No hacía ni tres horas que nos habíamos casado. Yo estaba en la cocina preparando un último combinado de mi invención; había oscurecido y los escasos invitados —compañeros de la facultad en su mayoría— hacía rato que se habían retirado. La ceremonia no podía haber sido más sencilla. (Y yo estaba pensando: «Me gusta que haya sido así. Tan sencilla».) Un juez amigo, antiguo profesor nuestro, fue el encargado de casarnos. Y lo hizo deprisa, sin dilaciones ni rodeos, reservándose el discurso emocionado —o aquí entraron quizá los combinados de mi invención— para el momento de las despedidas. «Afortunado», dijo entonces. «Te llevas a Clarisa. Tu mujer, en la vida, llegará muy lejos.» Parecía achispado. Lo digo por eltono de la voz, por el sospechoso balanceo que se empeñaba en disimular, no por sus palabras. Porque yo era el primero en compartir su opinión. En Clarisa se daba —y así lo apreciábamos muchos— una curiosa mezcla de dulzura y tenacidad, de suavidad y firmeza. Un cóctel explosivo, desarmante. Sí, Clarisa, en el trabajo, en la vida, conseguiría cuanto se propusiese. Pero ahora yo no estaba pensando en eso, sino en la boda. «Una ceremonia breve, discreta. Muy a nuestro estilo.» Y de pronto me pareció escuchar un suspiro, un lloriqueo, algo extrañamente parecido al ronroneo de un gato. Un tanto sorprendido, con un vaso en cada mano, salí al comedor.
No había nadie allí, sólo Clarisa. Vestía aún el traje de boda —un traje malva, su color favorito, algo arrugado ya, salpicado de pequeñas motitas de vino—, se había descalzado y ocupaba un sillón de un tono parecido a su vestido. Me apoyé en la pared en silencio, intentando acallar el tintineo de los hielos en los vasos. Nunca la había visto así. Con los ojos entornados, emitiendo aquel murmullo de complacencia.No se sabía dónde acababa su vestido y empezaba el sillón, pero lo mismo se podía afirmar de sus cabellos, de su piel, de los pies descalzos. Tuve la impresión de que Clarisa se había confundido con su entorno, y también que aquella escena iba a permanecer durante mucho tiempo en mi memoria. Clarisa frente a mí. Como si siempre hubiese vestido igual
—con un traje malva algo arrugado, salpicado demanchitas y en el que ahora apreciaba una pequeña rasgadura—, extrañamente acomodada en un sillón que parecía formar parte de sí misma. Y yo junto a la pared,con los combinados en la mano, temeroso de romper la magia del instante. Pero Clarisa había abierto ya los ojos y me miraba con su admirable mezcla de firmeza y
ternura. «Éste es mi hogar», dijo. «Aquí está mi sitio.» Entonces, hipnotizado aún, no podía ni imaginar el verdadero alcance de sus palabras.
A los pocos días, sin embargo, algo en nuestra relación empezó a resultarme extraño, exagerado. Clarisa se estaba revelando un ama de casa ejemplar. Hablaba con pasión de cocinas, planchados, limpiezas, cortinajes, alfombras, restauración de muebles. Pero eso —que al principio me produjo cierta hilaridad, no voy a negarlo— era prácticamente lo único que hacía. Su inesperada entrega a los quehaceresdomésticos parecía total, sin fisuras, excluyente. En un momento, quizá tan sólo para tranquilizarme, pensé que se trataba de una actitud pasajera. Que a muchas recién casadas debía de haberles ocurrido lo mismo, y que Clarisa, al cabo de una semana, a lo sumo dos, volvería a interesarse por el mundo, por sus estudios, por mi trabajo. Pero no tuve que esperar tanto para que mis esperanzas se desvanecieran. «Voy adejar la universidad», dijo alegremente uno de esos días. Y entonces, sin saber muy bien por qué, me encontré mirando hacia el sillón malva, ahora vacío, y me pareció comprender que la clave de todo aquel absurdo se encontraba precisamente allí, la misma tarde de nuestra boda, en el momento en que la sorprendí extrañamente sentada, diluida en su entorno, con la expresión —y sólo ahora encontraba las palabras adecuadas—
de la iluminada que acaba de vislumbrar el camino. Y el tiempo se encargaría de confirmar mis sospechas. Porque era como si Clarisa hubiera abrazado una nueva religión, unas normas de vida a las que se aferraba con la fuerzade una conversa, y que sólo me serían reveladas poco a poco, a medida que nos transformábamos en un matrimonio convencional, sólido, ejemplar, con un reparto estricto de funciones, y nuestros viejos proyectos —compartir problemas, trabajar juntos, hacernos cargo, en fin, del antiguo bufete de mi padre— se desvanecían uno auno, día a día, sin dejar rastro, con la más absoluta naturalidad, como si nunca, en fin, hubieran existido.
No tuvimos hijos. Clarisa se empeñó en que éramos felices así, tal como estábamos, y que la llegada de un tercero (indefenso, llorón, necesitado de atenciones), lejos de reforzar nuestra unión, no haría más que conducirla al desastre.«Seríamos como todas las parejas», afirmaba. «¿Para qué un intruso en nuestra vida?» Y es posible que no le faltara razón. Pero ese pequeño detalle no acababa de cuadrar, al parecer, con la idea que se habían formado muchos de nuestro matrimonio. Y, aunque nadie se tomó la molestia de comunicármelo abiertamente, pronto comprendí que nuestra decisión había sido recibida como una incapacidad, una carencia, una desgracia. Todavía recuerdo la irritante insistencia de algunas de sus antiguas compañeras con las que, en ocasiones, coincidía en juzgados o reuniones de trabajo. Y era curioso. Porque por más atareadas que estuvieran, por más pendientes que me parecieran de sus obligaciones o del reloj, tenían siempre unas palabras para Clarisa, un interés súbito por saber cómo se encontraba. Y un aire de suficiencia, cierta conmiseración, al enterarse de que mi mujer seguía bien, en casa, y que, de momento, no habíamos pensado en la posibilidad de tener hijos. No lo creían. No querían creerlo. Pero esa mezcla de desprecio hacia Clarisa (¿cómo una estudiante tan prometedora podía haberse convertido en una simple ama de casa?) y el deje de lástima que a menudo se reflejaba en sus ojos (por no haber sido capaz,según ellas, de darme descendencia) contrastaban aparatosamente con la franca carcajada con que mi mujer recibía la noticia de sus comentarios. «Pobres», decía, «a lo mejor todavía no han encontrado su lugar.» Yo, por aquel entonces, ya lo había comprendido todo.
El lugar, para Clarisa, era algo semejante a un talismán, un amuleto; la palabra mágica en la que se concretaba el secreto de la felicidad en el mundo. A veces era sinónimo de «sitio»; otras no. Acudía con frecuencia a una retahíla de frases hechas que, en su boca, parecían de pronto cargadas de significado, contundentes, definitivas. Encontrar el lugar, estar en su lugar, poner en su lugar, hallarse fuera delugar... No había inocencia en su voz. Lejos del lugar —en sentido espacial o encualquier otro sentido— se hallaba el abismo, las arenas movedizas, la inconcreción,el desasosiego. ¿Cómo no dar palos de ciego cuando alguien no se halla firme en supuesto? Pero Clarisa no tenía el menor problema al respecto. Su lugar éramos la casa y yo, su marido. Mi mujer era feliz, y lo cierto es que, vencida mi primitiva sorpresa y renunciando a proyectos que tal vez no hubieran cuajado con fortuna, yo también aprendí a serlo.
