Tales of Mystery and Imagination

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Pedro Montero: Diabólica advertencia



Cuando las casas se quedan vacías, cuando la última persona de la familia sale a la calle y cierra la puerta tras sí, ellos tienen su oportunidad. Se desprenden de las paredes silenciosamente y se van sentando en torno a la mesa camilla hundiendo sus pies en las ascuas del brasero, con la vana esperanza de calentar sus cuerpos yertos. Cuando los vivos se van a sus quehaceres y los otros van llegando y descansan un instante en su vagar eterno, el pájaro se retira tembloroso al fondo de su jaula y queda mudo, el gato se estrella repetidas veces contra el cristal de la ventana y acaba por refugiarse en un rincón hecho un ovillo, los perros aúllan de esa manera tan particular y fúnebre, y los peces, si los hay, desorbitan sus ojos y se quedan entre dos aguas sigilando su propio silencio. Por eso, si sois los últimos en abandonar la casa y advertís que se os ha olvidado algo, haríais bien en no volver a entrar, pero si acaso las circunstancias os obligaran a hacerlo, introducid ruidosamente la llave en la cerradura, llamad al timbre, aunque sepáis que no hay nadie, y entrad silbando. De lo contrario ellos podrían verse sorprendidos y vosotros seríais los únicos en sufrir las horrendas consecuencias por haber interrumpido tal género de reunión. Esta advertencia que acabo de hacer sólo reza para las casas antiguas, aquellas en las que ha fallecido más de una persona. Si ese es vuestro caso no seáis imprudentes. Obrad tal y como acabo de advertiros, y si es invierno dejad el brasero encendido. Cuesta tan poco ilusionar a los que ya están para siempre desilusionados... Encerrad al gato en una habitación y poned el capuchón a la jaula del pájaro y, si os es posible, circunstancialmente, dejad sobre la mesa camilla un recipiente con un poco de sangre.



David recogió los libros, los guardó en la carpeta de plástico y se puso el abrigo. Apagó la luz del comedor y a tientas avanzó por el pasillo hasta la puerta del piso. Recorriendo la pared con la mano dio con las llaves colgadas de un clavo próximo al marco. Todavía no había logrado acostumbrarse a este tipo de exploraciones en la oscuridad; uno nunca sabe con lo que puede toparse: una araña, un saltamontes perdido... o quizás otra mano que se aferra a la nuestra. Abrió la puerta y, dirigiéndose hacia el interior de la casa, gritó: .?¡Hasta luego! Mientras echaba la llave pensó que la despedida había sido inútil. No quedaba nadie en el piso, pero había sentido la necesidad de decir adiós, quizás a los muebles, seguramente al perro, se dijo. Mowgly corrió hacia la puerta y arañó repetidas veces la madera, aullando lastimeramente. Volvió sus acuosos ojos hacia el interior del piso y de una carrera se refugió en la cocina. Su cerebro irracional alcanzaba a comprender que a ellos no les interesaban los alimentos encerrados en aquel mueble alto, blanco y frío. Había que esconderse en el lugar más gélido posible. La situación ideal era la covacha húmeda encima de la cual se encontraban las pilas del fregadero; lo malo era que desde allí se veía parte del comedor y no había ni que pensar en cerrar la puerta: estaba bien sujeta con una cuña de madera en previsión de las corrientes. Levantó el hocico, olisqueando el aire, y vio al pájaro en su jaula en un rincón de la otra habitación. Flosy no había vuelto a cantar desde que ellos visitaban la casa; los trinos se quebraban en su diminuta garganta y sólo emitía un ronco silbido, cuyo eco desconcertaba al propio pájaro. Mowgly extendió las patas delanteras e hizo reposar su hocico sobre el suelo húmedo. Permaneció así durante un buen rato con la esperanza de que esta vez nada ocurriría, pero cuando iba quedándose medio dormido se oyó un aleteo en la jaula de Flosy, y una vibración que fue convirtiéndose en grave rumor comenzó a inundar la casa, acompañada de un zumbido que hacía temblar las paredes.
