Hoy en día no resulta difícil para una estudiante obtener unos ingresos extra dedicándose a cuidar niños algunas noches por semana. Hay matrimonios jóvenes que no renuncian a salir al cine o al teatro y necesitan de vez en cuando de los servicios de lo que en argot se denominan «canguras». Generalmente el trabajo no tiene complicaciones, salvo cuando se trata de niños difíciles, y si eso ocurre basta con tachar de la lista la casa en cuestión. Pero, cuidado, porque también podéis encontraros con casos especiales que en un principio parecen no ofrecer dificultad: un angelote rubio que duerme como un tronco en su cunita justamente hasta que sus padres abandonan el piso, y entonces, sólo entonces, se despierta y se le ocurre pedir pipí, agua, un caramelo y caprichos que en otras circunstancias no se le hubieran antojado. Si alguna se topa con un asunto de estos es seguro que ya no se podrá seguir en paz la película de la televisión, o mantener una mínima continuidad en la sesión de achuchones con el amigo de turno, que generalmente llega una vez que el matrimonio ha abandonado el piso.
Saber qué casa es recomendable o cuál debe ser cuidadosamente evitada es algo que acaba intuyéndose a base de experiencia. Pero ni las más avezadas «canguras» pueden asegurar que no va a surgir un imprevisto que les amargue la noche. Se cuentan casos como el del matrimonio que desapareció sin dejar rastro, abandonando a su hijo en manos de su cuidadora (y, lo que es peor, sin haber abonado sus servicios), o el de la que tuvo que habérselas con un subnormal de quince años que pretendía ejecutar con su colaboración actos que, por otra parte y a todas luces, deberían ser considerados normales.
Sea como fuere, y descartando cualquier ánimo moralizador, sirva el relato de esta verídica historia para advertencia de las intrépidas «canguras» que se comprometen, quizá demasiado alegremente, en una tarea que, lejos de resultar cómoda, puede convertirse a veces en algo sumamente inquietante.