalle un complemento romántico de la hosca umbría; más bien apreció la inexistencia del bandido como una vacante que podía ser cubierta. Y se adjudicó la plaza.
Cuando Fendetestas abandonó sus tareas de jornalero en Armental para emprender la higiénica vida del ladrón de caminos, no disponía más que de un pistolón probado algunas veces en las reyertas de romería, y cuyo cañón, enmohecido y atado con cuerdas, parecía casi el cañón de un trabuco. Fendetestas llevó también a la fraga un ideal: robar la casa de algún cura. No hubo ni hay en campo gallego un solo ladrón que no haya robado a un cura o soñado en robarle. Es un tópico de la profesión. Puede ocurrir -y hasta es frecuente- que los curas sean más pobres que los mismos labriegos, pero esto no librará a sus casas del asalto. Se ignora el espejismo o la voluptuosidad que incita a los ladrones a preferir estas presas -acaso una reminiscencia de los tiempos del clero poderoso y feudal-, pero puede afirmarse que si desapareciesen súbitamente de Galicia todos los curas, todos los ladrones se encontrarían desconcertados y con la aprensión angustiosa de que se había acabado su misión en las aldeas.
Xan de Malvís pensó, naturalmente, en robar a un párroco, pero aplazó su proyecto para cuando hubiese adquirido cierta perfección en el oficio. Las primeras semanas las dedicó a desvalijar a los labriegos que volvían de vender ganado en las ferias. Se tiznaba grotescamente el rostro y aparecía en lo sumo de la corredoira dando brincos, apuntando con el pistolón y gritando, para amedrentar a sus víctimas.
-¡Alto, me caso en Soria!
Y no le iba mal. Apañó el primer mes dieciocho duros, más de lo que ganaba en un trimestre trabajando para los ladrones de Armental. Comía lo suficiente, dormía en una cueva arcillosa que iba dando, poco a poco, a su traje la dureza de una tabla, y entretenía sus largos ocios haciendo trampas para pájaros. Por las noches miraba largamente la luna, oía los perros de las aldeas, rezaba un padrenuestro y resbalaba hasta el sueño pensando: «El día que me resuelva a robar en la casa del cura ... ».
Verdaderamente, no le iba mal. Pero una noche en que la inquietud le había arrojado de su guarida llevándole a vagar cautelosamente por lo más intrincado de la fraga, tuvo una visión que le llenó de pavura. Por entre robles y castaños, siguiendo las sinuosidades de una vereda casi cubierta por los tojos, vio avanzar un fantasma. Era un fantasma enteramente igual a cualquier otro fantasma aldeano. Venía envuelto en una blanca sábana, traía una luz sobre la cabeza y arrastraba unas cadenas que chirriaban al rozar con los pedruscos del camino. Xan de Malvís se había disfrazado demasiadas veces de espectro en sus aventuras amorosas para no comprender que aquella era una auténtica alma en pena. Tan asustado quedó, que ni habla tuvo para conjurar la aparición inesperada. Corrió hacia su cueva, arañándose en las zarzas, y no concilió el sueño hasta el amanecer.

