Tales of Mystery and Imagination

Tales of Mystery and Imagination

" Tales of Mystery and Imagination es un blog sin ánimo de lucro cuyo único fin consiste en rendir justo homenaje a los escritores de terror, ciencia-ficción y fantasía del mundo. Los derechos de los textos que aquí aparecen pertenecen a cada autor.

Las imágenes han sido obtenidas de la red y son de dominio público. No obstante, si alguien tiene derecho reservado sobre alguna de ellas y se siente perjudicado por su publicación, por favor, no dude en comunicárnoslo.

Showing posts with label Francisco Tario. Show all posts
Showing posts with label Francisco Tario. Show all posts

Francisco Tario: Entre tus dedos helados

Francisco Tario, Entre tus dedos helados, Tales of mystery, Relatos de terror, Horror stories, Short stories, Science fiction stories, Anthology of horror, Antología de terror, Anthology of mystery, Antología de misterio, Scary stories, Scary Tales, Science Fiction Short Stories, Historias de ciencia ficcion


Preparaba yo, por aquellos días, el último examen de mi carrera y, de ordinario, no me acostaba antes de las tres o las tres y media de la madrugada. Esta vez acababan de sonar las cuatro cuando me metí en la cama. Me sentía rendido por la fatiga y apagué la luz. Inmediatamente después me quedé dormido y empecé a soñar.

Caminaba yo por un espeso bosque durante una noche increíblemente estrellada. Debía de ser el otoño, pues el viento era muy suave y tibio, y caía de los árboles gran cantidad de hojas. En realidad, las hojas eran tan abundantes que me impedían prácticamente avanzar, ya que mis pies se sumergían en ellas y quedaban temporalmente apresados. Tan luego arreciaba el viento, otras nuevas hojas se desprendían de las ramas, formando una densa cortina que yo me esforzaba por apartar. Despedían un fuerte olor a humedad, como si se tratara de hojas muy antiguas que llevasen allí infinidad de años. Llevaba yo varias horas caminando sin que el bosque variara en lo más mínimo, cuando me pareció ver la sombra de un alto edificio, con una sola ventana iluminada. Tenía un tejado muy empinado y una negra chimenea de ladrillo, que se recortaba en el cielo. Casi simultáneamente, escuché a unos perros ladrar. Ladraban todos a un mismo tiempo y sospeché que se me acercaban, aunque no conseguí verlos. A poco los vi venir corriendo por entre los árboles, saltando sobre las hojas. Debían ser no menos de una docena y advertí qué gran esfuerzo llevaban a cabo para no quedar también apresados entre aquellas hojas. Posiblemente estuvieran ya a punto de darme alcance, cuando llegaba yo a la orilla de un viejo estanque, cuyas aguas se mantenían inmóviles. Eran unas aguas pesadas y negras, sobre las cuales se reflejaba la luna. Los perros se detuvieron de pronto, aun-que no cesaron de ladrar. Así transcurrió un tiempo, sin que yo me resolviera a tomar una decisión.

Entonces vi cómo de las aguas del estanque emergían los cuerpos de unos hombres, que me observaron con gran atención. Eran tres. Llevaban puestos sus impermeables y se mantenían muy quietos, con el agua a la cintura. Uno de ellos sostenía en la mano una vela encendida, mientras otro anotaba algo en su libreta. No dejaban de mirarme y comprendí, por su aspecto, que deberían ser policías. Tenían los semblantes muy graves, intensamente iluminados por la luz de la luna. Había un gran silencio alrededor y noté que los perros continuaban allí, a la expectativa. Uno de aquellos hombres —sin duda el jefe de ellos— dio unos pasos hacia la orilla y, apoyándose en el borde del estanque, me preguntó quién era yo, qué buscaba en aquel lugar a semejante hora y de qué modo había conseguido penetrar allí. “Estoy soñando”, le respondí. El hombre no pareció entender lo que yo decía y repetí con fuerza: “Estoy simplemente soñando”. 

