—Prosiga usted —indicó el eminente médico, sin dejar de balancear una pierna ni quitarle ojo a aquel hombre que tenía ante su mesa, y el cual deseaba informarse si, desde el punto de vista cínico, existía alguna probabilidad de salvarse de la horca, por el feo y sucio delito de haberse devorado impunemente a un rollizo niño de pecho.
El antropófago —que ocupaba por esos días las principales páginas de los periódicos— acababa de facilitarle al doctor sus datos personales: tenía cincuenta años, era casado, sin hijos, representaba una firma de productos químicos y medía un metro setenta. Según podría demostrarlo, había sido, en general, una persona cordial y pacífica y se le estimaba en todas partes como hombre honesto y caritativo. Disfrutaba de una cómoda posición económica y ocasionalmente efectuaba breves viajes al extranjero, relacionados con su profesión. El doctor había tomado buena nota de todo ello, siempre sin dejar de balancear una pierna, y solicitaba ahora de su cliente que iniciara el relato. Ni uno ni otro parecían alterados en lo más mínimo, sino más bien interesados en lo que cada cual hacía o hablaba, como si la cuestión se circunscribiese simplemente a comprobar si les agradaban o no las mismas flores, los mismos platos, o bien si coincidían ambos en sus apreciaciones sociales y políticas.
Como la pausa se prolongara más de lo debido, el doctor repitió con gesto amable:
—Prosiga.
Obedeció su cliente, revelando que la primera señal de todo aquello había sido tan intrascendente y simple, que aun hoy se preguntaba cómo le resultaba posible recordarla. Había tenido lugar en un autobús, momentos antes de llegar a su casa. Se había puesto de pie y había sufrido un mareo, un leve vértigo sin importancia, aunque seguido de una rara ofuscación que le había impulsado a dirigirse, primero al conductor del vehículo y después al revisor, con objeto de estrecharles la mano y despedirse de ellos cortésmente. En seguida se había apeado —y esto fue lo más penoso, de-cía— entre las risas de los pasajeros, que no dejaron de mirarle por las ventanillas hasta que se perdió de vista. No obstante, unos días más tarde, le aconteció lo que él ya consideraba el primer indicio grave. Le habían repetido el mareo y la propia ofuscación en el instante preciso en que se disponía a cruzar una calle. Repentinamente tuvo la impresión de que el piso cedía bajo sus pies y que él comenzaba a sumergirse a toda prisa entre las aguas de un río. Comprendió al punto —afirmaba ahora— que sería menester lanzar-se a nado, so pena de morir ahogado en el acto. Así lo hizo, y aún tenía muy presente la zozobra con que alcanzó la otra orilla y se sentó después sobre el pavimento, mientras los transeúntes le rodeaban curiosamente para informarse de lo que ocurría. Aquí el doctor le interrumpió con objeto de preguntarle si tenía una idea aproximada acerca de lo que le había provocado el vértigo. Concretamente, si, por casualidad, tanto en el autobús como al lanzarse a nado, no había visto por alguna parte el cochecito de un niño.
—¡En absoluto, doctor! —se aprestó a explicar con énfasis el paciente—. ¡En absoluto! Por allí no había nada de eso, y de ello estoy perfectamente seguro.
Después prosiguió con más calma:
—En cuanto llegué a casa, le comuniqué a mi esposa que no me sentía bien del todo y que me proponía pasar la tarde en cama. Así lo hice y me quedé dormido. Aquella noche teníamos invitados y me levanté para la cena. Me sentía, sí, un poco maltrecho, pero en ningún momento pude suponer que el malestar tuviese importancia. Mi cena fue muy ligera —siempre he sido vegetariano, puntualizó—, y nos quedamos jugando al póker hasta la medianoche. Mi esposa, como es de rigor, resultó la única ganadora, pues es, por naturaleza, sumamente hábil con las cartas. Tan luego se retiraron nuestros invitados, procedí a desvestirme y me acosté. Sin embargo, unas horas más tarde, tuve que levantarme de nuevo, pues, por primera vez, que yo recuerde, había olvidado mirarme al espejo esa noche, según vengo haciéndolo a diario desde hace un buen número de años.