Sin embargo, cuando recuerdo aquellos años, aquella convivencia tranquila y alegre, no puedo dejar de referirme a un día aciago, sólo a un día, en que, de pronto, toda nuestra felicidad amenazó con venirse abajo. Una mañana soleada de un otoño especialmente frío. Un día, muy parecido a muchos otros, en que debía desplazarme a una localidad cercana y Clarisa, como en tantas ocasiones, se ofreció a acompañarme. Aprovecharía para pasear, para ir de compras, y más tarde, cuando yo hubiera terminado con mis gestiones, almorzaríamos en un buen restaurante, junto al mar. Pero al abandonar la ciudad y enfilar por la autopista, me volví hacia la derecha y observé un cerro.
—¿Qué miras?— preguntó Clarisa.
Y yo respondí:
—El cementerio. A veces en días tan claros como hoy se alcanza a ver el panteón de la familia.
Sonó un claxon, comprendí que me había desviado temerariamente del arcén y sólo después, cuando ya había recuperado el dominio del volante, me atreví a decir:
—Hemos estado a punto de morir. De no contarlo.
Y en más de una ocasión, a lo largo de mi vida, me he sorprendido pensando que quizás hubiera sido mejor así. Aquel día, en la carretera. Morir los dos a la vez. Los dos a un tiempo.
Clarisa y yo casi nunca hablábamos de nuestras familias. No veíamos la razón, no sentíamos esa necesidad o, simplemente, no nos apetecía. Alguna que otra vez, sin embargo, debí de mencionarle el nombre de tía Ricarda. Fue seguramente cuando proyectábamos un viaje a Cuba que nunca llegó a realizarse. O tal vez antes. O quizá después. No puedo precisarlo. Es probable asimismo que, en cualquiera de los numerosos pueblos a los que a menudo nos desplazábamos, la visión de una mujer silenciosa, pendiente de sus labores, jugueteando con bolillos, o mirando hacia el infinito con una débil sonrisa, me hubiera hecho evocar fugazmente a mi madre. Tan melancólica, tan secreta, tan silenciosa. De lo que no tengo ninguna duda es de haber acudido, en más de una oportunidad, a la expresión: «Parece un Roig-Miró». Y todavía me parece ver a Clarisa sonriendo, asintiendo con la cabeza. Porque, a pesar de que éste fuera mi apellido —y el suyo, en cierta forma, desde que nos habíamos casado—, no podía ignorar que me estaba refiriendo a mi padre, o mejor, al ya mítico mal genio que, generación tras generación, se atribuía a la familia de mi padre. Eso era todo. O por lo menos así fue hasta aquella mañana.
Concluí las gestiones en el juzgado mucho antes de lo que habíamos previsto. Pero no almorzamos junto al mar. Lo hicimos ya de regreso en uno de tantos establecimientos sin historia que bordean las carreteras, no puedo recordar si porque el día se había nublado inopinadamente o porque a alguno de los dos se le ocurrió aprovechar las últimas horas de luz para visitar el cementerio. Supongo que fue a mí.No veo ahora por más que me esfuerce qué interés podía tener mi mujer en conocer un lugar tan lúgubre, pero sí —y el eco de mis propias palabras en la memoria meproduce aún un profundo desasosiego— me oigo a mí mismo, en el restaurante sin nombre en el que almorzamos aprisa y corriendo, relatando esplendores pasados demi familia, rememorando a padres, abuelos, parientes lejanos, preparándola en fin para conocer el panteón, un monumento que contaba con más de un siglo deantigüedad, recargado, imponente, muy al gusto de los indianos enriquecidos que habían sido mis antepasados. Y también, cuando remontábamos el cerro, rescatando anécdotas olvidadas que de repente me parecían curiosas, fascinantes, deliciosamente ridículas. Empecé por hablarle de tía Ricarda, la hermana mayor demi abuelo, y Clarisa me escuchó con atención, con el inevitable interés que provocaba el relato de las andanzas de mi tía abuela, la misma atención con que yo, de pequeño,debí de escuchar por primera vez su historia. Porque tía Ricarda era una mujer fuerade lo común. Tiránica, soberbia, dotada de una extraña belleza. Una mujer que habíallegado a casarse hasta cuatro veces, a enviudar otras tantas, y entre cuyas disposiciones testamentarias, de las que se hablaría durante mucho tiempo, había una cuyos efectos no tardaríamos en presenciar. Entonces, con cierto aire de misterio, señalé hacia lo alto del cerro.
—Escucha— dije.
Y aquí, para mi desdicha, empezó todo.
Ricarda falleció en 1890, a avanzada edad, y a sus herederos no les quedó otro remedio que acatar su última voluntad, sus grotescos caprichos, si querían acceder a su copiosa fortuna. Porque los bienes nada despreciables que había acumulado mi tía abuela tras el fallecimiento de sus cuatro maridos resultaban irrisorios si se comparaban con los suyos propios, la riqueza que Ricarda había logrado reunir a lo largo de su vida y de la que no debía rendir cuentas a nadie, con excepción quizá de su propia conciencia. Aunque ¿tenía conciencia tía Ricarda? Los herederos no tardaron en concluir que no tenía, y en lamentarse de haber hecho oídos sordos a la leyenda que la rodeara en vida. Porque de Ricarda —cuyo tesón, belleza o capacidad de mando nadie ponía en cuarentena— se afirmaban algunos extremos a los que,obcecados por el interés, no habían prestado la debida atención, y si mi tía había sido cruel durante los ochenta años que duró su paso por este mundo, justo era sospechar que no iba a cambiar en el último instante, cuando se disponía a abandonarlo.
Clarisa me miró con el rabillo del ojo y yo decidí postergar la revelación final.
—Mi tía abuela —proseguí— fue una mujer fuera de lo común, eso parece probado. Con apenas veinte años había tomado a su cargo la explotación de una hacienda azucarera en Cuba, heredada de su padre y a la que su energía, vitalidad y dotes demando sacaron de un estado de práctico abandono para convertirla en una industria floreciente. Me gustaba imaginar la insólita figura que debía de componer Ricarda,con la melena al viento, recorriendo a caballo sus dominios, admirada como mujer, obedecida como a un hombre, envidiada, idolatrada, temida. Porque entre susmuchas capacidades la fuerza de la muñeca para manejar el látigo, el pulso certeropara asestar el golpe no se contaban entre las menores y, a decir de mi madre (que posiblemente lo habría oído de boca de la suya), todavía años después, cuando millonaria y cansada había regresado a Europa y del ingenio sólo quedaba el recuerdo, los lugareños, antiguos peones, o hijos de hijos de peones, creían en las noches desapacibles oír los cascos de su caballo y el amenazante restallido del látigo.Y entonces se encerraban en sus casas, hasta que alguien, el más joven, el más descreído, tal vez el más supersticioso, comunicaba que sólo había sido el viento, queno tenían por qué atemorizarse. Ricarda no se encontraba allí, quizás hubiera fallecido, y era únicamente el aire, para el que los cómputos del tiempo obedecían aleyes insondables, quien se divertía de tanto en tanto con esparcir rumores, voces o sonidos, producidos sabe Dios cuántos años atrás, y a los que no se debía prestar másatención que la que merecían. Ráfagas de viento. Aire.
