Esa mañana se levantó con la decisión tomada: la mataría.
No había pegado un ojo en toda la noche, yendo y viniendo entre la habitación y la cocina. Litros de café habían colaborado malamente en acentuar aquél insomnio que lo acosaba desde hacía varias semanas. Su salud se resentía cada vez más aceleradamente y en uno de los pocos momentos de lucidez que se colaban entre sus desquiciados pensamientos, comprendió que no podría continuar de esa forma por más tiempo.
Tanto la había amado como ahora la odiaba; aunque había momentos en que no llegaba a discernir uno y otro sentimiento.
Volvió a abrir todos y cada unos de los mails intercambiados, visitó su blog y su muro de Facebook; releyó sus últimas subidas a Twitter y se quedó varias horas observando su fotolog.
No me quedan alternativas, concluyó. Solo su muerte aliviaría en algo todo ese dolor que ahora sentía.
Se habían conocido casi de casualidad por un comentario de ella en el Facebook durante un intercambio no demasiado serio sobre un tema aún más nimio; un “me gusta” en uno en especial y el consiguiente “pedido de amistad” rápidamente aceptado. Ir de inmediato a su perfil y mirar antes que nada las fotos: no estaba para ganar un concurso de belleza, pero tenía algo que lo atrajo de inmediato, aunque en “información” no había demasiadas coincidencias en gustos musicales, autores preferidos ni películas favoritas.
Comenzaron con un par de mensajes privados, intercambio de mails y luego a chatear varias veces al día. Acentuaron las coincidencias y fueron raleando todo comentario sobre lo que los diferenciara. Finalmente, se enamoraron.