Tales of Mystery and Imagination

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Cristina Fernández Cubas: La fiebre azul


No recuerdo ahora quién me dio el dato. Si fue el propio holandés con el que tenía que cerrar un negocio, o si «Masajonia» era la palabra clave, la información obligada, la referencia de connaisseur que corría de boca en boca entre extranjeros. Lo cierto es que al llegar al porche, después de un penoso viaje desde el aeropuerto, me recibió un agradable aroma a torta de mijo y la reconfortante noticia de que en pocas horas podía ocupar un cuarto que acababa de quedar libre. Me sentí afortunado. No había ningún otro hotel en más de cincuenta kilómetros a la redonda.

Mi habitación era la número siete. Todas las habitaciones en el Masajonia tienen el mismo número: el siete. Pero ningún cliente se confunde. Las habitaciones, cinco o seis en total -no estoy seguro-, lucen su número en lo alto de la puerta. Ningún siete se parece a otro siete. Hay sietes de latón, de madera, de hierro forjado, de arcilla... Hay sietes de todos los tamaños y para todos los gustos. Historiados, sencillos, vistosos y relucientes o deteriorados e incompletos. El mío, el que me tocó en suerte, más que un siete parecía una ele algo torcida. Le faltaba el tornillo de la parte superior y había girado sobre sí mismo. Intenté arreglarlo no sé por qué , devolverlo a su originario carácter de número, pero él se empeñó en conservar su apariencia de letra. Informé a Recepción. Es un decir. Recepción consistía en una hamaca blanca y un negro orondo que atendía por Balik. Nunca supe qué idioma hablaba Balik, si hablaba alguno o si fingía hablar y no hacía otra cosa que juntar sonidos. Tampoco si su amplia sonrisa significaba que me había entendido o todo lo contrario. Le dibujé un siete sobre un papel y le di la vuelta. Él se puso a reír a carcajadas. Simulé que tenía un martillo, empecé a clavetear contra una pared y coloqué el papel en su superficie. «Ajajash», concedió el hombre. Y se tumbó en la hamaca.

La habitación no era mala. Tal vez debería decir excelente. Pocas veces en mis dos meses de estancia en África me había sentido tan cómodo en el cuarto de un hotel. Disponía de una cama inmensa, una mesa, dos sillas, un espejo, el obligado ventilador y una butaca de orejas, al estilo inglés, que, aunque desentonaba claramente con el resto, me producía una olvidada sensación de bienestar. La mosquitera cosa rara no presentaba el menor remiendo ni la más leve rasgadura.

Era una segunda piel que me seguía a cualquier rincón del dormitorio. De la mesa a la cama y de la cama al sillón. Los insectos del manglar no podían con ella. Eso era importante. Como también el delicioso olor a especias e incienso que impregnaba sábanas y toallas, y las ramas de palmera que agitadas por el viento oscurecían o alumbraban el cuarto a través de la persiana.

El Hotel Masajonia es un edificio de adobe de una sola planta. Sencillo, limpio, sin lujos añadidos (si exceptuamos el sillón) y sin otra peculiaridad que la curiosa insistencia en numerar todas las habitaciones con un siete. Una rareza que al principio sorprende, pero pronto, como no lleva a confusión, se olvida. Tal vez los primeros propietarios (ingleses, sin lugar a dudas) lo quisieron así. Una pequeña sofisticación en el corazón de África. Luego se fueron, y ahí quedaron los números como un simple elemento de decoración o un capricho que nadie se molestó en retirar. El primer día le pregunté al hombre de la hamaca. «¿Por qué todas las habitaciones son la siete?» «Ajajash», respondió encogiéndose de hombros. «Ajajash», repetí. Y me di por satisfecho.

