A Cecilia, Rodrigo y
Gonzalo,
los niños
monstruólogos de Sarriá.
Duérmase mi niña,
que ahí viene el
coyote;
a cogerla viene
con un gran garrote...
a cogerla viene
con un gran garrote...
CANCIÓN INFANTIL
MEXICANA
I
"No le molestaría, Navarro, si Dávila y Uriarte
estuviesen a la mano. No diría que son sus inferiores -mejor dicho, sus
subalternos- pero sí afirmaría que usted es primus
inter pares, o en términos angloparlantes, senior partner, socio superior o preferente en esta firma, y si le
hago este encargo es, sobre todo, por la importancia que atribuyo al asunto..."
Cuando, semanas más tarde, la horrible aventura terminó,
recordé que en el primer momento atribuí al puro azar que Dávila anduviese de
viaje lunamielero en Europa y Uriarte metido en un embargo judicial cualquiera.
Lo cierto es que yo no iba a marcharme en viaje de bodas, ni hubiese aceptado
los trabajos, dignos de un pasante de derecho, que nuestro jefe le encomendaba
al afanoso Uriarte.
Respeté -y agradecí el significativo aparte de su
confianza- la decisión de mi anciano patrón. Siempre fue un hombre de
decisiones irrebatibles. No acostumbraba consultar. Ordenaba, aunque tenía la
delicadeza de escuchar atentamente las razones de sus colaboradores. Sin embargo,
a pesar de todo lo dicho, cómo iba yo a ignorar que su fortuna -tan reciente
en términos relativos, pero tan larga como sus ochenta y nueve años y tan
ligada a la historia de un siglo enterrado ya- se debía a la obsecuencia política
(o a la flexibilidad moral) con las que había servido -ascendiendo en el
servicio- a los gobiernos de su largo tiempo mexicano. Era, en otras palabras,
un "influyente".
Admito que nunca lo vi en actitud servil ante nadie,
aunque pude adivinar las concesiones inevitables que su altiva mirada y su ya
encorvada espina debieron hacer ante funcionarios que no existían más allá de
los consabidos sexenios presidenciales. Él sabía perfectamente que el poder
político es perecedero; ellos no. Se ufanaban cada seis años, al ser nombrados
ministros, antes de ser olvidados por el resto de sus vidas. Lo admirable del
señor licenciado don Eloy Zurinaga es que durante sesenta años supo deslizarse
de un periodo presidencial al otro, quedando siempre "bien parado".
Su estrategia era muy sencilla. Jamás hubo de romper con nadie del pasado
porque a ninguno le dejó entrever un porvenir insignificante para su pasajera
grandeza política. La sonrisa irónica de Eloy Zurinaga nunca fue bien entendida
más allá de una superficial cortesía y un inexistente aplauso.