Tales of Mystery and Imagination

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Salvador Garmendia: Difuntos y volátiles

Salvador Garmendia


No hay que tenerles miedo a los muertos -decía mi tía Hildegardis, y me golpeaba el coco con su uña larga, toda verde, que parecía bañada de esperma. (Como era encuadernadora olía a tarro de cola y a simiricuiri y tenía las manos de cuero viejo, engrudadas; de lejos, con su giba, parecía un hombrecito agachado). Pero yo sabía que al entrar al cuarto empezaría a volverse humo; el humo negro y fuerte le salía por debajo del camisón, por las orejas y le llenaba el pelo.
Ella sabía ocultarlo a los demás; aunque no sé por qué conmigo se confiaba menos de lo prudente en estos casos, hasta el punto de hacerme creer que su aparente descuido era intencional: si andaba debajo del mesón del taller reuniendo recortes de papel lustrillo, le miraba los pies colgando del travesaño de la silla, tan pequeños en sus chancletas de cocuiza, abrigados por unas medias de lana mohosas; me acercaba hasta tocarlos con la respiración y veía desprenderse el humo de aquellas pelotas de trapo; un humito incipiente, descolorido, que flotaba sin fuerzas.
Gateando, pasaba por debajo de las camas. Nunca podría salir al otro extremo del túnel, aquel foso sin viento apretado de olores de gente, olores vivos y profundos como si entrara bajo los vestidos de los mayores y fuera hacia un lugar oscuro lleno de cosas descompuestas. Perdía fuerzas y un sueño vaporoso me tendía boca abajo en los ladrillos, la mejilla en el polvo. Las voces de la gente sobresalían de un ruido muy lejano y perenne como el asiento o el ripio del mundo, que no tenía fin.
Unas caras sin vida, sin calor, de toda una familia desconocida que tenía poder sobre la casa, ocupaban los barrotes de las ventanas o asomaban con tristeza el entrecejo por encima del borde de las mesas. La niña Carmelita, cuando no buscaba cosas en las gavetas o caminaba por el patio, se iba a encerrar con llave en su cuarto. Los techos eran altos, de caballete. Trepado a la ventana, la miraba por un agujero. Ella ya no estaba en tierra: parecía una vela con su batola blanca, colgada del copetito, a mucha distancia del suelo. Así iba llegando la noche. Se oían chocar los cascos en el zaguán, y la esposa de mi tío, aquella mujer blanca y callada, salía a abrir el anteportón.

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