—Pero eso —añadí enseguida, halagado ante el creciente interés de Clarisa— no son más que leyendas.
Lo cierto es que la fortuna de Ricarda —construida a base de tesón y a fuerza de látigo—
no era una leyenda, sino una realidad tangible con la que soñaban los que luego serían designados herederos. Por lo cual, seguramente, en el momento de la lectura del testamento, no concedieron demasiada importancia al último capricho dela finada, una cláusula extravagante, de obligado cumplimiento y ejecución inmediata, si no querían ser desprovistos de todo derecho al legado. Y la fallecida había establecido de forma clara y tajante su condición. El panteón de la familia (que dentro de muy poco podríamos admirar) estaba rematado por cuatro ángeles de casi dos metros de alzada cada uno y de rostros apacibles y anodinos. Pues bien, Ricarda quiso ser ángel. O, como así dedujeron los ansiosos deudos, dejar de ser demonio. Lo curioso es que el retrato designado por la testante, el óleo en el que el escultor debería inspirarse para reproducir sus rasgos y colocarlos en lugar de una de aquellas faces celestiales, no era un rostro de juventud, sino de madurez. Y aunque nadie ignoraba que la armonía del conjunto iba a resentirse irremisiblemente tras aquel añadido, nadie tampoco se atrevió a corregir los designios de la testante. Después de todo, ¿no parecía lógico que una octogenaria recordase como los mejores años de su vida, no ya los veinte o los cuarenta, sino épocas mucho más cercanas? Ricarda, pues, la mujer del látigo cuya presencia había provocado pánico en este mundo, se convertía en ceñudo y enérgico ángel al alcanzar el otro. Un ángel malvado, como pronto decidirían los numerosos beneficiarios del testamento.Porque, pasadas las primeras emociones y llegada la hora de la distribución de bienes, se encontraron con la desagradable sorpresa de que la gran herencia estaba dispuesta de tal modo que todos —y eran muchos los designados— dependían estrictamente de todos. Y entonces comprendieron la razón por la que la fallecidahabía empleado los últimos años de su vida en recabar consejo de notarios, abogadoso administradores. Ricarda había gastado parte de su fortuna en diseñar aquel jeroglífico por el cual nadie, en definitiva, pudiera gozar de la herencia.
—Qué historia —dijo Clarisa.
Pero no puedo reproducir el tono de su voz ni aventurar si había dicho «qué historia» por decir algo o si se hallaba sorprendida, aburrida o interesada. La verdades que aquella tarde en que súbitamente me sentí compelido a recordar anécdotas de familia apenas presté atención al estado de ánimo de mi mujer. Habíamos llegado a lo alto del cerro, bajamos del coche, cruzamos la verja del cementerio y yo retomé su última frase con el único propósito, supongo, de seguir hablando.
—¿Historia? Todos estos panteones deben de estar repletos de parecidas historias.Además, fuera de la pretensión de convertirse en ángel, los líos de herencia han sido siempre una constante en la familia.
Y aquí podía haberme callado y limitarme a pasear, a contemplar otras tumbas,otros nichos, otros panteones hasta llegar al nuestro o seguir especulando sobre la belleza y maldad de mi tía abuela. Pero no lo hice. Suponía que Clarisa estaba al corriente de algunas de las anécdotas que iba a relatar a continuación y tampoco este detalle me detuvo. Proseguí.
Porque no debíamos olvidar que Ricarda, al igual que el abuelo, al igual que mi padre, era una Roig-Miró y ese apellido, durante mucho tiempo, significó codicia,soberbia, un carácter irascible y un compulsivo deseo de fastidiar al prójimo. Y tal vez por eso mi padre, colérico e imprevisible como todos ellos —y desheredado a su vez por el suyo, mi abuelo—, quiso, desde que alcanzó el uso de razón, desligarse en lo posible de esa carga suprimiendo el guión que unía los dos apellidos y convirtiéndose en un Roig a secas. Aunque, ironías de la vida —y aquí me puse a reír—, de poco le sirvió. Su mujer, mi madre, se llamaba Casilda Miró Roig, y el nefasto apellido volvió así a reunirse en mi persona, con el agravante, seguí explicando (aunque Clarisa debía de estar informada de sobra), de que no se trató tanto de una burla del destino como de una fatalidad. El Miró que aportaba mi madre y el Miró del que se había desprendido su esposo procedían de un tronco común, los Miró Miró, una gente sencilla y bondadosa cuyos cuerpos, cuando se construyó el glorioso monumento con el dinero de América, fueron exhumados de sus modestos nichos y acomodados con todos los honores en el panteón de la familia.
—Es impresionante—comentó Clarisa.
Pero no me paré a pensar si lo que despertaba su atención era el gesto de los indianos enriquecidos, la cantidad de nombres obligados a convivir en la eternidad o el monumento mismo que ahora acabábamos de alcanzar y en el que tía Ricarda, en funciones de improbable ángel, no era, como yo pretendía, la única nota grotesca o carente de sentido. Lo que estábamos contemplando era lo más parecido a un homenaje a la ampulosidad, a la ostentación, al mal gusto. Recorrí las cuatro esquinas dedicadas a las cuatro postrimerías, y rematadas por los cuatro ángeles, y me detuve en la que se leía «Infierno». En lo alto, el rostro de tía Ricarda me devolvió una mirada pétrea.
