La victoria obtenida violentamente equivale a la derrota.
Mohandas Karamchand Gandhi
Es una de las plazas más miserables del país. Algunos arbustos polvorientos y enfermos la aíslan ilusoriamente del tráfico violento y sucio de cuanto vehículo motorizado necesita acortar camino entre la gran arteria oeste y el centro de la ciudad. Hay una fuente.
Ya hace muchos años que el agua desistió de su intento de pasar por esas cañerías oxidadas y roídas por las ratas. La estatua de la Virgen está tan deteriorada que ya nadie sabe lo que representa y los que podrían saberlo están todos muertos y pudriéndose en sus tumbas.
Hay también unos pocos bancos de madera que la municipalidad pintó de verde para celebrar el triunfo de la segunda guerra mundial. Y un árbol. Un plátano débil y apestado que en los días de ventolera y nevazones se afirma al poste de la luz para no caerse de bruces al barro. Así como caen los numerosos borrachos, las prostitutas y los narcómanos que llegan desde la madrugada para inyectarse con heroína y beber fanta con alcohol para quemar.
El Barba no era alcohólico ni drogadicto, pero su violenta chasca blanca y su barba sin fronteras siempre le dio aspecto de indigente a este viejo jubilado que vivía para sacar a pasear al perro del almacenero, ayudar a viejas y viejos a cruzar la calle y repartir sonrisas y comentarios amistosos al mundo entero.
El Barba había vivido en ese barrio toda su vida. Era más conocido que el alcalde y muy querido por los vecinos. Cuando el lunes 22 de octubre de 1990 algo parecido a un sol pudo desenredarse del espeso smog matinal y asomarse finalmente por los tejados, nadie habría sospechado que el día traía consigo la muerte violenta y absurda del Barba. Era un lunes cualquiera. Los dos teléfonos públicos amanecieron como siempre arrancados de cuajo, dos empleados de la vidriería estaban reparando las vitrinas destrozadas a piedrazos la noche del domingo, gente apurándose a codazos para alcanzar el autobús, comerciantes abriendo sus supermercados violados por los delincuentes de siempre y la infaltable tropa de vagos alcohólicos en la plaza, entre los cuales está Martín, 25 años de edad, bebedor de aguardiente y a veces marihuanero, uno de los principales testigos de la muerte del Barba.
Como de costumbre Martín había llegado a plaza a las seis de la mañana:
"Andaba más planchado que un pez lenguado y seco en mi garganta y mi alma. La única manera de chupar o fumar algo es ser invitado, pero nadie lo hizo, así que anduve sobrio y con terribles abstinencias todo el día... ¡Día de mierda!