El doctor preguntó, sentencioso, frunciendo disimuladamente el entrecejo, con qué objeto su cliente llevaba a efecto tan enojoso rito, y el antropófago, sin dudar un momento, explicó, encogiéndose de hombros:
—Simplemente con el objeto de poder comprobar, a la mañana siguiente, que continúo siendo el mismo de la víspera.
El doctor asintió con un gesto y dejó de balancear la pierna para anotar en su libro privado algo que debió juzgar de interés.
—Adelante —expresó a continuación.
—Transcurrió más o menos una semana sin que nada anormal sucediera. Yo me dedicaba a mi trabajo y mi mujer salía por las tardes para seguir jugando al póker. Pero una noche tuve una desagradable sorpresa. Poco antes de dormirme, y de la manera más inesperada, se me ocurrió decirle a mi mujer: “Quisiera que para el almuerzo de mañana dispusieras un buen ragú de ternera”. Todavía es hoy el día que me pregunto de qué rincón de mi cabeza partió tan extravagante idea. Repito, siempre fui vegetariano, y el ragú de ternera lo conocía exclusivamente a través de informaciones de segunda mano. Pero el caso es que lo apetecía, lo apetecía de tal forma, que en aquel mismo momento habría encendido la lámpara y me habría servido una buena ración. Sentí a mi mujer reír de mala gana, asegurando que no estaba para bromas, pues había perdido al póker aquella tarde y, para alivio de males, le habían derramado una copa de vino tinto en el vestido. Pero como yo insistiera en mi empeño, quizá con demasiado ahínco, guardó ella un prolongado silencio y sospeché que me despreciaba. En general, las mujeres —apuntó, ya en otro tono— suelen despreciar, por sistema, cuanto dicen y hacen sus maridos, ¿o no lo cree usted así, doctor?
El doctor se reservó su opinión e inquirió de su cliente cómo había encontrado el ragú de ternera.
—¡Excelente! —prorrumpió él con entusiasmo—. ¡Excelente y muy apetitoso! No obstante, en los días que siguieron, volví a mi régimen habitual; pero mucho antes de lo que podía esperarse, reincidí en mi capricho. Aunque, a decir verdad, lo que apetecía ahora —y así se lo manifesté a mi mujer— no era ya propiamente el ragú, sino un roastbeef a la inglesa, tan alto y rojo como un buen plato de fresas. Mientras lo saboreaba, no dejaba de preguntarme, perplejo, cómo resultaba admisible que, por espacio de tantos años, hubiese permanecido ajeno a tan suculento manjar. Todos los días, a partir de aquella fecha, me fue servido el roastbeef que nunca llegó a parecerme lo bastante oloroso y sangrante. En la mesa, mi mujer solía mirarme con el rabillo del ojo y no cesaba de aconsejarme: “Procura moderar tus nervios y no te precipites de ese modo, pues, en realidad, no tenemos ninguna prisa”. Creo que debía sentirse un tanto confusa y
hasta es probable que azorada. Pero era tal mi ilusión, el júbilo que me embargaba a la vista de aquellas rebanadas sangrantes y aquel jugo oloroso y caliente, que no le prestaba demasiada atención, lo confieso.
El doctor volvió a anotar algo con su estilográfica y exclamó, como al principio:
—Prosiga.
—Los vértigos se repitieron, mi memoria se quebrantó temporalmente y comencé a experimentar un vivo desinterés por los productos químicos. En la oficina, era víctima de un constante desasosiego. Y aún más: empecé a mostrar una predilección especial por olores y sabores que en otro tiempo me dejaban indiferente o que incluso me provocaban náuseas. Mi escritura se hizo casi ilegible y, a menudo, erraba en mis cálculos. Temí convertirme en un obseso y pensé tomarme unas vacaciones en el campo.