Cristina Fernández Cubas: La noche de Jezabel

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Los hechos, según Arganza, ocurrieron hace unos veinte años en una poblacióndel interior de no más de mil almas. Era su primer destino, y mi buen amigo, recién salido de una universidad en la que no había destacado precisamente por su amor al estudio, sentía auténticos accesos de terror cuando, fuera de las horas de consulta, alguien golpeaba la puerta de la casa y voceaba su nombre. En aquellos momentos Arganza palidecía, se ponía a temblar como una hoja, y pronunciaba en voz alta las únicas palabras capaces de devolverle la fe en sí mismo: «Ojalá no sea nada». Luego, un tanto más calmado, bajaba las escaleras y abría la puerta de la calle. Pero seguardaba muy bien de dejar traslucir la segunda parte de su inconfesable deseo: «...O todo lo contrario. Ojalá esté muerto». La suerte, desde los primeros días, se le mostró propicia. En seis meses de ejercicio tan sólo se vio obligado a atender algunas amigdalitis sin importancia, un ictus apoplético y un par de fracturas que resolvió con éxito. Arganza empezó a cobrar confianza, no tanto en sus conocimientos como en la férrea salud de los hombres del campo, se felicitó por haber escogido un destino tan apacible y dejó, paulatinamente, de emplear sus noches en devorar con avidez revistas de actualización médica y olvidados libros de textos. Una madrugada, sin embargo, volvió a sentir el inconfundible cosquilleo del miedo. Habían golpeado a la puerta con impertinente impaciencia, con una rudeza impropia de un campesino. Desde la ventana distinguióla silueta de un guardia civil iluminada por la luna, y un estremecimiento recorrió sucuerpo.
—¿Es grave? —preguntó. El civil enarcó las cejas:
—¡Como que está muerto! 
Mi amigo respiró hondo. Avanzaron por la calle principal, cruzaron la Plaza y se detuvieron por fin frente a un cobertizo iluminado. En el interior un hombre yacía en el suelo empapado de sangre. Una de sus manos sostenía sin fuerzas un puñal teñido de rojo. La otra reposaba inerte sobre un papel arrugado en el que Arganza, con sólo inclinarse, pudo leer con claridad:
«Que a nadie se culpe de...».
El resto se hallaba sumergido en el charco púrpura.Cumpliendo con las inevitables formalidades, el médico rodeó la muñeca del difunto, colocó los dedos bajo la mandíbula, constató la inexistencia de reflejo pupilar y, tal vez para convencerse a sí mismo de la importancia de sus conocimientos, confirmó lo que todos sabían con un tajante: «Está muerto». Después miró a la pareja de civiles, volvió sobre el difunto e, impresionado por la sangrienta inmolación, decidió tomarse un respiro y darse una vuelta por la Plaza. No habrían pasado más de diez minutos cuando regresó al tétrico cobertizo. Uno de los guardias se hallaba en pie, con la carta arrugada temblando entre sus manos y una mezcla de sorpresa y terror dibujada en el rostro. Pero sobre el charco de sangreno había cadáver alguno.