Francisco Tario: La noche del muñeco

Francisco TarioFrancisco Tario, Tales of mystery, Relatos de terror, Horror stories, Short stories, Science fiction stories, Anthology of horror, Antología de terror, Anthology of mystery, Antología de misterio, Scary stories, Scary Tales


Me hubiera gustado ser asesino, cirquero o soldado, y soy, en cambio, un grotesco  muñeco de trapo: lívido, enclenque, sin ninguna belleza. Tengo dos ojos pasmados e insulsos, demasiado redondos; dos orejas monstruosas y blandas que me llenan de vergüenza; una nariz chata, con dos orificios absurdos por donde meterán sus deditos los niños en cuanto caiga en manos de ellos. Tengo una boca ancha, sin dientes, que se prolonga hacia abajo en un rictus de amargura; mi cara es deforme, antipática y blanca como la luna; mis piernecitas y brazos penden del tronco sin ninguna gracia, con sus dedotes tan pésimamente imitados que a todos producen risa...
Nadie me mira. Nadie me compra.
Desde mi solitario ataúd de cartón veo desfilar por las aceras rostros de niñas y niños que se trastornan de gozo ante cualquier chuchería: una aldeana panzona, una pistola de agua, un camello con su botín, un carro de bomberos. Los veo saltar y chillar con sus piernecitas rosadas y sus vocecitas tan frescas. Los ojos se les inundan de llanto, retratada en ellos la alegría. Pero no me compran, no se percatan siquiera de mi presencia; cuando más, detienen en mí sus miradas perdidas con una expresión titubeante o desconfiada. ¡Yo los entiendo de sobra! Se preguntan: "¿Y qué es eso tan viejo y tan feo que está al fondo del escaparate?" Las personas mayores se ríen, se mofan de mí; pero esto no me importa en absoluto. Las personas mayores son gente mal educada y sin ningún sentimiento.
En cierta ocasión, por ejemplo, descubrí desde mi celda a un caballero extremadamente elegante que llevaba un niño de la mano. Repasaban ambos el escaparate en busca, me imagino, de un juguete de primer orden. Miraban, miraban y no me veían. De pronto, me estremecí. Sobre mis ruinosas carnes de trapo acababan de posarse los ojos claros del niño. Reflexioné: "¡Si me llevara...! El niño parece rico y me dará los mejores tratos. Me conducirá asimismo a un soberbio palacio y me hará dormir en su propia camita: una camita muy tibia, muy suave, junto a una ventana, con las sábanas de lino y las almohadas de pluma. A él le narrarán por las noches cuentos encantadores y, yo, fingiendo dormir, podré escucharlos perfectamente. Jugaré con su gato y su perro, con sus otros  juguetes... ¡No me destrozará!"
Tal cosa pensaba yo, cuando el niño levantó su carita hacia el caballero que lo acompañaba y preguntó algo que no acerté a comprender, porque hablaba un lenguaje extraño. Entonces el caballero me observó estupefacto y, señalándome con un dedo, rompió a reír del modo más innoble. Se burlaba ignominiosamente, despiadadamente, como no debe burlarse nadie de las cosas tristes y feas. Los vi alejarse por entre los carruajes, y aquella noche no conseguí cerrar los ojos.

Francisco Tario: La noche del féretro

Francisco Tario, La noche del féretro, Tales of mystery, Relatos de terror, Horror stories, Short stories, Science fiction stories, Anthology of horror, Antología de terror, Anthology of mystery, Antología de misterio, Scary stories, Scary Tales