Aquí el antropófago sonrió con rubor, como ante un recuerdo inconfesable, y expresó en voz mucho más baja:
—Aunque, ¿adivina usted, doctor, qué me impidió ir al campo?
El doctor indicó que no tenía la menor idea, y su cliente confesó:
—¡Qué ridículo! ¡Las vacas! ¡La idea de que tanta hermosa vaca pastando agravaría mi apetito!
En seguida se echó a reír y se puso repentinamente serio.
—Fue entonces cuando abandoné en definitiva el vegetarianismo y me entregué por entero a la carne.
—Comprendo —susurró el doctor. Y pasó la hoja de su libro de notas.
Pero el cliente se había adelantado en su asiento, poseído de tal desazón, que el doctor, con el libro en la mano, se echó atrás precavidamente.
—¡Nunca más encontraría ya punto de reposo! ¡Nunca más, doctor! Ahora, rara vez permanecía en casa, dedicado a recorrer la ciudad de un extremo a otro, hasta que se hacía de noche. Muchas veces, por no malgastar el tiempo, almorzaba en un restaurante. No me atreví, en un principio, a confesarme lealmente el motivo de aquella peregrinación incesante, de aquellas correrías diarias que me apartaban de mi trabajo y de mis deberes conyugales. Caminaba sin descanso, casi con furor, bañado de sudor el cuerpo y aparentemente sin objeto; pero una y otra vez me sorprendía, jadeante, a la puerta de alguna carnicería, empujado y vilipendiado por las amas de casa, que salían atropelladamente con sus preciados cargamentos. Llegaron a temblarme de emoción las piernas frente a las vitrinas de embutidos, con aquellas carnes amoratadas y tersas, que colgaban en desafiantes manojos. Cada día hacía un nuevo descubrimiento y encontraba un buen motivo para pasar en vela las noches.
Tras un instante de duda, añadió:
—¡No sé si deba decirlo! Pero, en más de una ocasión, con un salchichón bajo el brazo, como un delincuente, escapaba a toda prisa hasta el parque y, a salvo de cualquier mirada indiscreta, me sentaba en el rincón más apartado, desenvolvía mi tesoro y lo saboreaba a mis anchas. Pero rara vez conseguía terminarlo, pues, de improviso, el recuerdo de otra pieza aún más suculenta me helaba la sangre en las venas, y entonces abandonaba allí el salchichón, sobre el césped, y corría a escape en busca de aquel establecimiento que yo recordaba ahora y que, a menudo, se hallaba situado al otro extremo de la ciudad. Mis digestiones se hicieron difíciles y comencé a soñar por las noches. ¡A soñar como usted no tiene idea, doctor!
El doctor consultó su reloj y dijo:
—Muy comprensible.
Después se relamió disimuladamente.
—Podría enumerarle mis sueños, aunque es probable que no terminásemos nunca. Sin embargo, recuerdo uno muy especial que quizá nos aclare algo. Entraba yo, una tarde, al dentista y me sentaba en el sillón, pidiéndole con toda urgencia que me afilara los dientes. El dentista, que era un hombre fornido, rompía a reír a carcajadas, pero accedía a mis deseos, y, provisto de una enorme lima, iniciaba su trabajo. A medida que pasaba y repasaba la lima, y yo iba advirtiendo las puntas aceradas de mis dientes, una alegría incontenible fue invadiéndome, al entrever que, a partir de aquel momento, tendría el mundo en mis manos. Ya de regreso en casa, mi mujer me abría la puerta y yo le enseñaba los dientes. Ella daba un paso atrás y exclamaba con cara de susto: “¡Nunca lo hubiera pensado!” Pero yo me arrojaba sobre ella y la abrazaba y la besaba, arrinconándola contra el muro. “¡Que me lastimas!”, gritaba, por fin, desasiéndose de mí, aunque sin dejar de observarme de lejos los dientes. Entonces sonaba el timbre, entraba la policía y me echaba mano.