Cristina Fernández Cubas: El lugar

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No hacía ni tres horas que nos habíamos casado. Yo estaba en la cocina preparando un último combinado de mi invención; había oscurecido y los escasos invitados —compañeros de la facultad en su mayoría— hacía rato que se habían retirado. La ceremonia no podía haber sido más sencilla. (Y yo estaba pensando: «Me gusta que haya sido así. Tan sencilla».) Un juez amigo, antiguo profesor nuestro, fue el encargado de casarnos. Y lo hizo deprisa, sin dilaciones ni rodeos, reservándose el discurso emocionado —o aquí entraron quizá los combinados de mi invención— para el momento de las despedidas. «Afortunado», dijo entonces. «Te llevas a Clarisa. Tu mujer, en la vida, llegará muy lejos.» Parecía achispado. Lo digo por eltono de la voz, por el sospechoso balanceo que se empeñaba en disimular, no por sus palabras. Porque yo era el primero en compartir su opinión. En Clarisa se daba —y así lo apreciábamos muchos— una curiosa mezcla de dulzura y tenacidad, de suavidad y firmeza. Un cóctel explosivo, desarmante. Sí, Clarisa, en el trabajo, en la vida, conseguiría cuanto se propusiese. Pero ahora yo no estaba pensando en eso, sino en la boda. «Una ceremonia breve, discreta. Muy a nuestro estilo.» Y de pronto me pareció escuchar un suspiro, un lloriqueo, algo extrañamente parecido al ronroneo de un gato. Un tanto sorprendido, con un vaso en cada mano, salí al comedor.
No había nadie allí, sólo Clarisa. Vestía aún el traje de boda —un traje malva, su color favorito, algo arrugado ya, salpicado de pequeñas motitas de vino—, se había descalzado y ocupaba un sillón de un tono parecido a su vestido. Me apoyé en la pared en silencio, intentando acallar el tintineo de los hielos en los vasos. Nunca la había visto así. Con los ojos entornados, emitiendo aquel murmullo de complacencia.No se sabía dónde acababa su vestido y empezaba el sillón, pero lo mismo se podía afirmar de sus cabellos, de su piel, de los pies descalzos. Tuve la impresión de que Clarisa se había confundido con su entorno, y también que aquella escena iba a permanecer durante mucho tiempo en mi memoria. Clarisa frente a mí. Como si siempre hubiese vestido igual
—con un traje malva algo arrugado, salpicado demanchitas y en el que ahora apreciaba una pequeña rasgadura—, extrañamente acomodada en un sillón que parecía formar parte de sí misma. Y yo junto a la pared,con los combinados en la mano, temeroso de romper la magia del instante. Pero Clarisa había abierto ya los ojos y me miraba con su admirable mezcla de firmeza y
ternura. «Éste es mi hogar», dijo. «Aquí está mi sitio.» Entonces, hipnotizado aún, no podía ni imaginar el verdadero alcance de sus palabras.

Cristina Fernández Cubas: En el hemisferio sur

Cristina Fernández Cubas



«A veces me suceden cosas raras», dijo y se acomodó en el único sillón de mi despacho.
Suspiré. Me disgustaba la desenvoltura de aquella mujer mimada por la fama. Irrumpía en la editorial a las horas más peregrinas, saludaba a unos y a otros con la irritante simpatía de quien se cree superior, y me sometía a largos y tediosos discursos sobre las esclavitudes que conlleva el éxito. Aquel día, además, su físico me resultó repelente. Tenía el rimmel corrido, el carmín concentrado en el labio inferior y a uno de sus zapatos de piel de serpiente le faltaba un tacón. Si no fuera porque conocía a Clara desde hacía muchos años la hubiera tomado por una prostituta de la más baja estofa. Dije: «Lo siento», y me disponía a enumerar con todo detalle el trabajo pendiente, cuando reparé en que una gruesa lágrima negra bailoteaba en la comisura de sus labios. Le tendí un pañuelo.
-Gracias -balbuceó-. En el fondo, eres mi mejor amigo.
Estaba acostumbrado a confesiones de este calibre. Clara acudía a mí en los momentos en que el mundo se le venía abajo, cuando se sentía sola o a los pocos minutos de sufrir una decepción amorosa. Me armé de paciencia. Sí, en el fondo, éramos buenos amigos.
-A veces me suceden cosas -repitió.
Le ofrecí un cigarrillo que ella encendió por el filtro. Rió de su propia torpeza y prosiguió:
-O, para ser exacta, me suceden sólo cuando escribo.
Corrí mi silla junto al sillón y eché una discreta mirada a su reloj de pulsera. Clara, instintivamente, se bajó las mangas del abrigo.
-A menudo, cuando escribo, me embarga una sensación difícil de definir. Tecleo a una velocidad asombrosa, me olvido de comer y de dormir, el mundo desaparece de mi vista y sólo quedamos yo, el papel, el sonido de la máquina... y ella ¿Entiendes?
Negué con la cabeza. Su tono me había parecido más cercano a un recitado que a una confesión. Preferí no interrumpirla.
-Ella es la Voz. Surge de dentro, aunque, en alguna ocasión, la he sentido cerca de mí, revoloteando por la habitación, conminándome a permanecer en la misma postura durante horas y horas. No se inmuta ante mis gestos de fatiga. Me obliga a escribir sin parar, alejando de mi pensamiento cualquier imagen que pueda entorpecer sus órdenes. Pero, en estos últimos días, me dicta muy rápido. Demasiado. Mis dedos se han revelado incapaces de seguir su ritmo. He probado con un magnetofón, pero es inútil. Ella tiene prisa, mucha prisa.