—Sí, es impresionante—repetí.Y entonces caí en la cuenta de que aquélla era probablemente la única vez quecontemplaba el mausoleo con ojos desdramatizados y fríos. Porque, en las dos únicas ocasiones que había visitado aquel lugar, otro había sido mi estado de ánimo y otras mis preocupaciones. Acudí por vez primera a los siete años de la mano de mi madre, asistiendo a sus gemidos sordos, a un lloriqueo para mí incomprensible, mientras contemplaba fascinado el trabajo de un par de hombres fornidos, los vaivenes delataúd, el silencio que embargó a la reducida comitiva en cuanto se cerró la losa, un albañil dio el último brochazo de cemento y alguien pronunció un «ya está» que durante mucho tiempo acompañó mis sueños infantiles y que ahora resurgía contoda su fuerza. O tal vez era el silencio. El silencio que se respiraba aquella tarde en el cementerio o el silencio de Clarisa, quien resucitaba el «ya está» con la fuerza deaquel viento del otro lado del océano al que, no hacía demasiado, había atribuido elcarácter de leyenda. Porque no se puede decir que yo, en aquel tiempo, sintiera unaespecial emoción ante la muerte de mi padre, el Roig-Miró que quiso sersimplemente Roig, pero que, bromas del destino aparte, había heredado el genio y lairascibilidad del apellido que iba a legarme. Mi padre era un ser distante, unauténtico capitán de barco con el que nunca tuve la menor intimidad ya que mimadre se encargó siempre de hacerme llegar sus órdenes, de convertirse en sumisa intermediaria entre el capitán y el grumete. O, quizá, no había tales órdenes ni elfatídico mal genio, pero ella, la mediadora, temía que sin su intervención se desatara aquel proverbial mal carácter, la ira o la furia que a lo mejor sólo existían en su imaginación. O en la de su propia madre. «Te vas a casar con un Roig-Miró», le podría haber dicho la abuela. «Dulzura, sumisión, hija.» Y es así como no recuerdo jamás una subida de tono, una orden, un castigo, porque mi madre, tal vez antes deque al capitán se le ocurriera la orden, la subida de tono o el castigo, se anticipaba atal probabilidad con: «No juegues aquí, hijo» (o «no cantes», «no escuches la radio»,«estate quieto»), «¿No ves que estás molestando a tu padre?». Pero, desaparecido elcapitán, mi madre no asumió el gobierno del buque. Y era curioso (ahora por lomenos me parecía curioso) que la segunda vez que visité el panteón —ya adulto, conocasión del entierro de mi madre— tampoco se pudiera decir que me sintiera triste,afectado, pero sí vacío. Tremendamente vacío. Aunque no como consecuencia de lapérdida a la que en aquel momento se estaba dando sepultura, sino por haber sidoincapaz de conocer algo más de aquella mujer a la que no volvería a ver en la vida. En realidad —y entonces lo comprendí con la claridad de una revelación tardía—, era como si mi madre hubiera fallecido muchos años atrás, cuando yo observaba embelesado el trabajo de los sepultureros y alguien pronunció aquel «ya está» que ahora me devolvía el viento de la memoria. Porque, con la muerte de su esposo, parecía como si mi madre hubiera perdido automáticamente la razón de ser en estemundo. Ya no tenía que filtrar, suavizar, repetir: «¿No ves, hijo, que tu padre estáocupado?», o aplacar los terribles designios de un hombre a quien no se le dio tiempode pronunciar palabra. Y mientras yo jugaba en el salón, en el comedor o en lo quehabía sido el inaccesible despacho de mi padre, ella, sin terrenos ya que proteger oresguardar, se encerraba cada vez más en el gabinete, junto a su caja de costura. Y bordaba. Bordaba con verdadera dedicación, preguntándome a través de la puerta por mis notas, relatándome historias de la familia cuando me sentaba a su lado, rememorando a sus padres, a tía Ricarda, a los buenos de los Miró Miró, a quien fuera, con tal —comprendía ahora— de engañar al silencio, de hacer como si enaquella casa se hablara y conversara como en tantas otras, repitiendo anécdotas conla misma entonación, las mismas palabras, como quien recita una lección aprendida ocanta una tonadilla sin reparar en la letra. Y mantener la mente libre, lo más libreposible, para entregarse a las figuras que sus dedos daban vida sobre el bastidor. Aves fabulosas, plantas increíbles, caballos alados, planetas, estrellas, constelaciones improbables. No conservaba un solo mantel, un solo pañuelo, de aquellos largosaños de trabajo al que yo no concedí entonces demasiada importancia, pero queahora, por un momento, me hubiera gustado contemplar, leer como quien lee undiario íntimo, acceder a su mundo de ensueños y fantasía. De repente me sentí triste.O mejor, conseguí por primera vez sentirme felizmente triste. Porque ¿no buscan las personas en un lugar como aquél tranquilizar sus conciencias, recordar a losfallecidos, entregarse por unos momentos al placer de la melancolía? ¿No sería únicamente esa necesidad tanto tiempo acallada la que me había conducido hasta allí, a los pies del panteón de la familia? Había conseguido transformar el vacío enuna emoción desconocida. «Con unos años de retraso», me dije. No importaba. La visita al cementerio había cumplido su función.
—Pero yo... —oí de pronto a mis espaldas—. Yo no les conozco.
Y fue entonces, al volverme, cuando caí en la cuenta de que había estado durante largo rato hablando sólo para mí mismo, y me encontré con el rostro lívido de Clarisa, los ojos perdidos en un punto lejano, y sus manos. Unas manos frías como la Muerte.
Regresamos al coche y Clarisa, envuelta en la americana que le había colocado sobre los hombros, se acurrucó a mi lado, como un ovillo, hundida en un tenso silencio que por un momento, tal vez sólo para tranquilizarme, atribuí al frío, al viento repentino que se había levantado en lo alto del cerro, aún sospechando que también ese viento tenía que ver con otros vientos, vientos olvidados o viejas heridas que yo, con mi actuación petulante y estúpida, no había hecho más que resucitar en la mente de Clarisa. Porque, en aquel absurdo deseo de mostrarle antiguos esplendores o contarle anécdotas e historias de familia, no había logrado otra cosa que enfrentarla a lo que ella carecía. Recuerdos, familia, ni siquiera una lista de nombres grabados en las frías losas de un panteón ridículo y grotesco. Miré a Clarisa y le acaricié el cabello. Se diría que había perdido pie, que, por primera vez en su vida, se hallaba desorientada y que se encontraba allí, a mi lado, mientras abandonábamos la autopista y nos acercábamos a la ciudad, como podía encontrarse en cualquier otro lugar o en cualquier otro automóvil. Y es posible que fuera entonces cuando la reviví en el sillón, el día de nuestra boda, en su posición al tiempo erguida y abandonada, firme y tranquila, a gusto con su entorno, con sus pensamientos, consigo misma. Y pensé en su familia. En lo poco que me había contado Clarisa de su familia. Unos padres obligados para sostenerla a trabajar en países extraños y la noticia de un fatal accidente, siendo ella muy niña y estando al cuidado de una tía lejana. Posiblemente ignorara incluso dónde estaban enterrados,quiénes habían sido, de qué color eran sus ojos y su cabello. Clarisa, a mi lado, me pareció de pronto indefensa como una recién nacida. Y la recordé en la facultad,cuando nos conocimos. Una excelente estudiante. Sus padres, me contó entonces, le habían dejado algunos medios, pero ella se vanagloriaba de haber conseguido una beca, de estudiar por méritos propios. O tal vez los magníficos resultados que cosechaba invariablemente a final de curso no eran más que la condición inconfesada para seguir disfrutando de una beca. En realidad, ahora me daba cuenta, Clarisa siempre se mostró reacia a hablar de sí misma o de su pasado y era más que posible que, ahora, por un momento, echara en falta lo que nunca tuvo. O tal vez, decidí ya frente a la casa, al abrir la portezuela del coche, se trataba sólo de una impresión pasajera. Ella, que tan feliz se encontraba en la vida, había pensado de pronto en la inevitabilidad de la muerte.
Clarisa no quiso cenar. Se retiró pronto a la cama, dijo hallarse indispuesta y, algo más tranquila
—como si la visión de los objetos entre los que transcurrían sus días hubiera actuado como un sedante—, me besó en la mejilla y me dio las buenas noches. Pero no conseguí conciliar el sueño hasta bien entrada el alba. También a mí la visita al panteón me había en cierto modo desasosegado y confundido. O quizá todo se debiera al frío, al largo rato que, movido por aquella extraña necesidad de rememorar, habíamos pasado a la intemperie, inmóviles, a la breve emoción al evocar a mis padres, las labores de mi madre —o tal vez únicamente a mí mismo, de niño, observando las labores de mi madre—, al tardío descubrimiento de la ausenciade recuerdos de la pobre Clarisa. Aunque ¿qué podía importarnos? Si yo significaba tanto para mi mujer como ella para mí, no necesitábamos de recuerdos, de familias,de ningún pasado. ¿No habíamos contemplado la llegada de un hipotético hijo como un intruso? Y, pensando en estas cosas, en que la vida era un regalo sobre el que nodebíamos hacernos demasiadas preguntas, sino apurarlo a fondo, me sentí derepente dominado por un dulce cansancio y dormí como un niño.