Estaba ya próximo el mediodía, y al doctor comenzaba a abrírsele el apetito visiblemente. Parecía ya menos interesado en el relato y lo que balanceaba ahora era su estilográfica negra sobre una hoja de papel en blanco. Allí mismo, sobre su mesa, podía verse un diario de la mañana, en cuyos titulares rojos se daba aviso a los lectores de que el antropófago andaba suelto.
—Tenemos en nuestra casa una simpática sirvienta —decía ahora el delincuente—, una robusta jovencita de carnes duras y sonrosadas, que, al colocar mi plato sobre la mesa, siempre hace pasar frente a mí su rollizo brazo desnudo. Lleva a nuestro servicio dos años, y jamás, durante ese tiempo, su brazo despertó en mí pensamientos turbios o indebidos. Pero esta vez —fue, en realidad, la primera—, mientras colocaba mi plato de sopa, tuve un súbito sobresalto y el primer impulso serio de cometer un desaguisado... “Sí —pensé en tal momento—, ¿y si me decidiera? Creo que debo decidirme cuanto antes”.
El doctor aguardó pacientemente que su cliente explicara en qué consistía aquel desaguisado, pero éste guardó tan largo silencio que el doctor se resolvió a preguntar por su cuenta si lo que, de hecho, había pretendido era darle un buen mordisco a la sirvienta. El aludido bajó la cabeza y asintió con cierta humillación. En seguida adoptó un aire más familiar y prosiguió su relato, que ya para aquellas horas empezaba a hacerse dramático.
—Cucharada tras cucharada, fui terminando la sopa, aun-que sin conseguir olvidar del todo aquel brazo rollizo que no tardaría en aparecer de nuevo para retirar el plato. Así fue. El brazo cruzó ante mí, me rozó casi los labios, se llevó el plato consigo y yo debí perder el conocimiento. Cuando volví en mí, me hallaba tendido en la cama y escuché la voz de nuestro médico de cabecera, quien me recriminaba diciendo: “Trabaja usted con exceso y se alimenta peor que un ratoncito”. Fueron pasando los días sin que yo experimentara interés alguno en salir de casa. Me entretenía ahora en observar a la sirvienta ir y venir de un lado a otro, exhibiendo sus brazos desnudos. Había algo reprobable en todo esto —nunca dejé de comprenderlo—, pero muy apetitoso, y que estimulaba mis jugos gástricos. Mis sueños se hicieron ya más frecuentes y, en ocasiones, vergonzosos, pues no se trataba ahora de un trozo de salchichón o de una pierna de cordero lo que me torturaba en ellos, sino de grandes racimos de mujeres desnudas que se removían en el fondo de unas monumentales ollas hirvientes, en las que yo iba derramando puñados de sal. Los miembros de las mujeres burbujeaban con el aceite, en tanto que ellas no cesaban de gemir e implorar ayuda, entremezclando sus desnudeces. Pero una y otra vez aparecía en escena mi esposa, quien, al reparar en las ollas, se tapaba la nariz con asco y las echaba a rodar por tierra haciendo que de entre sus escombros escaparan serpientes de todos tamaños que trepaban a los árboles. En tal instante maldecía a mi esposa, y despertaba. Aún despierto, seguía maldiciéndola en voz alta, hasta que ella se sentaba en la cama y me pedía, con lágrimas en los ojos, que dejara ya de hablar de frituras.
El doctor parecía abrumado y recomendó a su cliente que procurara pasar por alto ciertos pormenores innecesarios. Este le pidió excusas, aunque no consiguió reprimir un leve gesto de disgusto.