Entró un señor enlutado, con los zapatos muy limpios y los ojos enrojecidos por el
llanto. Se aproximó al empleado y dijo:
—Necesito un féretro.
Oí distintamente su voz ronca y amarga, seguida por una tos irritante que, de estar yo
dormido, me hubiera hecho despertar. Oí también, en aquel preciso momento, el timbre
de la puerta en la casa contigua y el ladrido del perro, quien anunciaba así su alegría.
El empleado dijo:
—Pase usted.
Y pasó el hombre sigilosamente, con un poco de asco, mirando a diestra y siniestra,
como una reina anciana que visita un hospital. Parecía un tanto avergonzado del
espectáculo: de aquellos cajones grises, blancos o negros, que tanto asustan a los
hombres, y de aquella luz amarilla y sucia que daba al local cierto aspecto de taberna.
Mi compañero de abajo se enderezó cuanto pudo para explicarme:
—El cliente es rico, conque tú serás el elegido.
La noche era fría, lluviosa, y soplaba un viento de nieve. No apetecía yo, pues,
moverme de aquel escondrijo tan tibio, cubiertos mis largos miembros con una suave
capita de polvo, y mucho menos aventurarme —Dios sabe con qué rumbo— por esas
calles tan húmedas y resbaladizas.
El enlutado seguía tosiendo y examinando uno a uno los féretros. Nos miraba
curiosamente, sin aproximarse demasiado, cual si temiera que uno de nosotros, en un
momento dado, pudiera abrir la boca y tragarlo. En voz baja, respetando fingidamente el
dolor del cliente, iba el empleado elogiando su mercancía, haciendo notar entre otras
cosas su sobriedad, duración y comodidad.
De súbito, advertí sobre mi espina un cosquilleo bien conocido: el empleado me quitaba
el polvo ceremoniosamente con un cepillo de gruesas cerdas que me produjo risa.
Procuré estrecharme contra el muro, observando de soslayo al enlutado. Vi sus ojos
tristes, abultados —verdaderos ojos de rana— que repasaban mi cuerpo de arriba
abajo. Escuché de nuevo su voz cavernosa:
—El finado es robusto, ¿sabe?
Fue entonces cuando pensé:
"Me llevará sin duda."
En efecto, prorrumpió:
—Creo que me convenga éste.

Francisco Tario: Ragú de tenera

Francisco Tario, Ragú de tenera, Relatos de misterio, Tales of mystery, Relatos de terror, Horror stories, Short stories, Science fiction stories, Anthology of horror, Antología de terror, Anthology of mystery, Antología de misterio, Scary stories, Scary Tales



—Prosiga usted —indicó el eminente médico, sin dejar de balancear una pierna ni quitarle ojo a aquel hombre que tenía ante su mesa, y el cual deseaba informarse si, desde el punto de vista cínico, existía alguna probabilidad de salvarse de la horca, por el feo y sucio delito de haberse devorado impunemente a un rollizo niño de pecho.

El antropófago —que ocupaba por esos días las principales páginas de los periódicos— acababa de facilitarle al doctor sus datos personales: tenía cincuenta años, era casado, sin hijos, representaba una firma de productos químicos y medía un metro setenta. Según podría demostrarlo, había sido, en general, una persona cordial y pacífica y se le estimaba en todas partes como hombre honesto y caritativo. Disfrutaba de una cómoda posición económica y ocasionalmente efectuaba breves viajes al extranjero, relacionados con su profesión. El doctor había tomado buena nota de todo ello, siempre sin dejar de balancear una pierna, y solicitaba ahora de su cliente que iniciara el relato. Ni uno ni otro parecían alterados en lo más mínimo, sino más bien interesados en lo que cada cual hacía o hablaba, como si la cuestión se circunscribiese simplemente a comprobar si les agradaban o no las mismas flores, los mismos platos, o bien si coincidían ambos en sus apreciaciones sociales y políticas.

Como la pausa se prolongara más de lo debido, el doctor repitió con gesto amable:

—Prosiga.