Cuando desperté, el desayuno estaba preparado, las tazas dispuestas sobre la mesa y el inconfundible aroma a café recién hecho inundando la cocina. Me senté frente a Clarisa y unté una tostada con mantequilla.
—¿Cómo te encuentras? —pregunté.
Parecía cansada, como si hubiera pasado una mala noche o no se hubiera repuesto completamente de su indisposición. Untó a su vez una tostada que no llegó a probar.
—Ayer —dijo de pronto— me comporté como una estúpida.
—El imbécil fui yo —atajé de inmediato.
Y enseguida me explayé sobre las engañosas tardes de otoño, los cambios súbitos de temperatura, el despertar del viento... Mi mujer me miró con resolución.
—No era el frío —dijo.
El tono de Clarisa me sorprendió. Es cierto que mis oídos habían escuchado simplemente «no era el frío», pero sus ojos, la inmovilidad de su mano sosteniendo la taza de café, a medio camino entre la mesa y su rostro, me habían dado a entender algo bien distinto: «Cállate. No interrumpas. No me vengas con rodeos. Deja de tratarme como a una niña».
—Ayer—dijo al fin (y a mí me pareció que había preparado su intervencióndurante la noche)—
se me ocurrieron cosas fuera de toda lógica.
Me limité a interrogarla con la mirada. Mi mujer había depositado la taza sobre el mantel, junto a una tostada que no se decidía a probar, como si realmente se hallara desganada o —y esa sensación opacó la anterior— hubiera almorzado ya y sólopretendiera, con ese remedo de desayuno, abordar un tema extravagante con la naturalidad de una conversación trivial en un marco cotidiano.
—Aquellas historias que me contaste. La expresión de los ángeles... No sé. Mepareció que allí dentro había vida y que, de alguna manera, era como si... —tomó aliento para proseguir—, como si nos estuvieran esperando.
Me encogí de hombros y sonreí. También a mí se me había ocurrido algo parecido,pero no en el cementerio, sino en el lecho, aquella misma noche. Le hablé de que la existencia era un regalo y que no debíamos malgastarla obsesionándonos con la muerte. De nuevo me sentí taladrado por los ojos de Clarisa. Callé. Mi mujer,comprendí enseguida, estaba haciendo acopio de arrestos para revelarme algo.
—Si yo muero... —y al momento se corrigió—, quiero decir, cuando yo muera...¿Me enterrarás en el panteón de tu familia? La pregunta me pilló de sorpresa. Así y todo me apresuré a contestar:
—Mi familia es la tuya.
Pero enseguida me di cuenta de que lo que buscaba Clarisa era una respuesta, no un rodeo.
—Bueno —dije soportando su mirada—, eso sería lo normal, ¿no crees?
—No lo sé. —Y la resolución de momentos atrás dejó paso a una desconocida expresión de abatimiento.
—A no ser —añadí enseguida— que tengas previstas otras disposiciones.
Había intentado dotar a mis palabras de la mayor naturalidad del mundo cuando de nuevo me asaltó la sensación de que lo que realmente asustaba a Clarisa era la simple idea de la muerte. Por ello me extendí en la inevitabilidad de ciertos trámites, en las dificultades con las que a menudo se encuentran las personas que no han tenido la precaución de prever ciertos extremos, y en la evidencia de que, hoy en día,contar con un panteón —aunque fuera desmesurado y grotesco como aquél— resolvía muchos problemas o, por lo menos, ahorraba a sus propietarios la necesidadde planteárselos. Incluso me permití alguna broma que Clarisa no celebró.
—Supongo que no querrás convertirte en ángel, como Ricarda.
No. Clarisa no quería convertirse en ángel. Lo que quería Clarisa era no morirse. ¿O había algo más? La miré de reojo mientras terminaba con la segunda taza de café y me pareció como si, otra vez, intentara reunir fuerzas para hablar, para dar forma a oscuros pensamientos que le hubieran rondado por la cabeza el día anterior y que ahora le parecieran ridículos, irracionales o absurdos.
—Ayer, de repente —dijo imitando mi tono despreocupado—, me imaginé muerta, entrando en un panteón repleto de desconocidos, como una intrusa... Ya séque es una tontería. Pero me vi desarmada, sola... Un volver a empezar, ¿entiendes?
—Sí —respondí—. Te entiendo perfectamente.
No era del todo cierto. Pero Clarisa había desvelado por fin el motivo de su inquietud y de nada hubiera servido evocar de nuevo el frío o insistir en culpabilizarme de algo que, mirado ahora, en la apacibilidad de un desayuno cotidiano, no parecía revestir la menor importancia. Así que entré de lleno en la propuesta de mi esposa. ¿Era únicamente eso lo que le preocupaba? Y entonces,acudiendo a un tono paternal (que en aquellos momentos no pareció desagradarle), pregunté a mi vez de dónde había podido inferir que, llegado el día inevitable —porque algún día moriría, eso sí, no debía hacerse ilusiones—, iba a encontrarse desasistida, sola, rodeada de desconocidos. Le recordé además su fantástica salud dehierro y cierta conversación —que más de una vez habíamos traído a la memoria— sostenida en la cafetería de la facultad, siendo ella una estudiante de primero y yo decuarto, y hallándome yo aquel día fuertemente acatarrado. «¿Qué se siente»,preguntó ella, «cuando se tiene fiebre?» Al principio pensé que bromeaba pero, conel tiempo, con los sucesivos encuentros que pronto trascenderían el estrecho marcode la facultad, comprobé admirado que Clarisa era una absoluta y feliz ignorante entodo lo que hiciera referencia a dolor o enfermedad. Muy pocas veces se habíasentido indispuesta, jamás, hasta donde su memoria alcanzaba, se había vistoobligada a guardar cama y no tenía la menor idea de en qué podía consistir aquello alo que los demás se referían cuando hablaban de «fiebre». Además
—no debíamosolvidarlo— yo le llevaba cuatro años, mi salud era normal y corriente —precaria, si la comparábamos con la suya— y la mortalidad femenina, según las encuestas, iba muy por debajo de la masculina. Con lo cual —y ahora empezaba a sospechar que lo quele había ocurrido frente al panteón no era sino el efecto de unas décimas de más enun cuerpo acostumbrado a una temperatura constante— ¿por qué descartar deentrada el que yo falleciera con anterioridad o, por lo menos, muriéramos los dos aun tiempo?
—Ayer, sin ir más lejos —añadí—, ¿no estuvimos a punto de morir a la vez, demorir a un tiempo?
No ignoro que en aquella conversación absurda nos estábamos saltando la premisa fundamental, el preguntarnos si había vida después de la vida o, en caso afirmativo, si debíamos aceptar un más allá perfectamente reglamentado, ese mundo de derechos adquiridos que, aunque sólo fuera por efecto de la fiebre, había prefigurado Clarisa con el regusto amargo de una pesadilla. Pero de lo que se trataba en aquel momento no era de discutir el más allá ni la verosimilitud de una pesadilla.Y así, como en las narraciones de ciencia ficción en las que lo que menos se cuestiona es el entorno, me encontré ofreciendo mis servicios de cicerone en aquel mundo oscuro, presentándole a los miembros de mi familia e introduciéndola debidamente,con todos los honores. No sé de dónde saqué tanta elocuencia, pero mi poder de convicción fue total. Clarisa, como si fueran precisamente aquellas explicaciones y no otras las que estaba esperando, me miró agradecida.