—Fue todo muy bochornoso —confesó—, pues mi primera experiencia importante la llevé a cabo justamente con la sirvienta. Ocurrió una tarde que mi mujer había salido a jugar al póker. Me hallaba yo en mi despacho e hice sonar el timbre. Oí que se abría una puerta, pero nadie acudió, de momento; así que volví a llamar. Por fin escuché unos pasos, que se me hicieron eternos. Como había entrado la primavera, llevaba ella un vestido azul, muy ligero, que le dejaba los hombros desnudos. Tan luego la vi asomar a la puerta, me dije: “Parece que no ando mal de apetito”. Y le ordené que me trajese el oporto. ¿Se da usted cuenta, doctor? Deseaba prolongar aún más la espera, hacer de la espera algo realmente emocionante. Salió, para regresar a poco. Entonces se aproximó a mí, depositó la bandeja en la mesa, y la ataqué. ¡Torpe y atolondradamente, pero la ataqué!
Hubo un embarazoso silencio, que el doctor supo respetar sin un gesto.
—¡En el antebrazo? —preguntó al cabo, dando a su pregunta tal tono de gravedad que hacía ya inútil, de antemano, cualquier pronóstico posterior.
—¡En el antebrazo! —admitió el antropófago con ojos brillantes, sin captar, por lo visto, lo crítico de su situación—. Realmente era lo que prometía ser lo más suculento y lo que desde hacía varios días venía quitándome el sueño. Mordí una vez, dos, y después solté mi presa. Acaso estuviera demasiado nervioso o no supe obrar, con la suficiente energía. “¡Indecente!”, la oí chillar, como entre sueños. Supe de sobra a lo que se refería, pero no me importó el ultraje. Volví a morder una vez más, y ella repitió el exabrupto. Recuerdo que empezaron a brotarle del hombro unas gotitas de sangre, algo realmente insignificante, pero que bastó para que estallara en sollozos. Jamás vi a nadie más compungida ni con una expresión de mayor susto. No supe qué hacer. Mi situación era en alto grado comprometida y deduje que mi mujer no tardaría en conocer la historia. Esto fue lo más deprimente de todo y lo que me hizo sentirme más desventurado.
Cogí la botella de oporto y me serví. Ella se fue dando traspiés y cerró tras sí la puerta.
Aquí el doctor interrumpió a su cliente para informarse si, por esas fechas, la señora esposa del paciente sospechaba de algún modo que él era ya un caníbal.
—¡Oh, no, no! —protestó éste repetidas veces—. Ella continuó aferrada a sus viejas teorías sobre el adulterio. De ahí que, al enterarse de lo ocurrido, tomara las cosas en mal sentido y me amenazara con solicitar el divorcio. Nunca tomé en serio la amenaza, es claro, limitándome, por el contrario, a disuadirla de sus propósitos.
—Perdón —intervino el doctor, con el índice en alto—. La sirvienta, ¿fue despedida?
—¡Y de común acuerdo! —afirmó el otro—. Ahora mi mujer y yo estábamos en los mejores términos, salíamos juntos todas las tardes y, si disponía yo de tiempo, la acompañaba a hacer sus compras. También le hacía el amor con mayor frecuencia. Curiosamente, fue la época más feliz de nuestro matrimonio y, por así decirlo, la más delirante. A menudo, ensayaba yo pequeños mordiscos con ella, enteramente inofensivos, pero que la hacían reír e ilusionarse y revolverse inquieta entre mis brazos. Si he de serle franco, doctor, mi mujer no acertó ya a prescindir, en lo sucesivo, de esta clase de expansiones, sin importarle que, a la mañana siguiente, mostrara los brazos y el cuello cubiertos de cardenales. Era visto que estaba loca de amor, con sus nuevos vestidos de verano y aquellos negros cardenales, que me hacían pasar ante sus amigas por un hombre nuevo y apasionado. He de decir, a propósito, que desde entonces puso el mayor esmero en la selección de los menús caseros, pensando —estuve seguro— que el nuevo régimen de alimentación había obrado el milagro. Devorábamos juntos grandes raciones de carne y no parecía preocuparle ya gran cosa que la comiese yo de un modo u otro. Todo debía encontrarlo encantador e ingenioso, y creo firmemente que por ese tiempo me adoró. Pero dentro de mi conciencia había nacido ya la convicción funesta de que tal estado de cosas no podía tener buen fin. Esto es, que admití, ya sin reservas, que, simple y sencillamente, era yo un antropófago.