Cuando David regresó eran ya cerca de las doce. Lucas y él habían decidido quedarse a estudiar gran parte de la noche, lo que significaba más o menos hasta la una y media. .?Esta habitación está congelada .?comentó David. .?Huele a humedad .?señaló su compañero. .?Cuando no estoy no me gusta dejar el brasero encendido. ¡Mowgly! .?llamó. El perro salió de la cocina parsimoniosamente y con el rabo entre piernas. Sus grandes ojos se enrojecían en el lagrimal y le daban un aire de profunda tristeza. Al ver a su amo movió ligeramente el rabo, como por compromiso, y sin más ceremonias se acurrucó junto al brasero que David acababa de encender. .?No sé lo que le pasa a este perro .?dijo David.?; cada día está más mustio. Como esas plantas .?añadió señalando unas macetas. Flosy emitió un trino afónico. .?¡Greg! .?remedó Lucas.?. Eres un pájaro estúpido. .?Y se sentó en una butaca. .?¡Oh, Dios mío! ¡Qué asco! .?exclamó casi acto seguido, poniéndose en pie de un salto y señalando con el dedo el asiento.?. ¡Gusanos! ¿Es broma? .?preguntó David. Pero no lo era. Por el almohadón que servía de asiento al sillón se arrastraban tres o cuatro gusanos blancuzcos y gordos. Haciendo ascos, David tomó el cojín y fue a sacudirlo en el inodoro; luego tiró de la cadena con tal fuerza que estuvo a punto de desprenderla. .?Lo siento, chico .?se excusó.?. No me explico de dónde pueden haber salido. .?No importa; de la fruta, de las ramas de esos árboles... Cerca de las tres menos cuarto los dos amigos se miraron, significándose mutuamente que tampoco era cosa de cometer excesos, y casi al unísono cerraron aparatosamente sus libros, proporcionando un susto suplementario a Flosy, que revoloteó dentro de su jaula. David propuso a su compañero que se quedara a pasar la noche en el piso; de esta forma podrían levantarse un rato antes y repasar los temas más difíciles. Lucas vaciló en principio, pero una ojeada a través de la ventana a la cruda noche invernal fue suficiente para que aceptara el ofrecimiento de su amigo. .?Puedes acostarte aquí .?indicó David, abriendo una puerta.?. Era el cuarto de la abuela. La alcoba no tenía ventanas al exterior, y la única luz que recibía era la que se filtraba a través de los cristales esmerilados de la puerta que daba al comedor. La decoración era recargada, casi asfixiante. Pesados cortinones parecían albergar en su interior, a juzgar por sus pliegues y abultamientos, una raza de seres deformes. Un vetusto armario de luna ocupaba todo un lienzo de pared, y su inmenso espejo devolvía las imágenes desfiguradas y contrahechas. Sobre una mesilla y armario bajo podía verse toda una exhibición de estampas y cuadros de arte sacro, y al lado de las pinturas había una colección de palmatorias de cristal todavía con restos de cera. El conjunto estaba presidido por una horrorosa y monumental reproducción de la Resurrección de Lázaro, de Van der Wyener, que colgaba de la pared frontera al lecho. Cristo, en una actitud hierática, ocupaba el centro de la pintura; a su derecha Marta y María, con el resto de los asistentes al prodigio, contemplaban con gesto de asombro el milagro narrado en el Nuevo Testamento. Toda la parte izquierda del lienzo estaba destinada al que volvía de entre los muertos. Lázaro, envuelto en un sudario y con el rostro cubierto por una palidez cadavérica, fijaba su profunda mirada no en el Maestro ni en sus familiares, sino en cualquiera que entrase en el dormitorio, no importaba la posición que ocupara en la estancia. A Lucas no pareció agradarle la idea de dormir bajo la mirada de un resucitado, pero no hizo ningún comentario. .?Todo está igual que como ella lo dejó al morir. En esta cama murió el abuelo, y a los pocos meses ella. Pero no te preocupes .?dijo David sonriente.?. He cambiado las sábanas. .?Está bien. Me muero de sueño .?aseguró Lucas, deseando caer rápidamente en el más profundo de los sopores.?. ¿Me llamarás?