—Es cierto —dijo sonriendo—. No tengo por qué preocuparme. Te sobreviviré.
Y como si todo aquello no hubiera sido más que un juego, me besó en la mejilla,recordó de pronto que tenía mucho que hacer y se entregó a una actividad frenética.Y mientras yo observaba cómo tazas y platos eran llevados al fregadero, las tostadas ya frías a la basura o los botes de mermelada y miel a las estanterías de la despensa,me dije complacido que no sólo eran los restos de aquel extraño desayuno los que ocupaban su lugar, sino que ella, Clarisa, intentaba por todos los medios recuperar el suyo.
No volvimos a hablar de la muerte en los términos en que lo habíamos hecho aquella mañana, ni tampoco a recordar ni de pasada la excursión al cementerio. Una vez a lo sumo se mencionó en la casa el nombre de tía Ricarda, pero tan pronto como fue pronunciado cayó en el olvido. Fue una casualidad sin consecuencias. Clarisa había decidido introducir algunas mejoras en el piso y nos estábamos preguntando por la verdadera utilidad de algunos muebles y la posibilidad de adquirir otros. Nos detuvimos así frente a una vitrina atiborrada de objetos, regalos de boda y recuerdos de familia que años atrás habíamos guardado allí de forma provisional y a los que hasta entonces no habíamos sabido encontrar un mejor destino. Hicimos un recuento decidimos conservar algunos, desprendernos de otros y guardar unos pocos en una caja de seguridad. Al llegar a un recargado collar de topacios y preguntar mi mujer por su procedencia, me encontré citando a tía Ricarda y recordando su total fascinación por la plata, el oro y las piedras preciosas. Pero Clarisa, a la que nunca lehabían interesado las joyas, no le prestó mayor atención. Eso fue todo. A los pocos días la vitrina se transformó en alacena, y Clarisa, con todo amor y cuidado, acomodó en su interior su vajilla favorita, un par de saleros de plata y diversosobjetos de uso cotidiano que, como me haría notar, hicieron de un absurdo escaparate una pieza completamente integrada en nuestra vida. Eso era lo único que importaba: «nuestra vida», y aquella felicidad de la que me encuentro falto depalabras a la hora de describirla y que sólo aparece en toda su magnificencia cuando se da por perdida. Porque Clarisa, en contra de sus predicciones, no llegó a sobrevivirme. La enfermedad apareció en la casa de repente, de un día para otro, con una rapidez y tenacidad que no dejaba dudas sobre el inminente desenlace ni siquierapara un hombre enamorado como yo, deseoso de aferrarse al más leve síntoma demejoría, a los más descabellados sueños, a la posibilidad de un milagro. Clarisa soportó su dolencia con entereza de ánimo, con valentía, con tanta serenidad que el médico, al que apenas conocíamos por no haber tenido hasta entonces que recabar sus servicios, se comportó como un amigo de toda la vida, robándoles horas a otros pacientes, acudiendo diariamente al lecho de la enferma, confortándome en cuanto Clarisa conciliaba el sueño y confesando abiertamente su admiración. Nunca, en elejercicio de su carrera, había conocido a alguien que, a dos pasos de la muerte, se comportara con tanta resignación y entereza. Aunque ¿sabía Clarisa que se hallabar ealmente a las puertas de la muerte? El último día de aquella semana de intensos dolores redoblamos la dosis de morfina y, aunque la moribunda cayó en un pesado letargo, curiosamente su rostro se contrajo como no lo había hecho hasta entonces.Ahora Clarisa sufría, sufría de verdad, como si abatida por el sueño hiciera suyos depronto todos aquellos dolores que su mente se negaba a aceptar, retorciéndose, gimiendo, musitando palabras incomprensibles.
—Está delirando—dijo el doctor.
Y salió de la alcoba.
Pero Clarisa no deliraba ni profería sonidos ininteligibles ni tampoco frases sinsentido. Me aproximé a la cabecera, sujeté su rostro entre las manos y escuché:
—Ricarda, Roig-Miró, Miró Roig, Miró Miró.
Y al rato, porque ignoro cuánto tiempo pude pasar junto a la cama, noté su mano gélida, pétrea, como ya la había conocido una vez. Y, sin saber por qué, sin encontrar palabras, me sorprendí repitiendo:
—No te preocupes, amor mío, no te preocupes.
Ahora sé que ante los agonizantes o ante los muertos se profieren infinidad de tonterías y despropósitos, entre los cuales, aquellos vanos intentos por liberar a Clarisa de toda preocupación no deben de contarse como los más absurdos. Y también que en las horas que siguen al fallecimiento del ser querido, esas horas en las que un remedo de lo que fue el cuerpo sigue ahí y se empieza a prefigurar con fuerza el vacío de lo que va a ser la Ausencia, la gente se dedica a realizar los actos más insólitos y extravagantes. Consumir alcohol los abstemios, hablar compulsivamente los reservados, encerrarse en un mutismo alarmante los charlatanes, o acometer actividades inútiles que en la desazón del momento parecen prudentes, definitivas, inaplazables. Yo no fui una excepción.
Con las primeras horas de la mañana, cuando ya en la calle se escuchaba el rumor del tráfico y la casa empezaba a llenarse de amigos y vecinos, me vestí apresuradamente, cogí una cesta y me dirigí al mercado. No estuve allí más que unos minutos. Los suficientes para adquirir algunas frutas, que escogí entre las más apetitosas, y enseguida, sin importarme lo desastrado de mi atuendo, la barba de dos días o los alimentos que asomaban por el capazo, me fui al banco. La puerta estaba cerrada y, aunque se percibía el trasiego de los empleados en el interior, tuve que esperar un buen cuarto de hora a que se diera paso a los clientes. Después, con la cesta aún más abultada, ». Me dirigí a una mercería. El establecimiento estaba repleto, pero tal vez porque era poco lo que pensaba adquirir, porque mi aspecto debía en buena lógica sobresaltar a las dependientas, o quizá, tan sólo, porque en los lugares de clientela femenina un hombre suele ser tratado con preferencia, fui atendido de inmediato. Al salir redoblé el paso y dudé un momento frente a otra tienda. Leí: ÓPTICA. RELOJES. APARATOS DE PRECISIÓN. Pero no entré. Alcancé mi portal de una corrida, no tuve paciencia para esperar el ascensor y subí hasta el piso saltando los escalones de dos en dos.
Al entrar me encontré con los amigos que había dejado al partir y a los que yo había llamado la noche anterior, más otros muchos a los que debían de haber llamado los primeros, y dos hombres de gesto sombrío e íntegramente vestidos denegro que, aun antes de reparar en el ataúd de caoba que aguardaba en el comedor,reconocí de inmediato como empleados de la funeraria. Di mi autorización para que procedieran a su trabajo, pero les rogué que antes de cerrar para siempre la caja me permitieran permanecer un rato a solas con la que fue mi esposa.
Supongo que nadie puede asombrarse ante semejante deseo, ni menos aún atreverse a interrumpir un momento como éste, el último adiós, en el que quien permanece con vida suele expresar con palabras su amor, su petición de perdón, sus ansias de reunirse lo más pronto posible con el ser querido. Y lo hace en voz alta. Como si los cuerpos de cera pudieran oír o los labios amoratados pronunciar una respuesta. Así y todo cerré la puerta con llave. Y después, solo frente a Clarisa, la besé en los labios.