Hubo otro largo silencio, y tanto el doctor como el paciente, evitaron mirarse. Se oyó a lo lejos el silbato de una fábrica y las voces de unos niños que jugaban en un patio vecino. Con voz mucho más grave el doctor inquirió de su cliente cuáles eran, en verdad, sus intenciones con respecto a su esposa, y si ella, por unas razones u otras, llegó a sospechar que pretendía comérsela. El paciente sonrió con desgano, para explicar a continuación que, aunque sonara impropio el decirlo, su mujer constituía, en efecto, un manjar de primer orden, pese a lo cual sus intenciones no habían sido, en ningún caso, las que el médico suponía. Aunque de haberlo sido —puntualizó—, la poca perspicacia de que era dueña le habría impedido hacerse cargo de tamaña sutileza. Por sexta vez en la mañana, el doctor exclamó, balanceando la misma pierna:
—Prosiga.
Prosiguió.
—Fue el comienzo de la catástrofe, y ya no tuve el menor empacho en mostrarme desvergonzado. No me importó más el prójimo ni, por supuesto, mi esposa. Suspendí mis sesiones de amor y dejé de admirar sus vestidos. Ella reanudó sus partidas de póker y yo pasaba las tardes en casa, entregado a mis maquinaciones. Comencé a interesarme seriamente por la carne cruda y, tan luego me hallaba solo, me dirigía a la cocina, abría de par en par la nevera y me administraba lo que se dice un gran banquete. Pero aún habría de ser ésta otra etapa pasajera, pues pronto las reses me dejaron indiferente y tuve que recurrir a los parques.
—¿A los parques? —repitió el doctor inclinando la cabeza, como si se hubiera quedado sordo de improviso.
—¡Justamente, doctor! Fue algo detestable. Sentado en una banca o fingiendo descansar sobre el césped, miraba pasar a los niños, a las niñeras, a los vendedores de helados. Algo encantador y atrevido, positivamente irresistible. Y así como en otro tiempo solía pasarme las horas muertas frente a las vitrinas de las carnicerías, ocupaba hoy mi puesto en el parque, cubierto de sudor el cuerpo, en mitad de aquella algarabía incesante que me provocaba un delicioso cosquilleo en el estómago. No sé si usted me entienda, doctor —explicó en un tono más íntimo—, pero, dadas las circunstancias, todo aquello que me rodeaba ahora venía a ser, para mí, como un despliegue de mesas óptimamente servidas de las que se desprendía un subyugante olor. Aspirando este apetitoso aroma, organizaba caprichosamente mis menús, y, mientras almorzaba después en mi casa, recorría hasta en su menor detalle esos menús, sin permitir que me hablara nadie. Tal vez, sin sospecharlo, me había convertido en un maniático. Y un día me decidí. O, para ser más justo, me dejé arrastrar por la fatalidad.
Hubo una nueva interrupción, pues el médico no pareció muy convencido de la fatalidad que había arrastrado a su cliente a la consumación del delito, ya que habían sido encontrados por la policía, cerca del lugar donde se cometió el rapto, un tenedor y un cuchillo e incluso una servilleta desplegada sobre el césped, más una botella de vino. El antropófago sonrió con amargura y se contempló las manos.
—¡Simples fantasías de mi parte, doctor! ¡Simples juegos de la fantasía, puesto que supe muy bien, desde un principio, que no llegaría a utilizarlos nunca!
Pensando, probablemente, en lo difícil que le resultaría a su cliente escapar de la horca, el doctor le ofreció con deferencia un cigarrillo.
—¿Fuma usted? —preguntó. Pero el caníbal no se dio por enterado.
