Preparaba yo, por aquellos días, el último examen de mi carrera y, de ordinario, no me acostaba antes de las tres o las tres y media de la madrugada. Esta vez acababan de sonar las cuatro cuando me metí en la cama. Me sentía rendido por la fatiga y apagué la luz. Inmediatamente después me quedé dormido y empecé a soñar.
Caminaba yo por un espeso bosque durante una noche increíblemente estrellada. Debía de ser el otoño, pues el viento era muy suave y tibio, y caía de los árboles gran cantidad de hojas. En realidad, las hojas eran tan abundantes que me impedían prácticamente avanzar, ya que mis pies se sumergían en ellas y quedaban temporalmente apresados. Tan luego arreciaba el viento, otras nuevas hojas se desprendían de las ramas, formando una densa cortina que yo me esforzaba por apartar. Despedían un fuerte olor a humedad, como si se tratara de hojas muy antiguas que llevasen allí infinidad de años. Llevaba yo varias horas caminando sin que el bosque variara en lo más mínimo, cuando me pareció ver la sombra de un alto edificio, con una sola ventana iluminada. Tenía un tejado muy empinado y una negra chimenea de ladrillo, que se recortaba en el cielo. Casi simultáneamente, escuché a unos perros ladrar. Ladraban todos a un mismo tiempo y sospeché que se me acercaban, aunque no conseguí verlos. A poco los vi venir corriendo por entre los árboles, saltando sobre las hojas. Debían ser no menos de una docena y advertí qué gran esfuerzo llevaban a cabo para no quedar también apresados entre aquellas hojas. Posiblemente estuvieran ya a punto de darme alcance, cuando llegaba yo a la orilla de un viejo estanque, cuyas aguas se mantenían inmóviles. Eran unas aguas pesadas y negras, sobre las cuales se reflejaba la luna. Los perros se detuvieron de pronto, aun-que no cesaron de ladrar. Así transcurrió un tiempo, sin que yo me resolviera a tomar una decisión.
Entonces vi cómo de las aguas del estanque emergían los cuerpos de unos hombres, que me observaron con gran atención. Eran tres. Llevaban puestos sus impermeables y se mantenían muy quietos, con el agua a la cintura. Uno de ellos sostenía en la mano una vela encendida, mientras otro anotaba algo en su libreta. No dejaban de mirarme y comprendí, por su aspecto, que deberían ser policías. Tenían los semblantes muy graves, intensamente iluminados por la luz de la luna. Había un gran silencio alrededor y noté que los perros continuaban allí, a la expectativa. Uno de aquellos hombres —sin duda el jefe de ellos— dio unos pasos hacia la orilla y, apoyándose en el borde del estanque, me preguntó quién era yo, qué buscaba en aquel lugar a semejante hora y de qué modo había conseguido penetrar allí. “Estoy soñando”, le respondí. El hombre no pareció entender lo que yo decía y repetí con fuerza: “Estoy simplemente soñando”.