Pero eso no fue lo único que hice. Había entrado en la alcoba con el producto de mis gestiones matutinas, con la cesta de la compra en la que nadie había reparado —después de todo, ¿no suelen entregarse ciertos viudos a las extravagancias más inauditas?— y con todo cuidado escogí algunas frutas, las más pequeñas, quizá lasmás sabrosas. Un aguacate, una chirimoya, un kiwi. Las coloqué amorosamente entrelos pliegues del sudario. Después, con mucha cautela, alcé los pies cubiertos deClarisa y comprobé que había espacio de sobra para lo que me proponía. Volví adepositarlos en su lugar y busqué en el fondo de la cesta el estuche que momentosantes reposara en la caja de seguridad de un banco y lo abrí. El collar de tía Ricardaemitió un brillo desacostumbrado, poderoso, como si en lugar de regresar de unencierro surgiera de las manos de un pulidor de metales o de un restaurador de joyas. No fue más que una sensación efímera, pero me aferré a ella con toda emoción.Oculté el collar bajo los pies de Clarisa y acomodé de nuevo un minúsculo kiwi que,con el inevitable movimiento, acababa de asomar por entre los pliegues del sudario.El resto resultó muy fácil. Despeiné los cabellos que alguien —una amiga, tal vez una vecina— había recogido en la nuca y camuflé entre los rizos hebras de hilo azul, rojo,dorado, plateado, naranja y siena, muy parecidas a aquéllas con las que, según meobsequiaba la memoria, mi madre bordaba aves fabulosas y paisajes imposibles. Porúltimo, muy cerca del pecho escondí una polvera de plata y un reloj. Era un reloj de bolsillo que ignoraba a quién había pertenecido, deteriorado, fuera de uso, pero detal belleza que, cuando convertimos la vitrina en alacena, había conservado junto amí, en una de las mesitas de la alcoba. «A su propietario», me dije, «sea quien sea, legustaría recuperarlo.» Pero no me estaba entregando a un ritual antiguo, ni menosaún creía seriamente que los objetos allí depositados cumplieran otro fin que el de unsimple acto de amor, un símbolo, una interpretación fiel de las angustias y fantasíasde Clarisa. Un «a ella le habría gustado», justificador de tantos y tantos actos enapariencia absurdos que yo me apresuraba a ejecutar antes de que fuera demasiadotarde, se abriera la puerta, los dos hombres de aspecto lúgubre cerraran para siempreel ataúd y partiéramos todos hacia la iglesia, hacia el cementerio, hacia el panteóndonde, para siempre, iba a reposar mi adorada Clarisa. Sí, antes de que todo esoocurriera yo había cumplido con mi obligación. Y entonces acaricié el rostro deClarisa, la besé de nuevo en los labios y le hablé en voz alta:
—¿Lo ves? No tenías por qué preocuparte.
Pero esta vez mis palabras no me parecieron insensatas ni desprovistas de sentido.
Y enseguida, como en un juego infantil, una travesura de la que sólo los dos conociéramos el código, le susurré al oído:
—Serás bien recibida, amor mío.
La casa sin Clarisa carecía de sentido. No me di cuenta de lo que esto podía significar, en toda su crudeza, hasta pasadas dos semanas de su muerte, en cuanto la benéfica labor de aplazamiento (pésames, visitas, condolencias) acaba, los amigos se retiran, todo parece indicar —y resulta sorprendente— que la vida, a pesar de todo,sigue, y uno queda dramáticamente enfrentado a la soledad, al vacío, a la ausencia.Sin embargo no me sentía capaz de tomar decisión alguna. Allí estaban los objetos,las prendas que Clarisa amó en vida. Sus jícaras, los pomos de cremas y colonias dehierbas, los vestidos de seda, que ahora yo, sumido en un profundo estado demelancolía, gustaba acariciar, recordando a mi pesar algunos consejos yadmirándome al tiempo de lo fácil que resulta para la mayoría de los humanosofrecer consejos. «Deshazte de las cosas de Clarisa. De la ropa, sobre todo. La ropa delos desaparecidos produce una infinita tristeza.» O bien: «Cámbiate de casa. Por untiempo, por lo menos. Hasta que todo recobre su lugar en la vida». Pero ¿qué podíansaber ellos de lugares? Y, sobre todo, ¿era posible que Clarisa, la mujer más feliz delmundo, hubiera abandonado el suyo? Una de aquellas noches empecé a soñar.
Primero fueron sombras borrosas, imágenes que apenas destacaban de un claroscuro, sonidos lejanos, murmullos, acaso sólo el rumor del viento. Pero la obsesión de la vigilia no me abandonaba en sueños, y pronto, en aquellas sombras,en aquellos murmullos, me apresté a reconocer la silueta querida, la voz esperada,las palabras precisas que, de poder hablar, tal vez hubiera pronunciado Clarisa. Y aunque en ningún momento, al despertar, se me ocurría poner en duda la evidencia de que aquello no era más que un sueño, a mi manera me sabía afortunado. Por las noches, por lo menos, volví a a estar junto a Clarisa. Podía reconfortarla, aconsejarla,darle a entender que no estaba sola ni siquiera en la muerte. «Tengo frío», dijo, o me pareció que decía, cuando no era más que una sombra a la que me esforzaba por dotar de voz y rostro. Y también: «Tengo miedo». Y entonces, con una sabiduría y una tranquilidad de las que en la vigilia me hubiera creído incapaz, yo le hacía notar que lo primero era imposible y lo segundo absurdo. No podía sentir frío, le decía,porque estaba muerta. A lo más el recuerdo de algo que en la vida había llamado frío. Y en cuanto al miedo, esa desazón que afirmaba padecer, no debía de ser otra cosa que desconcierto. Había leído (y en sueños citaba infinidad de títulos, nombres de autores, que al despertar desaparecían de mi memoria) que, durante los primeros días que siguen al fallecimiento, el alma se resiste a reconocer que ha abandonado el cuerpo y vaga desorientada por el mundo. Pero ella me tenía a mí. Cada noche, en nuestra alcoba, dispuesto a aclararle sus dudas. Y después, cuando supiera ya definitivamente dónde se hallaba, cuando a la desazón hubiera seguido la certidumbre, seguiríamos conversando, recordando, felicitándonos por el milagro de encontrarnos en sueños, por hacernos la ilusión de que nos encontrábamos ensueños.
Una de aquellas noches Clarisa me comunicó que se hallaba más tranquila. Había aprendido a distinguir en la oscuridad y lo que en un principio le parecieran sombras no eran tales, sino rostros. «Algunos muy amigables», dijo. «Otros, en cambio...» Y entonces, adelantándome a una nueva confesión de sus temores, le recordé que todo era cuestión de tiempo, que aquellos seres que ahora la intimidaban habrían pasado en su día por aprensiones parecidas y que no debía olvidarse de las ofrendas (y hasta esta palabra sonaba natural dentro del sueño) que la habían acompañado hasta el panteón y de las que podía hacer uso, si no lo había hecho ya, en el momento en que le pareciera oportuno. Los frutos tropicales, el reloj, el collar de tía Ricarda...
—¿Tía Ricarda? —preguntó con sorpresa—, ¿Quién es tía Ricarda?