—Fue en la tarde del 16 de octubre y hacía un sol maravilloso. Al extremo de una calzada del parque había una frondosa glorieta, bordeada de setos. En esa glorieta —que yo frecuentaba a menudo durante mis correrías— solía apostarse, los jueves, una vieja niñera que se entretenía en bordar sobre un bastidor, una vez que había colocado a la sombra un cochecito, en el que dormía un gracioso bebé. El bebé era extraordinariamente rollizo, y yo le recordaba siempre manoteando sin cesar el aire o lanzando pequeños gritos de alegría mientras revoloteaban sobre él los pájaros. No sé si esté bien el decirlo, pero era una suculenta pieza, tras la cual se me iban los ojos desde hacía unas semanas. El vaivén del cochecito y aquellos provocativos gritos, hinchando los carrillos, me perseguían por las noches. Era algo arrebatador, en lo que no dejé de pensar ni por un momento. Aquella tarde la niñera no bordaba, sino que acababa de dormirse, con las manos sobre sus faldas. El bebé parecía también dormido, y deduje que todo estaba a punto. A lo lejos, vi pasar a un policía y me agazapé entre los setos. Después, todo fue muy simple: extendí los brazos, cogí al bebé y eché a correr por entre los árboles. No hubo el menor contratiempo ni se produjo ruido alguno que lograse despertar a la niñera. Al final de la calzada aminoré el paso, procurando conducirme como si nada. Llevaba al bebé contra mi pecho, y la gente no dejó de mirarme; pero no había nada de excepcional en ello, supongo, y todo el mundo siguió su camino. Unos minutos más tarde, subí a mi coche y lo puse en marcha.
Al llegar a este punto de su relato, el antropófago se llevó el pañuelo a la frente para enjugarse el sudor, en tanto que el doctor había apoyado los codos sobre la mesa y le observaba con suma atención, como a través del ojo de una cerradura.
—Había rentado previamente un modesto apartamento —continuó aquél— y conduje allí al bebé, depositándolo sobre una cama. Había empezado a llorar. Sin pérdida de tiempo, me dirigí a la cocina con el propósito de encender la estufa; pero había olvidado los fósforos en el parque y tuve que salir urgentemente a comprar otros. En la cocina guardaba yo, desde la víspera, todos los ingredientes imaginables, puesto que era todavía la hora en que no me había decidido por ningún estilo especial de condimento. Tenía manteca en abundancia, sal y pimienta en polvo, trufas y pepinillos en vinagre, cebollas, guisantes, zanahorias y una latita de espárragos. Mientras se calentaba el horno, me asomé un rato a la ventana. Propiamente hablando, no me encontraba nervioso, sino indeciso y hambriento. Comenzaba a oscurecer. Transcurridos los minutos de ritual, quise cerciorarme de que el horno estaba al corriente, como así fue. Entonces me encaminé a la alcoba, cogí al bebé entre mis brazos y lo desnudé. Era algo incomparable, puede creerme usted, doctor, y muy prometedor, desde luego, pues, como usted debe saber, para que un asado resulte jugoso es indispensable, ante todo, que la pieza sea lo más tierna posible, a lo sumo de seis meses o un año de edad. Había opta-do, a la postre, por un fino asado a la royal, y procedí a prepararlo. El bebé se resistía y no cesaba de llorar. En cambio, probó a sonreír con malicia cuando le coloqué en la boca un espárrago, que empezó a chupar ávidamente. Terminada mi labor, abrí el horno. El horno estaba a punto y recuerdo que me quemé un dedo. En seguida introduje allí al bebé y cerré con cautela la puerta. No le sentí llorar más. Muy pronto se esparció por la casa un olor grato y penetrante, que me obligó a recostarme en la cama. Dos o tres veces volví a la cocina y entreabrí el horno. Había empezado a dorarse y el aroma del laurel invadía ya las habitaciones. Cerré, pues, todas las ventanas, y media hora más tarde había concluido de poner la mesa. Me até la servilleta al cuello. En la mesa había una botella de borgoña y una buena ración de pan. Fue muy sensacional el momento en que deposité el asado sobre la mesa, pues, a través de los cristales de la ventana, penetraban los últimos rayos del sol, y todo se volvió, de pronto, más dorado y opíparo, más incitante. Me serví una copa de vino y la fui bebiendo a pequeños sorbos. A continuación tomé el cuchillo y procedí con el mayor cuidado a cortar la primera rebanada. Sin embargo...
