La noche del primero de mayo de 1820, visitado por uno de sus interminables desvaríos, Francisco de Goya y Lucientes, pintor y visionario, tuvo un sueño.
Soñó que su amante de juventud estaba debajo de un árbol. Era el austero campo de Aragón y el sol estaba en lo alto. Su amante estaba en un columpio y él la mecía de por vida. Ella traía una sombrilla con encajes y reía con risa breve y nerviosa. Luego su amante se tiró al pasto y él fue tras ella para revolcarse. Rodaron por la pendiente de la colina hasta llegar a un muro amarillo. Treparon al muro y vieron a los soldados, iluminados por una farola, fusilar a los hombres. La farola no venía a cuento en aquel soleado paisaje, pero alumbraba tenuemente la escena. Los soldados hicieron fuego y los hombres cayeron formando un charco con su sangre. Francisco de Goya y Lucientes sacó entonces el pincel de pintor que llevaba en la cintura y avanzó blandiéndolo amenazadoramente. Los soldados, como por un encanto, desaparecieron, asustados por aquella aparición. Y en lugar de los soldados apareció un espantoso gigante que devoraba la pierna de un hombre. El pelo lo tenía curtido y la cara lívida, dos hilos de sangre bajaban por las comisuras de su boca y tenía los ojos vendados, pero con todo reía.
—¿Quién eres? —le preguntó Francisco de Goya y Lucientes.
El gigante se limpió la boca y dijo: —Soy el monstruo que domina la humanidad, la Historia es mi madre.
Francisco de Goya y Lucientes dio un paso hacia adelante y agitó el pincel. El gigante desapareció y en su lugar apareció una anciana. Era una bruja desdentada, con la piel de pergamino y los ojos amarillos.
—¿Quién eres? —le preguntó Francisco de Goya y Lucientes.