Tales of Mystery and Imagination

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Pedro Montero (bajo el sobrenombre P. Martín de Cáceres): El bebé sin nombre



Hoy en día no resulta difícil para una estudiante obtener unos ingresos extra dedicándose a cuidar niños algunas noches por semana. Hay matrimonios jóvenes que no renuncian a salir al cine o al teatro y necesitan de vez en cuando de los servicios de lo que en argot se denominan «canguras». Generalmente el trabajo no tiene complicaciones, salvo cuando se trata de niños difíciles, y si eso ocurre basta con tachar de la lista la casa en cuestión. Pero, cuidado, porque también podéis encontraros con casos especiales que en un principio parecen no ofrecer dificultad: un angelote rubio que duerme como un tronco en su cunita justamente hasta que sus padres abandonan el piso, y entonces, sólo entonces, se despierta y se le ocurre pedir pipí, agua, un caramelo y caprichos que en otras circunstancias no se le hubieran antojado. Si alguna se topa con un asunto de estos es seguro que ya no se podrá seguir en paz la película de la televisión, o mantener una mínima continuidad en la sesión de achuchones con el amigo de turno, que generalmente llega una vez que el matrimonio ha abandonado el piso.

Saber qué casa es recomendable o cuál debe ser cuidadosamente evitada es algo que acaba intuyéndose a base de experiencia. Pero ni las más avezadas «canguras» pueden asegurar que no va a surgir un imprevisto que les amargue la noche. Se cuentan casos como el del matrimonio que desapareció sin dejar rastro, abandonando a su hijo en manos de su cuidadora (y, lo que es peor, sin haber abonado sus servicios), o el de la que tuvo que habérselas con un subnormal de quince años que pretendía ejecutar con su colaboración actos que, por otra parte y a todas luces, deberían ser considerados normales.

Sea como fuere, y descartando cualquier ánimo moralizador, sirva el relato de esta verídica historia para advertencia de las intrépidas «canguras» que se comprometen, quizá demasiado alegremente, en una tarea que, lejos de resultar cómoda, puede convertirse a veces en algo sumamente inquietante.

Pedro Montero: Diabólica advertencia



Cuando las casas se quedan vacías, cuando la última persona de la familia sale a la calle y cierra la puerta tras sí, ellos tienen su oportunidad. Se desprenden de las paredes silenciosamente y se van sentando en torno a la mesa camilla hundiendo sus pies en las ascuas del brasero, con la vana esperanza de calentar sus cuerpos yertos. Cuando los vivos se van a sus quehaceres y los otros van llegando y descansan un instante en su vagar eterno, el pájaro se retira tembloroso al fondo de su jaula y queda mudo, el gato se estrella repetidas veces contra el cristal de la ventana y acaba por refugiarse en un rincón hecho un ovillo, los perros aúllan de esa manera tan particular y fúnebre, y los peces, si los hay, desorbitan sus ojos y se quedan entre dos aguas sigilando su propio silencio. Por eso, si sois los últimos en abandonar la casa y advertís que se os ha olvidado algo, haríais bien en no volver a entrar, pero si acaso las circunstancias os obligaran a hacerlo, introducid ruidosamente la llave en la cerradura, llamad al timbre, aunque sepáis que no hay nadie, y entrad silbando. De lo contrario ellos podrían verse sorprendidos y vosotros seríais los únicos en sufrir las horrendas consecuencias por haber interrumpido tal género de reunión. Esta advertencia que acabo de hacer sólo reza para las casas antiguas, aquellas en las que ha fallecido más de una persona. Si ese es vuestro caso no seáis imprudentes. Obrad tal y como acabo de advertiros, y si es invierno dejad el brasero encendido. Cuesta tan poco ilusionar a los que ya están para siempre desilusionados... Encerrad al gato en una habitación y poned el capuchón a la jaula del pájaro y, si os es posible, circunstancialmente, dejad sobre la mesa camilla un recipiente con un poco de sangre.

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