Cristina Fernández Cubas: Mi hermana Elba

Cristina Fernández Cubas



Aún ahora, a pesar del tiempo transcurrido, no me cuesta trabajo alguno descifrar aquella letra infantil plagada de errores, ni reconstruir los frecuentes espacios en blanco o las hojas burdamente arrancadas por alguna mano inhábil. Tampoco me representa ningún esfuerzo iluminar con la memoria el deterioro del papel, el desgaste de la escritura o la ligera pátina amarillenta de las fotografías. El diario es de piel, dispone de un cierre, que no recuerdo haber utilizado nunca, y se inicia el 24 de julio de 1954. Las primeras palabras, escritas a lápiz y en torpe letra bastardilla,dicen textualmente: Hoy, por la mañana, han vuelto a hablar de «aquello». Ojalá lo cumplan. Sigue luego una lista de las amigas del verano y una descripción detallada de mis progresos en el mar. En los días sucesivos continúo hablando de la playa, de mis juegos de niña, pero, sobre todo, de mis padres. El diario finaliza dos años después. Ignoro si más tarde proseguí el relato de mis confesiones infantiles en otro cuaderno, pero me inclino a pensar que no lo hice. Ignoro también el destino ulterior de varias fotografías, que en algún momento debí de arrancar —y de cuya existencia hablan aún ciertos restos de cola casera petrificados por el tiempo—, y el instante o los motivos precisos que me impulsaron a desfigurar, posiblemente con un cortaplumas, una reproducción del rostro de mi hermana Elba.

Durante el largo verano de 1954 sometí a mis padres a la más estricta vigilancia.Sabía que un importante acontecimiento estaba a punto de producirse e intuía que,de alguna manera, iba a resultar directamente afectada. Así me lo daban a entenderlos frecuentes cuchicheos de mis padres en la biblioteca y, sobre todo, las animadas conversaciones de cocina, interrumpidas en el preciso momento en que yo o la pequeña Elba asomábamos la cabeza por la puerta. En estos casos, sin embargo,siempre se deslizaba una palabra, un gesto, los compases de cualquier tonadilla a la moda bruscamente lanzados al aire, una media sonrisa demasiado tierna o demasiado forzada. Mi madre, en una ocasión, se apresuró a ocultar ciertos papeles de mi vista. La niñera, menos discreta y más dada a la lamentación y al drama,dejaba caer de vez en cuando algunas alusiones a su incierto futuro económico o a la maldad congénita e irreversible de la mayoría de seres humanos. Decidí mantenerme alerta y, al tiempo que mis ojos se abrían a cualquier detalle hasta entonces insignificante, mis labios se empeñaron en practicar una mudez fuera de toda lógica que, como pude comprobar de inmediato, producía el efecto de inquietar a cuantos me rodeaban.

Nunca como en aquella época mi padre se había mostrado tan comunicativo y obsequioso. Durante las comidas nos cubría de besos a Elba y a mí, se interesaba por nuestros progresos en el mar e, incluso, nos permitía mordisquear bombones a lo largo del día. A nadie parecía importarle que los platos de carne quedaran intactos sobre la mesa ni que nuestras almohadas volaran por los aires hasta pasada la medianoche. Mi silencio pertinaz no dejaba de obrar milagros. Notaba cómo mi madre esquivaba mi mirada, siempre al acecho, o cómo la cocinera cabeceaba con ternura cuando yo me empeñaba en conocer los secretos de las natillas caseras o el difícil arte de montar unas claras de huevo. En cierta oportunidad creo haberle oído murmurar: «Tú sí que te enteras de todo, pobrecita». Sus palabras me llenaron de orgullo.