Aquí el doctor, intempestivamente, interrumpió a su cliente con gesto ansioso para hacer algo que nunca jamás en su vida debería haber hecho; algo de todo punto imperdonable y de lo que inútilmente habría de arrepentirse más tarde: hizo sonar tres veces el timbre y ordenó con voz trémula a la enfermera que le trajera, a la mayor brevedad posible, un par de huevos fritos con tocino, un cochinillo al horno con ensalada, media botella de vino y un helado de vainilla. Tenía el rostro bañado en sudor y, por lo que dio a entender a las claras, acababa de perder el dominio sobre sí mismo. Eso decidió su suerte. Continuaba aún el detective su relato, y decía ahora, relamiéndose de gusto, bien seguro ya de su triunfo:
—Como le venía diciendo, doctor, comprendí que la ración seria excesiva, y fue por ello que me limité precavida-mente a cortar tan sólo unas cuantas rebanadas, a fin de guardar el resto para el día siguiente. De suerte, pues, que me levanté de la mesa y fui en busca de una segunda salsera, donde fui vertiendo el jugo que me pareció razonable.
El doctor había vuelto a recuperar, en parte, la calma y balanceaba de nuevo la pierna, sosteniendo en alto su estilo-gráfica o jugando artificiosamente con ella. Era obvio que se esforzaba ahora por borrar cualquier mala impresión que hubiera podido causarle al cliente con su intemperancia, y, aunque procuró endulzar la voz y la mirada, notábasele un tanto receloso, como sin saber muy bien a qué atenerse, pero sin sospechar, en ningún caso, lo que se le venía encima. Había echado el cuerpo atrás con desenfado y hasta probó a sonreír en algún momento; mas al reparar en que su interlocutor daba vueltas sin cesar a un botón de su chaleco, volvió a dar pruebas de una gran insensatez y le ordenó de muy mal modo que suspendiera aquel estúpido juego y prestase mayor atención a lo que decía. Obedeció el detective, sumiso, cuando al cabo de un cuarto de hora se abrió sin previo aviso la puerta y apareció en ella un policía portando una bandeja con los huevos fritos con tocino y media botella de vino. Tal vez el cochinillo no estuviera aún en su punto. El doctor se puso en pie, blanco como un cadáver, y esbozó una deplorable sonrisa de hiena; pero no intentó resistirse. Incluso, sin soltar la estilográfica, ofreció sus manos al policía para que lo esposara adecuadamente. Tenía cierta expresión canina en los ojos y mostraba, ya sin ningún disimulo, sus dientes minuciosamente afilados. El policía le cedió el paso y desaparecieron juntos.
Cumplida su brillante tarea, el detective procuró sonreír también, llevándose con cansancio el pañuelo a la frente. En seguida acercó la bandeja y olfateó los huevos fritos. El tocino parecía de primer orden. Así que, despojándose de su chaqueta, ocupó el sillón del médico, hizo a un lado el periódico y partió por la mitad un huevo, cuya yema se derramó ostentosamente, inundando el plato. Pese a todo, había una vaga melancolía en sus ojos y como un íntimo sentimiento de culpa en su conciencia. Su cargo no debió parecerle muy honroso en aquel momento. Sin embargo, mojó un trozo de pan en la yema y se repitió para sus adentros:
—¡Excelente! ¡Excelente! —y siguió comiendo.
En un triste amanecer de diciembre, cuando todavía brillaban en el cielo las últimas estrellas, el antropófago subió a la horca. Unos minutos más tarde apareció el sol en el horizonte y todo el mundo en la ciudad se encaminó a su trabajo.
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