No recuerdo ahora quién me dio el dato. Si fue el propio holandés con el que tenía que cerrar un negocio, o si «Masajonia» era la palabra clave, la información obligada, la referencia de connaisseur que corría de boca en boca entre extranjeros. Lo cierto es que al llegar al porche, después de un penoso viaje desde el aeropuerto, me recibió un agradable aroma a torta de mijo y la reconfortante noticia de que en pocas horas podía ocupar un cuarto que acababa de quedar libre. Me sentí afortunado. No había ningún otro hotel en más de cincuenta kilómetros a la redonda.
Mi habitación era la número siete. Todas las habitaciones en el Masajonia tienen el mismo número: el siete. Pero ningún cliente se confunde. Las habitaciones, cinco o seis en total -no estoy seguro-, lucen su número en lo alto de la puerta. Ningún siete se parece a otro siete. Hay sietes de latón, de madera, de hierro forjado, de arcilla... Hay sietes de todos los tamaños y para todos los gustos. Historiados, sencillos, vistosos y relucientes o deteriorados e incompletos. El mío, el que me tocó en suerte, más que un siete parecía una ele algo torcida. Le faltaba el tornillo de la parte superior y había girado sobre sí mismo. Intenté arreglarlo no sé por qué , devolverlo a su originario carácter de número, pero él se empeñó en conservar su apariencia de letra. Informé a Recepción. Es un decir. Recepción consistía en una hamaca blanca y un negro orondo que atendía por Balik. Nunca supe qué idioma hablaba Balik, si hablaba alguno o si fingía hablar y no hacía otra cosa que juntar sonidos. Tampoco si su amplia sonrisa significaba que me había entendido o todo lo contrario. Le dibujé un siete sobre un papel y le di la vuelta. Él se puso a reír a carcajadas. Simulé que tenía un martillo, empecé a clavetear contra una pared y coloqué el papel en su superficie. «Ajajash», concedió el hombre. Y se tumbó en la hamaca.
La habitación no era mala. Tal vez debería decir excelente. Pocas veces en mis dos meses de estancia en África me había sentido tan cómodo en el cuarto de un hotel. Disponía de una cama inmensa, una mesa, dos sillas, un espejo, el obligado ventilador y una butaca de orejas, al estilo inglés, que, aunque desentonaba claramente con el resto, me producía una olvidada sensación de bienestar. La mosquitera cosa rara no presentaba el menor remiendo ni la más leve rasgadura.
Era una segunda piel que me seguía a cualquier rincón del dormitorio. De la mesa a la cama y de la cama al sillón. Los insectos del manglar no podían con ella. Eso era importante. Como también el delicioso olor a especias e incienso que impregnaba sábanas y toallas, y las ramas de palmera que agitadas por el viento oscurecían o alumbraban el cuarto a través de la persiana.
El Hotel Masajonia es un edificio de adobe de una sola planta. Sencillo, limpio, sin lujos añadidos (si exceptuamos el sillón) y sin otra peculiaridad que la curiosa insistencia en numerar todas las habitaciones con un siete. Una rareza que al principio sorprende, pero pronto, como no lleva a confusión, se olvida. Tal vez los primeros propietarios (ingleses, sin lugar a dudas) lo quisieron así. Una pequeña sofisticación en el corazón de África. Luego se fueron, y ahí quedaron los números como un simple elemento de decoración o un capricho que nadie se molestó en retirar. El primer día le pregunté al hombre de la hamaca. «¿Por qué todas las habitaciones son la siete?» «Ajajash», respondió encogiéndose de hombros. «Ajajash», repetí. Y me di por satisfecho.