Cristina Fernández Cubas: Los altillos de Brumal



No podría ordenar los principales acontecimientos de mi vida sin hacer antes una breve referencia a la enfermedad que me postró en el lecho en el ya lejano otoño de 1954. Fue exactamente el 2 de octubre, fecha señalada para el inicio de las clases escolares, cuando el médico visitó por primera vez la casa familiar, pronunció un nombre sonoro y misterioso, y yo, en medio de un acceso de fiebre que me hacía proferir frases inconexas, temí llegada la hora de abandonar el mundo. Pero, por fortuna, la escarlatina se comportó conmigo como una dolencia de manual, sin trato preferente ni malignidad acusada, y de todos aquellos días de forzosa inactividad,recuerdo sólo, con asombro, un raro afán por desprenderme de sábanas y mantas, y embadurnarme con la tierra húmeda de tiestos y jardineras. Al despedirse, la enfermedad me dejó en obsequio un cuerpo larguirucho y unas maneras torpes y desvaídas a las que tardaría un buen tiempo en acostumbrarme. No sé si debo culpara ese regalo inesperado, o al simple hecho de que las clases hubieran empezado hacía algunos meses. Pero lo cierto es que, el primer día que asistí a la escuela nacional,encontré sobrados motivos para detestar la vida.Mi primer apellido fue acogido por la maestra con un espectacular arqueo de cejas. Hizo como si intentase memorizarlo, lo repitió un par de veces, las consonantes se le agolparon en la garganta, sus alumnas se revolvieron de risa en sus asientos, y ella, en venganza, decidió suprimirlo de un plumazo.Aquello fue el inicio de una larga pesadilla. Sentí como si me despojaran del recién estrenado delantal, de los suaves mitones que lucía con orgullo, del lazo de terciopelo con que mi madre había recogido mis cabellos aquella misma mañana. No llevaba más de diez minutos en la escuela y ya había sido relegada a una categoría singular y deleznable. Mi segundo apellido no iba a gozar de mejor acogida. Era demasiado corriente, tan común que en la vetusta aula lo ostentaban unas cuantas niñas más, las mismas que ahora protestaban con vehemencia, pataleaban intransigentes sobre el entarimado, golpeaban las tapas de los pupitres con los puños. Debía comprenderlo. En ese mundo de derechos adquiridos, no querían ni podían efectuar excepción alguna en mi favor. En lo sucesivo sería conocida por Adriana, sin otros nombres que arroparan mi tímida presencia, sin otro apoyo que el sentirme la más alta, la más desgarbada y la más ignorante.

Cristina Fernández Cubas: El reloj de Bagdad

Cristina Fernández Cubas


Nunca las temí ni nada hicieron ellas por amedrentarme. Estaban ahí, junto a los fogones, confundidas con el crujir de la leña, el sabor a bollos recién horneados, el vaivén de los faldones de las viejas. Nunca las temí, tal vez porque las soñaba pálidas y hermosas, pendientes como nosotros de historias sucedidas en aldeas sin nombre, aguardando el instante oportuno para dejarse oír, para susurramos sin palabras: «Estamos aquí, como cada noche». O bien, refugiarse en el silencio denso que anunciaba: «Todo lo que estáis escuchando es cierto. Trágica, dolorosa, dulcemente cierto». Podía ocurrir en cualquier momento. El rumor de las olas tras el temporal, el paso del último mercancías, el trepidar de la loza en la alacena, o la inconfundible voz de Olvido, encerrada en su alquimia de cacerolas y pucheros:
_Son las ánimas, niña, son las ánimas.
Más de una vez, con los ojos entornados, creí en ellas.
¿Cuántos años tendría Olvido en aquel tiempo? Siempre que le preguntaba por su edad la anciana se encogía de hombros, miraba por el rabillo del ojo a Matilde y seguía impasible, desgranando guisantes, zurciendo calcetines, disponiendo las lentejas en pequeños montones, o recordaba, de pronto, la inaplazable necesidad de bajar al sótano a por leña y alimentar la salamandra del último piso. Un día intenté sonsacar a Matilde. «Todos los del mundo», me dijo riendo.

