I
Don Silverio, el auxiliar de la clase de segundos, tiene una hermana en Crevillente, casada con un fabricante de estera de cordelillo que está muy bien, y este año la hermana quiso obsequiar a don Silverio y le envío un pavo, color de canela, que llegó, franco de porte, el día 23 por la mañana.
Don Silverio experimentó una dulce sorpresa y al ver el pavo se le humedecieron los ojos y se le cayeron las lágrimas cuando leyó la carta siguiente:
«Mi querido Silverio: te remito el adjunto pavo para que veas que te tenemos en la memoria mi marido y yo. Es muy sanito y muy manso. Podéis comerlo con toda confianza porque está criado, como quien dice, a nuestros pechos. Como no tenemos hijos, nos encariñamos con todos los animales.
»Va pagado el porte y te incluyo el talón, juntamente con el cariño de tu hermana, Dorotea».
—¡Es muy buena! —dijo don Silverio, contemplando la carta con los ojos húmedos.
—¡Gracias a Dios que se ha acordado de nosotros! —añadió la esposa de don Silverio—. Es el primer año que nos obsequia, y no será por falta de posibles, pues dicen todos los de Crevillente ¡que gasta un lujo!…
A todo esto, el pavo, rotas las ligaduras que le aprisionaban, se había arrimado a un baúl, como si le faltaran las fuerzas, y miraba dulcemente a don Silverio y a su esposa.
—¡Qué limpio es! —exclamó don Silverio—. ¡Cómo se conoce que ha sido criado en una casa decente!
El pavo levantó la cabeza en señal de gratitud y don Silverio, que es el corazón más generoso y el hombre más sensible de este mundo, sintió que se le ponía un nudo en la garganta.
—Parece que se entera de lo que estamos diciendo. ¡Animalito! — objetó la esposa.
—¿Quién sabe? — murmuró don Silverio.
La presencia del pavo había reverdecido los recuerdos de su juventud y al contemplarlo silencioso, arrimado al cofre, acudió a su mente la imagen de Dorotea, que siempre había sido muy sosa.
—¿Sabes lo que se me ocurre? —dijo don Silverio—. Que este pavo se parece a alguien de mi familia.