El salón estaba obscuro, muy obscuro. Los espejos cegados por la obscuridad no reflejaban en sus colosales pupilas los buques chinos de marfil, los dorados muebles, las sedosas cortinas, ni las caprichosas licoreras y chucherías que adornaban los chineros.
En la puerta del salón, como dos hujieres medievales, estaban reflexionando, de pie sobre sus pedestales de mármol, envueltos en la gasa intangible de las tinieblas, Dante, en su actitud hierática, con el dedo sobre los labios, y Petrarca recostado sobre su lira. La araña como una inmensa plomada de cristal, se descolgaba largamente del techo, y cada vez que un carruaje estremecía el salón, con su escandaloso rodar sobre las piedras de la calle, interrumpía el silencio con el tintineo de sus prismas sonoros. El riquísimo Pleyel, abierta su bocaza de madera, reía sin ruido haciendo jugar sobre su larga hilera de dientes ese átomo de luz que siempre existe disuelto en toda obscuridad. Parecía una inmensa cabeza de hotentote risueño. Lejanos relojes daban campanadas cuyos ecos se colaban por las junturas de puertas y ventanas, y resbalando sobre la alfombra de Bruselas iban a perderse en las demás habitaciones. Luego... nuevamente el silencio.
Dieron las tres, y una de las puertas se entreabrió y penetró en el salón una sombra, lentamente, arrastrándose como un gnomo curioso que caminaba con precaución para no hacer ruido. Subió al piano, y caminando sobre el teclado, produjo una escala imperfecta. Probablemente le disgustó al gnomo su poco disposición para la música, porque inmediatamente se alejó y fue a esconderse a uno de los sillones.
Poco después se estremeció el aire encajonado del salón con unos ruidos extraños que venían del sitio en que se había ocultado el gnomo: un frou-frou constante y desesperado, sollozos ahogados, gritos de dolor que se revolvían en un gruñido sordo. Se hubiera creído que el gnomo, herido de muerte, se revolcaba sobre la seda en una agonía lenta y dolorosa.
Dante hundió su mirada de águila en la obscuridad y Petrarca levantó la cabeza; pero no se veía nada. El sillón estaba a sus espaldas, y en la imposibilidad de ver, volvieron a su actitud meditabunda.
En la habitación contigua una muchacha, rubia como los trigos, estaba en un lecho adornado con angelitos, temblando de miedo. Se despertó a los gritos del piano mortificado con las pisadas del gnomo.
—¡Oh, Dios mío! —pensó—; ladrones.
Y se quedó fría, inmóvil, conteniendo la respiración, sin atreverse a hacer el menor movimiento para no atraer la atención de los ladrones. ¡Si se movía, la matarían para que no avisase!
De pronto llegó a sus oídos un prolongado gemido, extrahumano, como los que la imaginación popular supone que salen de los labios de las almas en pena. La muchacha se estremeció, presa de indecible espanto; quiso gritar: