Tales of Mystery and Imagination

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Luis Mateo Díez: El puñal Florentino

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A mí me mataban en el primer acto.

Había acudido a aquella taberna toscana, sin que las ropas de labriego de mi disfraz lograran disimular del todo mi condición nobiliaria, y allí aguardaba a un criado de mi amigo el Conde Ricci que me conduciría a algún lugar seguro.

Eran los últimos cinco minutos del primer acto, la escena decimoquinta de un atropellado drama en el que andaban los Médicis por medio y en el que, entre lances de capa y espada, venenos e intrigas cortesanas, se iba tejiendo un indescifrable galimatías derivado de la propia adaptación de la obra que, como era habitual en la Galería Salesiana, estaba arreglada para que la interpretasen exclusivamente actores masculinos. .

Las transferencias de amores en amistades, de pasión en idealismo, y el trastorno de los parentescos, además del exceso de viudos y solteros impenitentes, hacían que la trama navegara, con frecuencia, entre ambiguas declaraciones fraternales y sospechosos rencores nacidos de inexplicables despechos. Era muy dura de entender la desavenencia de dos primos con un pasado que más parecía amoroso que otra cosa, o la rara filiación de un vástago cuyo tío era como su madre, en aquel raro mundo de exclusivos varones en el que hasta las teóricas nodrizas parecían barbudos aldeanos.

Sentado en un taburete, al pie del proscenio, con la jarra de vino en la mano y el codo apoyado .en la mesa, aguardaba con cierto aire de disimulada despreocupación, al dichoso criado del Conde Ricci, que entraría por el foro, tembloroso y con cara de traidor subvencionado, para indicarle al sicario que le seguía que aquel desamparado parroquiano, tan sospechosamente disfrazado, no era otro que el Marqués del Arno, al que había que dar el trágico pasaporte previsto en la terrible conspiración. Ni que decir tiene que mi amigo el Conde estaba metido hasta las cachas en el asunto y que yo pecaba de ingenuo esperando su amparo.

El tabernero, después de servirme, había hecho un discreto mutis y todo estaba dispuesto para la celada.

Entraría el criado, me señalaría con el dedo e irrumpiría, blandiendo ya el puñal, el voluntarioso sicario que se abalanzaría sobre mí sin apenas darme tiempo a desenfundar la espada. Tras las arteras cuchilladas yo haría un rápido movimiento hacia el cercano lateral, donde el padre Corsino, director de la función, me vaciaría, con muy ensayada y veloz medida, un tintero de tinta china roja que, al volverme, mostraría al respetable la condición mortal de mis heridas.

Luis Mateo Díez: El sueño

Luis Mateo Díez



Soñé que un niño me comía. Desperté sobresaltado. Mi madre me estaba lamiendo. El rabo todavía me tembló durante un rato.


Luis Mateo Díez: El sicario

Luis Mateo Díez



Los datos estaban cambiados y maté a un hombre que no era el previsto. Estos trabajos tan rápidos, tan secretos, con frecuencia te llevan a cometer errores irremediables.
Recuerdo una lejana ocasión en que el error se repitió tres veces. Todas las víctimas me miraron con sorpresa y sólo la verdadera lo hizo con aplomo.
–Te esperaba –musitó cuando le clave el puñal.
Como siempre, cuando concluyo un trabajo, fui a emborracharme y días después, repuesto de la resaca, regresé a casa y encontré una carta remitida la misma fecha de la muerte.
–Te perdono por lo que vas a hacer –decía–, pero te maldigo por lo mal que lo has hecho. Un muerto que cuesta tres muertes no es un muerto inocente. Además de matarme me has hecho sentir culpable y profundamente desgraciado.

Luis Mateo Díez: Un crimen




….. Bajo la luz de flexo la mosca se quedó quieta.
….. Alargué con cuidado el dedo índice de a mano derecha.
….. Poco antes de aplastarla se oyó un grito, después el golpe de un cuerpo que caía.
….. Enseguida llamaron a la puerta de mi habitación.
….. —La he matado —dijo mi vecino.
….. —Yo también —musité para mí sin comprenderle.



Luis Mateo Díez: Desazón



     Toda la semana con aquel creciente desasosiego. Una inquieta comezón que me desvelaba, que no me daba reposo. Hasta que el sábado, después de ir de un sitio a otro sin alivio, quedé desfallecido en un banco del parque.
     No sé si dormí un minuto o tres horas. Me despertó aquel raro rumor que sentía dentro de mí, un murmullo como de bocas devoradoras. Un niño me observaba
      —Mira, mamá —dijo señalando con el dedo—, a este señor le salen hormigas por la nariz.

Luis Mateo Díez: La carta



Todas las mañanas llego a la oficina, me siento, enciendo la lámpara, abro el portafolio y, antes de comenzar la tarea diaria, escribo una línea en la larga carta donde, desde hace catorce años, explico minuciosamente las razones de mi suicidio.

Luis Mateo Díez: El pozo



Mi hermano Alberto cayó al pozo cuando tenía cinco años. Fue una de esas tragedias familiares que sólo alivian el tiempo y la circunstancia de la familia numerosa. Veinte años después, mi hermano Eloy sacaba agua un día de aquel pozo al que nadie jamás había vuelto a asomarse. En el caldero descubrió una pequeña botella con un papel en su interior. Éste es un mundo como otro cualquiera, decía el mensaje.

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