Cristina Fernández Cubas: El viaje



Un día la madre de una amiga me contó una curiosa anécdota. Estábamos en su casa, en barrio antiguo de Palma de Mallorca, y desde el balcón interior, que daba a un pequeño jardín, se alcanzaba a ver la fachada del vecino convento de clausura. La madre de mi amigo solía visitar a la abadesa; le llevaba helados para la comunidad y conversaban durante horas a través de una celosía. Estábamos ya en una época en que las reglas de clausura eran menos estrictas de lo que fueron antaño, y nada impedía que la abadesa, si así lo hubiera deseado, interrumpiera más de una opinión su encierro y saliera al mundo. Pero ella se negaba en redondo. Llevaba casi treinta años entre aquellas cuatro paredes y las llamadas del exterior no le interesaban lo más mínimo. Pero eso la señora de la casa creyó que estaba soñando cuando una mañana sonó el timbre y una silueta oscura se dibujó al trasluz en el marco de la puerta. “Si no le importa”, dijo la abadesa tras los saludos de rigor, “me gustaría ver el convento desde fuera”. Y después, en el mismo balcón en el que fue narrada la historia se quedó unos minutos en silencio. “Es muy bonito”, concluyó. Y, con la misma alegría con la que había llamado a la puerta, se despidió y regresó al convento. Creo que no ha vuelto a salir, pero eso ahora no importa. El viaje de la abadesa me sigue pareciendo, como entonces, uno de los viajes más largos de los que tengo noticia.

Cristina Fernández Cubas: La ventana del jardín

Cristina Fernández Cubas


El primer escrito que el hijo de los Albert deslizó disimuladamente en mi bolsillo me produjo la impresión de una broma incomprensible. Las palabras, escritas en círculos concéntricos, formaban las siguientes frases:

Cazuela airada,
Tiznes o visones. Cruces o lagartos. La
noche era acre aunque las cucarachas
llorasen. Más
Olla.

Pensé en el particular sentido del humor de Tomás Albert y olvidé el asunto. El niño, por otra parte, era un tanto especial; no acudía jamás a la escuela y vivía prácticamente recluido en una confortable habitación de paredes acolchadas. Sus padres, unos antiguos compañeros de colegio, debían sentirse bastante afectados por la debilidad de su único hijo, ya que, desde su nacimiento, habían abandonado la ciudad para instalarse en una granja abandonada a varios kilómetros de una aldea y, también desde entonces, rara vez se sabía de ellos. Por esta razón, o porque simplemente la granja me quedaba de camino, decidí aparecer por sorpresa. Habían pasado ya dos años desde nuestro encuentro anterior y durante el trayecto me pregunté con curiosidad si Josefina Albert habría conseguido cultivar sus aguacates en el huerto o si la cría de gallinas de José estaría dando buenos resultados. El autobús se detuvo en el pueblo y allí alquilé un coche público para que me llevara hasta la colina. Me interesaba también el estado de salud del pequeño Tomás. La primera y única vez que tuve ocasión de verle estaba jugueteando con cochecitos y muñecos en el suelo de su cuarto. Tendría entonces unos doce años pero su aspecto era bastante más aniñado. No pude hablar con él —el niño sufría una afección en los oídos— y nuestra breve entrevista se realizó en silencio, a través de una ventana entreabierta. Fue entonces cuando Tomás deslizó la carta en mi bolsillo.

Habíamos llegado a la granja y el taxista me señaló con un gesto la puerta principal. Recogí mi maletín de viaje, toqué el timbre y eché una mirada al terreno; en la huerta no crecían aguacates sino cebollas y en el corral no había rastros de gallinas pero sí unas veinte jaulas de metal con cuatro o cinco conejos cada una. Volví a llamar. El Ford años cuarenta se convertía ahora en un punto minúsculo al final del camino. Llamé por tercera vez. El amasijo de polvo y humo que levantaba el coche parecía un nimbo de lámina escolar. Golpeé con la aldaba.