David aseguró que así lo haría, y abandonó la habitación cerrando la puerta tras él. Lucas comenzó a desnudarse de espaldas al cuadro; abrió la cama, cuyas sábanas aparecían inmaculadamente blancas, y se dispuso a entrar en el lecho. La mirada de Lázaro era ominosa. Sin duda se trataba de una ilusión óptica debida a la fatiga, pero le había parecido que la figura de Cristo había vuelto ligeramente la cabeza y le había mirado de soslayo. Antes de apagar la luz advirtió que había algo debajo de la almohada que producía un abultamiento molesto. Un pijama, pensó. Tanteó bajo el cabezal y sus dedos tocaron algo frío y resbaladizo. No se trataba de una prenda de hombre, sino de un camisón; por lo menos así lo creía, aunque provisto también de una especie de capucha para la cabeza. La hechura de la vestimenta tenía evidentes semejanzas con el sudario de Lázaro. Hizo un lío con la prenda y la arrojó sobre una butaca, oprimiendo acto seguido la pera que remataba el cordón eléctrico. La habitación quedó a oscuras, pero al cabo de un momento, cuando los ojos de Lucas se fueron acomodando, observó que la oscuridad no era tal, por lo menos no absoluta. A través de la puerta acristalada penetraba un leve resplandor, que a su vez procedía de la ventana del comedor, con tal fatalidad, que la mayor parte de aquella luz incidía en el espejo, el cual la enviaba hasta la reproducción de Van del Wyener. La figura de Lázaro emergiendo del sepulcro adquiría, merced a aquella fantasmal iluminación, tonos de horripilante pesadilla. Sus ojos permanecían fijos en los de Lucas, y para colmo su mano derecha parecía salirse del cuadro, señalando algo blanquecino que yacía arrebujado sobre un sillón del dormitorio. Lucas se durmió casi al instante y su sueño estuvo poblado de pesadillas. Vio cómo del sepulcro de Lázaro emergía toda una procesión de gentes con sus cuerpos horrendamente carcomidos por la putrefacción y los gusanos. Cristo volvía de vez en cuando la cabeza y le miraba como diciéndole: «¿Quieres ser de los míos?» Después, las santas mujeres Marta y María descendían del cuadro y, despojando a Lázaro de su sudario, cubrían con él a Lucas, que notaba por su cuerpo un hormigueo como de gusanos arrastrándose. En cierto momento sintió sobre sus piernas una gran presión, como si alguien se sentase sobre ellas. Tan vívida fue la sensación que se despertó sudando. El cuarto estaba ahora a oscuras. La luna había cambiado de posición, y su luz, tamizada por los cristales de la puerta, ya no incidía en el espejo. Lucas no se atrevió a moverse. Sobre sus piernas continuaba notando el peso de algo que le impedía efectuar el menor desplazamiento. La opresión fue subiendo por todo su cuerpo hasta que se aposentó en su pecho, presionándole de tal forma que le impedía respirar. La sensación de ahogo fue aumentando hasta que se hizo insoportable. Lucas hizo acopio de todas sus fuerzas y, con el resto del aire que le quedaba en los pulmones, lanzó un espantoso alarido. David abrió la puerta de la habitación y se quedó mirando a su compañero unos instantes. .?He... he debido... Ha sido una pesadilla. Lo siento. ¿Te he despertado? .?Ya estaba levantado .?dijo David.?. Son las ocho. ¿Has tenido frío? .?preguntó a su amigo, y abandonó la habitación. Lucas no comprendió el sentido de la pregunta hasta que hizo un esfuerzo para tirarse de la cama. Algo obstaculizaba sus movimientos, algo frío y resbaladizo. Lázaro parecía contemplarle ahora con una mirada más cálida. Lucas se vio reflejado en el espejo y advirtió que llevaba puesto aquella especie de sudario que la noche anterior encontrara bajo la almohada. .?A decir verdad la abuela estaba medio chiflada .?explicó David mientras desayunaban.?. Ella y su