Wenceslao Fernández Flórez: De cómo murieron mis seis gatos

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Hermann Keyserling ha escrito una obra, «La inmortalidad», en la que se insinúa que existe en torno nuestro un mundo sobrenatural, que no podemos advertir por la escasez de nuestros medios de percepción. Yo estoy convencido de que Keyserling tiene razón, y aún podría añadir a los suyos algunos argumentos incontestables. Una de las ventajas que proporciona el disfrute de la neurastenia es, precisamente, la capacidad de tener un atisbo de muchos seres extraños. A veces no consigue uno verlos, pero se les oye o se les siente de alguna manera. Más de una vez, escribiendo, en las altas horas de la noche, en la soledad silenciosa de mi despacho, he tenido la intuición vivísima de que un ser invisible leía por encima de mi hombro las palabras que yo iba escribiendo. Nunca me he asustado; sólo experimentaba la sensación embarazosa de aquel espionaje. Cuando tal caso ocurre, suelo coger una cuartilla y escribir rápidamente: «Sea bien educado, y no moleste.» El ser invisible desaparece en seguida. Divulgo esta experiencia porque sé que muchas personas sufren, en circunstancias análogas, el mismo acecho.
No es tampoco difícil verlos alguna vez. Esta visión es muy rápida y no tiene nada de espantosa, como pudieran creer los pusilánimes. En ocasiones, no se ven más que luces: luces de diversos colores.
Ciertas personas ven pájaros; otras, sombras sin contornos precisos. Yo veo perfectamente gatos. Para mí, el mundo de lo desconocido está poblado de gatos. Pasan rápidamente al ras del suelo, y sólo cuando apenas de soslayo los puedo ver. Salen de una maciza pared y se meten en otra o surgen de repente entre mis pies. Me detengo, miro y... no hay nada.
No me han molestado jamás, y no tengo, ciertamente, que dirigirles reproche alguno. Amo a los gatos, y no me desagrada verlos cruzar, con pisadas ligeras, una habitación, aunque sean simples espectros.
Una vez tan sólo sufrí por ellos una impresión angustiosa. Pero entonces se trataba de gatos vivos, reales y tangibles.
Fue así:
Guitián, mi criado, me anunció que la gata había parido seis crías.
—Son demasiadas —comenté.
—Son demasiadas —asintió él—. Me gustaría, en cambio, poder decir lo mismo de la vaca. No anda muy bien regido este mundo. ¿Qué hacemos con estos animaluchos?
—No sé.
—¡Habrá que matarlos!
—¡Infelices!
Guitián elevó sus cejas peludas:
—A mí también me da pena, señor. No tengo coraje para asesinarlos.

Wenceslao Fernández Flórez: La fría mano del misterio




Después del casamiento, mi mujer me arrastró rápidamente hasta el coche. A la puerta de la iglesia, en pie sobre las losas que cubrían las tumbas de los feligreses, los padres de Osvina lloraban. Mi suegro era alto, delgadísimo, de corva nariz, y tenía los ojos redondos; su mujer era enjuta también, enlutada, triste. No hablaron; sacudían sus manos como manojos de raíces. Apenas había amanecido y la lámpara del altar se veía en la oscuridad de la iglesia como un ojo de fuego parpadeante. Llovía. Cuando arrancaron los caballos, mi mujer alzó las ventanillas y se acercó a mí temblando, con una inquieta mirada de temor.

Puedo jurar que soy un buen creyente. El cura de San Eleuterio puede decir cómo todas las tardes, al toque del Ángelus, entraba yo a rezar largamente en la iglesia. Pero yo tengo el espíritu enfermo, muy enfermo.. . Yo he querido alejarme de supersticiones y de brujerías, y ellas me han cercado y perseguido siempre: alguna puertecilla estaba abierta en mi alma, por la que ellas venían. Creo estar en pecado mortal. Rezaba y rezaba, y el Espíritu Malo reía tras de mí. Una vez, en la iglesia de San Eleuterío, he visto alzarse la losa del sepulcro del conde de Gincio y, por la abertura, curiosear unas cuencas vacías. Otra vez, también después del Ángelus, cuando todo el templo estaba solitario y tranquilo, vi con mis tristes ojos al difunto abad de Racemil atravesar la nave y entrar en el confesionario donde en vida se sentaba para oír los pecados de las devotas.

Cuando me casé, Osvina me quiso explicar estos misterios. Ella sabía hablar con los espíritus; la había enseñado padre. En la sala grande y pobre de su caserón, alguna noche había visto yo a mi suegro alzarse de pronto, con los ojos redondos, brillantes y agrandados, y extender sus manos sarmentosas hacia las tinieblas. Entonces pasaban unas tenues sombras por el círculo de luz que el quinqué proyectaba en el techo, y yo huía, amedrentado.

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