Cristina Fernández Cubas: El ángulo del horror



Ahora, cuando golpeaba la puerta por tercera vez, miraba por el ojo de la cerradura sin alcanzar a ver, o paseaba enfurruñada por la azotea, Julia se daba cuenta de que debía haber actuado días atrás, desde el mismo momento en que descubrió que su hermano le ocultaba un secreto, antes de que la familia tomara cartas en el asunto y estableciera un cerco de interrogatorios y amonestaciones. Porque Carlos seguía ahí. Encerrado con llave en una habitación oscura, fingiendo hallarse ligeramente indispuesto, abandonando la soledad de la buhardilla tan sólo para comer, siempre a disgusto, oculto tras unas opacas gafas de sol, refugiándose en un silencio exasperante e insólito. «Está enamorado», había dicho su madre. Pero Julia sabía que su extraña actitud nada tenía que ver con los avatares del amor o del desengaño. Por eso había decidido montar guardia en el último piso, junto a la puerta del dormitorio, escrutando a través de la cerradura el menor indicio de movimiento, aguardando a que el calor de la estación le obligara a abrir la ventana que asomaba a la azotea. Una ventana larga y estrecha por la que ella entraría de un salto, como un gato perseguido, la sombra de cualquiera de las sábanas secándose al sol, una aparición tan rápida e inesperada que Carlos, vencido por la sorpresa, no tendría más remedio que hablar, que preguntar por lo menos: «¿Quién te ha dado permiso para irrumpir de esta forma?» O bien: «¡Lárgate! ¿No ves que estoy ocupado?» Y ella vería. Vería al fin en qué consistían las misteriosas ocupaciones de su hermano, comprendería su extrema palidez y se apresuraría a ofrecerle su ayuda. Pero llevaba más de dos horas de estricta vigilancia y empezaba a sentirse ridicula y humillada. Abandonó su posición de espía junto a la puerta, salió a la azotea y volvió a contar, como tantas veces a lo largo de la tarde, el número de baldosas defectuosas y resquebrajadas, las pinzas de plástico y las de madera, los pasos exactos que la separaban de la ventana larga y estrecha. Golpeó con los nudillos el cristal y se oyó decir a sí misma con voz fatigada: «Soy Julia.» En realidad tendría que haber dicho: «Sigo siendo yo, Julia.» Pero, ¡qué podía importar ya! Esta vez, sin embargo, aguzó el oído. Le pareció percibir un lejano gemido, el chasquido de los muelles oxidados de la cama, unos pasos arrastrados, un sonido metálico, de nuevo un chasquido y un nítido e inesperado: «Entra. Está abierto.» Y Julia, en aquel instante, sintió un estremecimiento muy parecido al extraño temblor que recorrió su cuerpo días atrás, cuando comprendió, de pronto, que a su hermano le ocurría algo.

Hacía ya un par de semanas que Carlos había regresado de su primer viaje de estudios. El día dos de septiembre, la fecha que ella había coloreado de rojo en su calendario de su cuarto y que ahora le parecía cada vez más lejana e imposible. Lo recordaba al pie de la escalerilla del jumbo de la British Airways, agitando uno de sus brazos, y se veía a sí misma, admirada de que a los dieciocho años se pudiera crecer aún, saltando con entusiasmo en la terraza del aeropuerto, devolviéndole besos y saludos, abriéndose camino a empujones para darle la bienvenida en el vestíbulo. Carlos había regresado. Un poco más delgado, bastante más alto y ostensiblemente pálido. Pero Julia le encontró más guapo aún que a su partida y no prestó atención a los comentarios de su madre acerca de la deficiente alimentación de los ingleses o las excelencias incomparables del clima mediterráneo. Tampoco, al subir al coche, cuando su hermano se mostró encantado ante la perspectiva de disfrutar unas cuantas semanas en la casa de la playa y su padre le asaeteó a inocentes preguntas sobre las rubias jovencitas de Brighton, Julia rió las ocurrencias de la familia. Se hallaba demasiado emocionada y su cabeza bullía de planes y proyectos. Al día siguiente, cuando sus padres dejaran de preguntar y avasallar, ella y Carlos se contarían en secreto las incidencias del verano, en el tejado, como siempre, con los pies oscilantes en el extremo del alero, como cuando eran pequeños y Carlos le enseñaba a dibujar y ella le mostraba su colección de cromos. Al llegar al jardín, Marta les salió al encuentro dando saltos y Julia se admiró por segunda vez de lo mucho que había crecido su hermano. «A los dieciocho años», pensó. «¡Qué absurdo!» Pero no pronunció palabra.