Obedeció su cliente, revelando que la primera señal de todo aquello había sido tan intrascendente y simple, que aun hoy se preguntaba cómo le resultaba posible recordarla. Había tenido lugar en un autobús, momentos antes de llegar a su casa. Se había puesto de pie y había sufrido un mareo, un leve vértigo sin importancia, aunque seguido de una rara ofuscación que le había impulsado a dirigirse, primero al conductor del vehículo y después al revisor, con objeto de estrecharles la mano y despedirse de ellos cortésmente. En seguida se había apeado —y esto fue lo más penoso, de-cía— entre las risas de los pasajeros, que no dejaron de mirarle por las ventanillas hasta que se perdió de vista. No obstante, unos días más tarde, le aconteció lo que él ya consideraba el primer indicio grave. Le habían repetido el mareo y la propia ofuscación en el instante preciso en que se disponía a cruzar una calle. Repentinamente tuvo la impresión de que el piso cedía bajo sus pies y que él comenzaba a sumergirse a toda prisa entre las aguas de un río. Comprendió al punto —afirmaba ahora— que sería menester lanzar-se a nado, so pena de morir ahogado en el acto. Así lo hizo, y aún tenía muy presente la zozobra con que alcanzó la otra orilla y se sentó después sobre el pavimento, mientras los transeúntes le rodeaban curiosamente para informarse de lo que ocurría. Aquí el doctor le interrumpió con objeto de preguntarle si tenía una idea aproximada acerca de lo que le había provocado el vértigo. Concretamente, si, por casualidad, tanto en el autobús como al lanzarse a nado, no había visto por alguna parte el cochecito de un niño.

Francisco Tario: La noche de los cincuenta libros

Francisco Tario



De pequeño era yo esmirriado, granujiento y lastimoso. Tenía los pies y las manos desmesuradamente largos; el cuello, muy flaco; los ojos, vibrantes, metálicos; los hombros, cuadrados, pero huesosos, como los brazos de un perchero; la cabeza, pequeña, sinuosa. Mis cabellos eran ralos y crespos y mis dientes amarillos, si no negros. Mi voz, excesivamente chillona, irritaba a mis progenitores, a mis hermanos, a los profesores de la escuela y aun a mí mismo. Cuando tras un prolongado silencio —en una reunión de familia, durante las comidas, etcétera—, rompía yo a hablar, todos saltaban sobre sus asientos, cual si hubieran visto al diablo. Después, por no seguir escuchándome, producían el mayor ruido posible, bien charlando a gritos o removiendo los cubiertos sobre la mesa, los vasos, la loza…
Tenía yo una hermanita que ha muerto y que solía importunarme siete u ocho veces diarias:
—Roberto, ¿por qué me miras así?
Recuerdo sus ojazos claros, redondos, como dos cuentas de vidrio, y sus rodillitas en punta, siempre cubiertas de costras.
Yo objetaba entonces, viéndola temblar de miedo:
—¡Bah, no sé cómo quieres que te mire si no sé hacerlo de otro modo!
Y ella echaba a correr, deteniéndose los bucles, en busca de la madrecita. Se arrojaba sobre sus faldas, rompía a gimotear del modo más cómico, y prorrumpía, señalándome con el dedo:
—¡Roberto me ha mirado! ¡Roberto me ha mirado!
La madrecita, al punto, le secaba los carrillos, haciéndole la cruz en la nuca. Había cumplido yo los once años, me encaminaba precozmente hacia la adolescencia y aún no tenía un solo amigo en la comarca. Era mi voluntad. Gustaba, en cambio, de internarme a solas por el bosque, atrapando mariposas y otros volátiles, para triturarlos después a pedradas. Cuando lograba cazar un pajarito, me sentaba cómodamente a la sombra de un árbol y le arrancaba una a una las plumitas, hasta que lo dejaba por completo en cueros. Si sobrevivía, lo soltaba sobre la hierba, con un sombrero de papel en la cabeza. A continuación, volvía a echarle mano y me lo llevaba al río. Allí lo sumergía cuantas veces se me antojaba, ahogándolo por fin en las ondas tumultuosas de la corriente. Acto seguido, me tumbaba sobre cualquier pradera y me masturbaba frenéticamente.

Francisco Tario: La dentadura

Francisco Tario



Durante la noche dejaba su dentadura en un vaso de agua hervida, sobre una mesita de caoba. Pues una noche, sigilosamente, la dentadura bajó al comedor y acabó todos los bizcochos.


Tales of Mystery and Imagination