Para los ocho avalonios
Desde la autopista se veía, allá abajo, una extensión enorme de
retales coloreados de pardo y verde oscuro; campos de cultivo y huertas
trabajadas cada día por manos incansables, un inmenso terreno despejado donde
el viento era único amo y señor. Solamente los cuervos tenían su permiso para
surcar aquel cielo vasto que envolvía las tierras. Muy al fondo, apartado de la
vista, un río recorría con pereza su camino eterno, regalando sus aguas a la
magnífica plantación de kiwis que los agricultores habían ubicado insto al lado
de la ribera. Los cuervos, que jugueteaban complacidos en alas del viento,
caían una y otra vez, sin éxito, sobre las redes de nylon de color oscuro que
separaban las enredaderas para protegerlas de sus ataques.
Entre tanta tierra fértil se alzaba la casa de
dos plantas. Rectilínea, sobria, carente de alardes arquitectónicos que
desviaran la atención de su elemental señorío, tenía la apariencia de un
artilugio extraterreno que hubiera caído de los cielos en una noche de
estrellas, golpeando el suelo con tuerza y hundiendo sus cimientos en la
espalda del mundo. Para llegar hasta la casa, el camino consistía en una
carreterita de piedras y tierra reseca, no muy ancha, que discurría con varios
quiebros innecesarios a través de los campos. Ese camino pasaba justo por
delante de la puerta principal, y continuaba hasta morir a orillas del río
indolente. Eran las tres de la tarde. Arreciaba el viento; golpeaba el sol.
Frente a la fachada marrón y ocre, deteriorada por los míos de descuido,
estaban aparcados un utilitario, a la sombra del cobertizo, una furgoneta de
color blanco y un coche negro, estilizado, invadido por el polvo del viaje a
través de la cicatriz que marcaba los campos. Salvo el murmullo de hojas que el
viento arrancaba de los árboles lejanos y algún ocasional graznido de
frustración, el silencio era total.