A lo largo de mi vida, no he tenido otro vicio que los libros. Ellos han sido mi única ocupación y mi sola compañía desde que, de muy niño, me inicié con pasión en los fascinantes misterios del alfabeto. Por eso, siempre supe que la muerte me encontraría leyendo. Ocurrió hace unos meses. Era casi media noche, y yo estaba inmerso en la lectura de una novela, como hago todos los días después de cenar (las mañanas las dedico a la poesía, y las tardes, al ensayo y el teatro). Me faltaban apenas unas páginas para terminar, y tengo que confesar que estaba muy intrigado por el desarrollo de los acontecimientos. Era uno de esos momentos en los que estás deseando conocer el final, pero, por otra parte, no quieres que se acabe el libro. De repente, noté una presencia extraña en la biblioteca. No era nada que pudiera percibirse con la vista o el oído. Era más bien una sensación, como un vacío en torno a la butaca en la que me encontraba, o como un frío inte-rior, que venía de dentro, pero que yo sentía a flor de piel.
—Ha llegado tu hora —dijo entonces una voz que parecía venir de la butaca que estaba al otro lado de la mesa.
—¿Mi hora? —repliqué yo sorprendido—. Tiene que haber un error. Yo todavía soy joven.
—Nunca se es joven para morir. El tiempo es algo relativo, deberías saberlo —me contestó la voz con ironía. —Pero...
—Lo siento —me interrumpió—, ya no hay vuelta de hoja.
—En ese caso, déjeme, por favor, terminar este libro. Es lo único que le pido. Tan sólo me faltan doce páginas. Tal vez menos. Mire —le dije, mientras señalaba con el dedo índice el lugar exacto donde había interrumpido mi lectura.
—¿Y por qué habría de hacerlo? —me preguntó desafiante.
—Porque la lectura es lo único que ha dado sentido a mi vida. Es lo único que he hecho durante todos estos años, y morir así, de forma abrupta, sin haber llegado siquiera a un punto final...