marido eran adeptos a una especie de remota religión que prometía la vida eterna, la resurrección o algo por el estilo. Al parecer la cosa viene de antiguo. Los abuelos de mis abuelos ya la practicaban, pero a ninguno le dio resultado por lo que se ve. Mi abuela se empeñó en hacerse un camisón como el sudario que viste Lázaro en ese cuadro y quiso que la enterráramos con él, pero mi madre no lo consintió. Creo recordar que el rostro de Jesús no es el del cuadro original; mi bisabuela fue describiéndoselo al copista y él lo pintó al dictado. Sabe Dios quién será. Cosas de locos; la familia de mi abuela lo daba de aquí .?explicó David señalando su sien con el índice.?. Todos están muertos y bien muertos. Cuando los dos amigos abandonaron la casa, Flosy se acurrucó en un rincón de su jaula y escondió la cabeza bajo un ala. Mowgly huyó a la cocina y se cobijó debajo del fregadero. Una nube ocultó el sol de la mañana invernal y las flores de las plantas de geranio se cerraron como si se aproximara el crepúsculo. Una especie de temblor subterráneo, un vibración de tonos graves fue invadiendo la casa desde el dormitorio de la abuela. El imperfecto espejo del armario no enviaba ahora ningún reflejo hacia el cuadro de Lázaro, pero el lienzo comenzó a desprender una extraña fosforescencia. La leve sonrisa de las santas mujeres pareció acentuarse. La aureola que rodeaba la cabeza del Maestro vibraba como un arco voltaico. La mirada de Lázaro se hizo más profunda y su palidez más intensa. La expresión de terror de algunos samaritanos asistentes al milagro aumentó considerablemente. De pronto todo el cuadro se animó. Las hermanas del resucitado se arrodillaban, maravilladas e incrédulas; los asistentes hacían gestos de asombro; Cristo volvía la cabeza y miraba misteriosamente de soslayo. Lázaro, tambaleándose como un remoto Frankenstein, avanzó vacilante y dejó paso a la procesión que emergía del sepulcro. Todo un cortejo de cadáveres andantes, descarnados, putrefactos, agusanados, comenzó a abandonar la sepultura y a caminar por la habitación. La abuela, la abuela de la abuela, el hijo fallecido en la infancia, el nieto muerto en las trincheras y horrendamente mutilado. Aquella fantasmal procesión se encaminaba hacia el comedor. Cristo seguía volviendo la cabeza y mirando sonriente. Cuando el sepulcro dejó de vomitar cadáveres todo volvió a inmovilizarse. En torno a la mesa camilla, silenciosos, horrendos, los familiares así resucitados constituyeron una espeluznante y muda tertulia intentando acercar sus descarnados pies al brasero que no estaba encendido. Al salir del examen, David y Lucas intercambiaron impresiones. Ninguno de los dos se mostraba satisfecho, pero tratándose de un ejercicio parcial el previsible suspenso no tenía caracteres de catástrofe definitiva. Al menos éste fue el argumento que los dos esgrimieron para consolarse. Lucas, no obstante, se abstuvo de confesar a David que lo que sí podía haber descrito perfectamente, con pelos y señales, era el cuadro del dormitorio de su casa. Cuantas veces había fijado sus ojos en el papel para intentar responder a una cuestión, tantas otras se le había aparecido la reproducción de Van del Wyener. Y los ojos de Lázaro se clavaban en los suyos. Quedaron de acuerdo para continuar estudiando por la noche, pero Lucas se las arregló para dejar bien claro, sin ofender a su amigo, que, aunque terminaran muy tarde, se iría a dormir a su propia casa. Cuando Lucas, después de haber cenado, llegó a casa de su compañero, el portero le entregó las llaves del piso y le comunicó que David se retrasaría un poco; había tenido que salir a unos asuntos. Lucas dio las gracias al empleado y prefirió subir andando en lugar de tomar el asmático