Tales of Mystery and Imagination

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Iván Olmedo: La última visita




Para los ocho avalonios

Desde la autopista se veía, allá abajo, una extensión enor­me de retales coloreados de pardo y verde oscuro; campos de cultivo y huertas trabajadas cada día por manos incansa­bles, un inmenso terreno despejado donde el viento era único amo y señor. Solamente los cuervos tenían su permi­so para surcar aquel cielo vasto que envolvía las tierras. Muy al fondo, apartado de la vista, un río recorría con pere­za su camino eterno, regalando sus aguas a la magnífica plantación de kiwis que los agricultores habían ubicado insto al lado de la ribera. Los cuervos, que jugueteaban complacidos en alas del viento, caían una y otra vez, sin éxito, sobre las redes de nylon de color oscuro que separa­ban las enredaderas para protegerlas de sus ataques.
Entre tanta tierra fértil se alzaba la casa de dos plantas. Rectilínea, sobria, carente de alardes arquitectónicos que desviaran la atención de su elemental señorío, tenía la apariencia de un artilugio extraterreno que hubiera caído de los cielos en una noche de estrellas, golpeando el suelo con tuerza y hundiendo sus cimientos en la espalda del mundo. Para llegar hasta la casa, el camino consistía en una carreterita de piedras y tierra reseca, no muy ancha, que discurría con varios quiebros innecesarios a través de los cam­pos. Ese camino pasaba justo por delante de la puerta prin­cipal, y continuaba hasta morir a orillas del río indolente. Eran las tres de la tarde. Arreciaba el viento; golpeaba el sol. Frente a la fachada marrón y ocre, deteriorada por los míos de descuido, estaban aparcados un utilitario, a la som­bra del cobertizo, una furgoneta de color blanco y un coche negro, estilizado, invadido por el polvo del viaje a través de la cicatriz que marcaba los campos. Salvo el murmullo de hojas que el viento arrancaba de los árboles lejanos y algún ocasional graznido de frustración, el silencio era total.

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