El diablo es vicioso, grandemente vicioso; y dentro de su impuro ser no hay vicio que no llegue a la plenitud. Porque de no ser así, no sería el diablo un diablo completo, sino un diablo a medias.
De donde resulta, que el diablo es jugador y, por añadidura, jugador tramposo: pudiéramos decir que es el gran tahúr de los abismos.
El diablo es, además, envidioso, porque en su perverso seno se agitan todas las malas pasiones. Y en él la envidia es infinita: como que envidia al cielo y a los que en él moran. Si sus envidias fueran vulgares no pasaría de ser un pobre diablo: cualquier pobre diablo es envidioso.
Y he aquí por qué en estos días de navidad se exacerban las torturas que constantemente sufre el espíritu de las tinieblas.
Envidia las santas alegrías de la nochebuena, y hasta envidia los más vulgares regocijos y las emociones más vulgares de este día, único en el año, porque es el único en que se sabe de fijo que ha de tener una buena noche.
Y como el diablo es jugador y el diablo es envidioso, una de las cosas que más le revuelven las infernales entrañas es la lotería de navidad.
El diablo quisiera tener su lotería con su gremio gordo y hasta con sus aproximaciones.
Después de mucho pensarlo —porque el diablo no escarmienta y tiene todavía la fatal manía de pensar—, decidió que su deseo de tener una lotería propia llegase hasta el trono del Altísimo; y para ello quiso ponerse en comunicación con un ángel que allá, en tiempos mejores, cuando él era ángel todavía y de los más hermosos, había sido gran amigo suyo.
Era el amanecer de un día de otoño. La noche iba recogiendo sus velos; el oriente se teñía con las tintas rosadas de la aurora; pero el tiempo estaba revuelto; y allá, en los confines del horizonte por donde el sol asoma, oscuros nubarrones estaban en contacto casi con neblinas rosadas; la sombra y la luz se tocaban en la indecisa frontera del crepúsculo matutino.
Bien sabía el diablo dónde encontrar al ángel, y a través del firmamento, todavía oscuro, tendió su vuelo, azotando con alas de murciélago las densas nubes, que por todas partes se extendían, llegando de este modo al fin de las tinieblas.
En el borde de la última nube sombría se acurrucó, y en la primera nube de color de rosa que estaba más allá, vio al ángel, su amigo, aleteando en plena luz y bañando en oro y grana sus blanquísimas alas.