Cristina Fernández Cubas: La mujer de verde



—Lo siento —dice la chica—. Se ha confundido usted.

La he escuchado sin pestañear, asintiendo con la cabeza, como si la cosa más natural del mundo fuera ésta: confundirse. Porque no cabe ya otra explicación. Me he equivocado. Y por un momento repaso mentalmente la lista de pequeñas confusiones que haya podido cometer en mi vida sin encontrar ninguna que se le parezca. Pero no debo culparme. Me encuentro cansada, agobiada de trabajo y, para colmo, sin poder dormir. Esta misma mañana a punto he estado de telefonear a mi casero. ¿Cómo ha podido alquilar el piso de arriba a una familia tan ruidosa? Pero lo que importa ahora no son los vecinos ni tampoco el casero ni mi cansancio, sino el extraño espejismo que, por lo visto, he debido de sufrir hace apenas media hora. Una mezcla de turbación y certeza que me ha llevado a abandonar precipitadamente una zapatería, y correr por la calle tras una mujer a la que me he empeñado en llamar Dina. Y la mujer, sin prestarme atención, ha seguido indiferente su camino. Porque no era Dina. O por lo menos eso es lo que me está afirmando la verdadera Dina Dachs, sentada frente a su ordenada mesa de trabajo, con la misma sonrisa inocente con la que, hace apenas

una semana, acogió la noticia de su incorporación a la empresa. «No», me dice. «No me he movido de aquí desde las nueve.» Y después, meneando comprensivamente la cabeza: «Lo siento. Se ha confundido usted».

Sí. Ahora comprendo que a la fuerza se trata de un error. Porque, aunque el parecido me siga resultando asombroso, la chica que tengo delante no es más que una muchacha educada, cortés, una secretaria eficiente. Y la mujer, la desconocida tras la que acabo de correr en la calle, mostraba en su rostro las huellas de toda una vida, el sufrimiento, una mirada enigmática y fría que ni siquiera alteró una sola vez, a pesar de mis llamadas, de los empujones de la gente, del bullicio de una avenida comercial en vísperas de fiestas. Y fue seguramente eso lo que me llamó la atención, lo que me había llevado a pensar que aquella mujer —Dina, creía— sufría un trastorno, una ausencia, una momentánea pérdida de identidad. Pero ahora sé que mi error es tan sólo un error a medias. Porque la desconocida, fuera quien fuera, necesitaba ayuda. Y vuelvo a mirar a Dina, su jersey de angora y el abrigo de paño colgado del perchero, y de nuevo recuerdo a la mujer. Vestida con un traje de seda verde en pleno mes de diciembre. Un traje de fiesta, escotado, liviano... Y un collar violeta. Indiferente al frío, al tráfico, a la gente. No digo nada más. La evidencia de que he confundido a aquella chica con una demente me hace sonreír. Y me encierro en mi despacho, dejo las compras sobre una silla y empiezo a revisar la correspondencia. Será un mes agotador, sólo un mes. Y luego Roma, Roma y Eduardo. Me siento feliz. Tengo todos los motivos del mundo para sentirme feliz.

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