ascensor. Se detuvo un momento en la puerta intentando averiguar cuál de aquel manojo sería la llave del departamento. Probó dos de ellas, pero la primera ni siquiera entraba en la cerradura y la segunda no giraba más de un cuarto de vuelta. A la tercera intentona dio con la adecuada. El pasillo estaba oscuro como boca de lobo. Mientras tanteaba la pared para buscar la llave de la luz se le pasó por la imaginación que Mowgly podía abalanzarse sobre él en cualquier momento tomándole por un ladrón. Supuso que el perro reconocería su voz y le llamó: .?Mowgly... .?Su voz sonó extrañamente opaca en la oscuridad.?. Mowgly, bonito .?repitió, pero no obtuvo ninguna clase de respuesta. Finalmente encontró el interruptor. El comedor estaba helado y olía más que nunca a humedad. Tuvo la sensación de que había interrumpido algo, como cuando alguien entra en una habitación y los presentes se callan porque estaban hablando del recién llegado. Encendió el brasero y depositó los libros sobre la mesa. Se sentó en una butaca y deseó fervientemente que David llegara cuanto antes. Poco a poco la camilla se fue caldeando, y Lucas introdujo las piernas bajo las faldillas. Los antiguos tenían razón: no hay nada que sustituya a una mesa camilla para propiciar una reunión, se dijo, y al instante se arrepintió sin saber por qué de haber tenido aquel pensamiento. Buscó al perro por toda la casa, pero no logró dar con él. No puede estar en el dormitorio de la abuela, reflexionó; la puerta está cerrada. Tuvo que reconocer, no obstante, que aquella habitación era la única que no había registrado. Abrió la puerta de cristales y, asomando la cabeza, susurró: .?Mowgly... .?Algo brillaba en la oscuridad, pero para encender la luz era preciso atravesar la estancia hasta alcanzar la pera situada a la cabecera de la cama. Rígidamente, sin mirar a un lado ni a otro, se llegó hasta el interruptor y lo pulsó con crispación. Lo que brillaba a los pies del cuadro de la resurrección era la correa de paseo del perro. Visto desde la base del lienzo, Lázaro parecía casi humano y no cesaba de mirarle. Lucas recogió la cadena y abandonó la habitación. Se sentó junto a la camilla, jugueteando con los eslabones metálicos y esperó. De pronto tuvo la sensación de que en la parte derecha del cuadro, junto a uno de los asistentes al prodigio, había visto dibujada la figura de un perro, cosa en la que antes no había reparado. Estuvo tentado de levantarse para comprobarlo, pero un cierto recelo le mantuvo al amor del brasero. Calculó que se había quedado adormilado durante media hora. Un ruido que en principio le pareció procedente de la cerradura de la entrada le despertó. Pero no era todavía David. ¿Y el perro? ¿Se lo habría llevado con él?, se preguntó. No era probable a aquellas horas, y, además, sin la cadena. Durante su corto sueño había creído oír un aullido lejano, un aullido tristísimo y fúnebre como los lamentos que emiten los perros cuando presienten que alguien va a morir durante la noche. Cerca ya de las doce se oyó el ruido de la llave girando dentro de la cerradura y entró David. Las luces del comedor estaban encendidas, y sobre la mesa había tres libros. .?