Innumerables vegetales brillan en el supermercado, los reflejos de tomates, lechugas y repollos, tiñen las caras de dos ancianas. Son pequeñas, como aquellos legendarios pigmeos. Tienen la piel pálida, ojos negros inexpresivos, sin brillo, sin parpadeos; acercan sus menudas caras afiladas a los vegetales y olfatean con cuidado. Las manos firmes, flacas, venosas, escogen lo mejor de las verduras, hortalizas y legumbres.
Un hombre grueso, de barba, lentes oscuros, pantalón azul y franela blanca, calzando zapatos deportivos muy caros, las observa con disimulo. Piensa, mientras finge escoger unos quesos.
—Las viejas están robando.
Un momento antes, el hombre había sustraído la billetera de una compradora distraída y la ocultó en la parte delantera de su ropa interior.
Las ancianas, con la cesta de mano rellena de vegetales, se escurrieron tras un estante colmado de envases. El ladrón sonrió y pensó.
—Son hábiles, allí las cámaras de seguridad no las ven. ¿Por qué se escondieron, si todavía no han robado a nadie?
El hombre se inclinó y miró entre las filas de botellas. A través del vidrio coloreado de rojo y naranja, vio las ancianas moviendo las manos.
—Están locas, parecen magos de feria.
El ladrón, con naturalidad, para no llamar la atención, aceleró el paso y las alcanzó. Se detuvo frente a ellas y dijo en voz baja.