¿Lucas?... .?llamó, pero no obtuvo respuesta.?. ¿Mowgly?... Quizás Lucas se habría cansado de esperar y hubiera sacado al perro a dar un paseo por el barrio, pensó. Lanzó una maldición cuando notó que el brasero estaba encendido, aunque no lo desenchufó. Siempre estaba temiendo un incendio desde que leyó algo en un periódico sobre las personas que se ausentan dejando la calefacción individual encendida. Entró en el cuarto de la abuela, pero también estaba vacío. Desde el cuadro, Lázaro le miraba de manera casi insolente, y el rostro de Cristo (estaba seguro aunque la figura no permitiera verlo bien) debía de mostrar una sonrisa de triunfo. Pensó que lo más indicado era dar una vuelta por las calles de la vecindad y buscar a Lucas. Tomó el llavero, se puso el abrigo y salió del piso. Apenas se oyó el portazo que indicaba la salida de David, un aullido lastimero procedente de la habitación de la abuela fue invadiendo todos los rincones del piso. El lienzo de Van del Wyener comenzó a emitir una extraña fosforescencia, como de fuego fatuo, y la angustiosa vibración que hacía retemblar los cristales se extendió por toda la vivienda. Los ojos de Lázaro parpadearon y clavaron en el Maestro una mirada de inteligencia. Varios de los asistentes al prodigio dieron un paso atrás y algunas santas mujeres se taparon sus ojos con las manos. Un olor fétido fue llenando la estancia cuando Lázaro puso el pie en el suelo. Cuando se encontraba ya en la placita .?después de transcurrido un largo rato.? y sin haber localizado a Lucas, David se dio cuenta de que se había dejado el brasero encendido. Volvió sobre sus pasos, subió apresuradamente las escaleras y, ya en la puerta de su casa, se detuvo jadeante. Del interior del piso llegaban murmullos como de conversaciones o de rezos, y a intervalos se oían aullidos lastimeros. Con toda precaución introdujo la llave en la cerradura y la hizo girar abriendo la puerta milímetro a milímetro y entró en casa, cerrando tras sí con las misma precauciones.
El murmullo de rezos se hizo más intenso. David avanzó lentamente por el oscuro pasillo hacia el comedor y cuando, desde lejos todavía, pudo vislumbrar un fragmento de la habitación, observó que Lucas estaba sentado en una de las butacas y, rodeándole, había una serie de personas. Avanzó un poco más, aspirando un olor insoportable y nauseabundo, y cuando estuvo lo suficientemente cerca para mirar sin ser visto, se quedó petrificado de espanto. Algo, un espectro, un cadáver medio corrompido era lo que él había tomado por su amigo, y sin duda aquello era inequívocamente Lucas. A su alrededor, buscando el calor del brasero con sus pies putrefactos, había media docena de seres igualmente repugnantes murmurando un bisbiseo de preces. Aquel espectáculo hizo que la sangre se helara en sus venas. Los pavorosos contertulios miraban al infinito y sus bocas desdentadas no cesaban de emitir extrañas jaculatorias. A los pies, si así pudieran llamarse, de uno de aquellos monstruos había algo que le pareció la figura de su perro. En aquel instante crujió una de las maderas del pasillo y la macabra asamblea interrumpió sus murmullos. Aquello que parecía ser Lucas levantó su repulsiva faz y clavó en David una terrible mirada. Una mirada mezcla de profunda tristeza, compasión y sombría bienvenida. David reunió las pocas fuerzas que le quedaban, y cuando ya parecía a punto de desmayarse, dio un grito de auxilio pidiendo ayuda a su fiel perro: .?¡¡Mowgly!! ¡¡A mí, Mowgly!! .?exclamó. El perro levantó la cabeza al oír su nombre. Sus vísceras colgaban como jirones a través de sus amarillentas costillas; en el lugar en donde debieran estar sus ojos sólo había dos cuencas vacías. Pese a todo lo cual, el fiel Mowgly se incorporó e, iniciando una carrera, se aprestó a cumplir la orden de su amo. Corrió pasillo adelante, dio un gigantesco salto y hundió sus afilados colmillos en la garganta de David. En el cuadro de la alcoba el Maestro volvió ligeramente la cabeza y cruzó una mirada de complicidad con Lázaro. Al cabo del tiempo, en la casa abandonada, cada noche tenía lugar la misma representación del cuadro. Tres cuerpos lo habían aumentado: David, Lucas y el perro Mowgly. Pero nadie encendía el brasero...

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