Y al rato, como yo me hubiera quedado mudo, añadió:
—Pero si Ricarda es la criada...
Me desperté sobresaltado, prendí la luz y encendí un cigarrillo. Era la primera vez que el sueño se desmandaba, cobraba vida propia y lograba sorprenderme. Hasta entonces —y sólo ahora me daba cuenta— Clarisa se había limitado a pronunciarfrases esperadas, plausibles, tópicas. El frío, el miedo, la oscuridad. Frases quepodían encontrarse en cualquier novela, en cualquiera de aquellos tratados de almaso espíritus de los que como soñante tenía a gala conocer tan bien y que posiblementesólo mi saber inconsciente ponía en su boca. Pero lo que acababa de decir... Aunque,después de todo, ¿qué me importaba a mí la suerte de Ricarda? ¿No era más bienmotivo de júbilo el que un ser dominante y cruel como ella hubiera sido en el másallá reducido a la servidumbre? ¿No se facilitaba con eso la adaptación de la reciénllegada a aquel mundo de sombras? La brasa del cigarrillo acababa de esparcirse porlas sábanas. Busqué un cenicero y eché un vaso de agua sobre la cama. Estabadormido, aún estaba dormido. Sólo así podía explicarme el que, por un momento,hubiera concedido tanta importancia a una información producida en sueños, a unmundo que sólo existía en las imágenes que presenciaba en sueños.
Me duché con agua fría y, por primera vez en tres semanas, me dirigí al despacho.La rutina del trabajo me hizo bien. Las secretarias se deshicieron en amabilidades y atenciones. A las siete de la tarde, de excelente humor, me despedí hasta el día siguiente y las felicité por lo bien que habían cuidado de los asuntos pendientes durante mi ausencia. Ellas sonrieron complacidas. Al abandonar el edificio la portera se me acercó con cara de lástima. «Le acompaño en el sentimiento», dijo, y enseguida,con voz compungida, me habló de los desatinos de la vida, de la belleza de Clarisa, de la pérdida irremediable, de eso haría ya unos diez años, de su inolvidable esposo.Apenas le presté atención. «Ricarda», pensaba. «¡Quién lo iba a decir!» Y, después de cortar su parlamento con un efusivo «Gracias», me encaminé a buen paso hasta mi piso. En aquellos momentos sólo deseaba una cosa. Cenar, dormir, y volver a visitara Clarisa entre las cuatro paredes de su nueva morada.
Clarisa, poco a poco, se iba aclimatando. Ahora, por fin, se sabía muerta, y este hecho, difícil de aceptar en un principio, no le parecía, una vez asumido, demasiado grave. El panteón, por otra parte —la casa, decía ella—, era mucho más espacioso delo que pudiera aparentar desde fuera, y, aunque no se iba a molestar en enumerarmelas dependencias —le faltaban las palabras para nombrar lo que hasta hacía pocodesconocía y, además, estaba casi segura de que yo no podría comprenderla—, mequería enterar únicamente de que había sitio de sobra. Para los que allí estaban ypara los que sin duda algún día llegarían, cosa de la que no todas las moradas —«los panteones», convino enseguida como quien transa con alguien de otro país o de otroidioma— podían presumir. A ratos sin embargo se sentía aún confundida y triste.Era, tal como había presentido, un volver a empezar, y no todo el mundo parecíadispuesto a facilitar su integración, ni a ahorrarle trámites. Y entonces, como surostro se ensombreciera por unos momentos, me atreví a sugerir:
—Los Miró Miró, acuérdate de los buenos de los Miró Miró. Tienen que estar porahí, en
la casa... Los padres de los padres de mi abuelo. Pídeles ayuda, consejo... ¿Note dije que los habían trasladado al panteón?
Los ojos de Clarisa, como en una recordada ocasión durante un ya lejanodesayuno, me taladraron el rostro.
—Estás completamente equivocado —dijo al fin.
Y luego, para sí misma, sin abandonar el deje de desdén, pero como si se encontrara al tiempo muy cansada:
—Los Miró Miró son los peores.
Y tampoco esta vez supe qué decir. Pero no era ya la sorpresa, la indefensión ante un dato imprevisible e ilógico, la incapacidad de dejarme arrastrar por el mecanismo del sueño o rendirme a sus leyes, sino algo que estaba en los ojos repentinamente abatidos de Clarisa y que me relevaba desde aquel instante de mi inútil pretensión de consejero. La evidencia, en fin, de que desde mi mundo, yo no podía ayudarla en nada.
Así y todo insistí tercamente. No quería renunciar a nuestros encuentros, a lo único que me quedaba de Clarisa, y la sensación de que los acontecimientos allá en elpanteón, en la morada, en la casa o en lo que fuera, se sucedían con impresionante rapidez, me hacía permanecer atento, en guardia, con la conciencia vigilante dentro del sueño, esperando el momento en que las sombras se decidieran a robarle el rostro a Clarisa, a remedar su voz, a hacerme creer que me hallaba de nuevo en su presencia, a recordarle que nunca estaría sola. Pero si hasta entonces no siempre había logrado el efecto deseado, cada vez me parecía más difícil conseguirlo. Y a menudo, revolviéndome inquieto en la cama, recordaba con nostalgia sus primeras apariciones, cuando era apenas una sombra llena de dudas y yo podía aún aconsejarla desde mi mundo. Porque entonces, con una sorprendente habilidad sobre la que no me hacía demasiadas preguntas, yo sabía cómo retenerla, aprisionarla,retomar el hilo del sueño una, dos, hasta varias veces en la misma noche. Bastaba con llamarla, pronunciar su nombre y ella, obediente, acudía a la cita. Pero ahora Clarisa hablaba con voz propia, o, lo que era peor, no parecía demasiado inclinada a hablar.Y había algo más. Otros sueños, otras imágenes, otros pensamientos que, desde hacía unos días, pugnaban por hacerse oír, por apartarme de mi objetivo, por robar protagonismo a todo lo que pudiera ocurrir allí, en el lugar donde habitaba Clarisa. Y así me veía a menudo poniendo el piso en venta, mudándome a un apartamento amueblado, marcando un número de teléfono, pidiéndole una cita al doctor, el mismo doctor que con tanto cariño había atendido a mi mujer hasta el último momento. Y después, una larga conversación entre el médico y yo al calor de la lumbre. Una chimenea encendida junto a la que mi interlocutor se servía un coñac.¿Qué hacía yo en su biblioteca? ¿Qué era lo que le agradecía tan efusivamente? ¿Porqué llevaba un viejo maletín de cuero verde? ¿Por qué insistía en hablarle de la vida,de lo hermosa que era la vida y del deber que todos teníamos de disfrutarla, de apurarla a fondo? Ahora el esfuerzo era doble. Y el grito con que a menudo despertaba no era ya sólo una forma de invocar a Clarisa, sino de desprenderme de aquellas otras imágenes, por fortuna aún débiles, aún tímidas, de aquellas confusas llamadas a la razón, al orden, a todo lo que, en definitiva, me apartaba de mi propósito. Hasta que un día, cuando casi había perdido la esperanza,inesperadamente, se produjo el encuentro.
No puedo afirmar que desde el principio notara algo raro, pero sí que la visión de Clarisa, lejos de tranquilizarme, me inquietó. Estaba bella, espectacularmente bella.El abatimiento había desaparecido de su rostro y se la veía feliz, luminosa,evolucionando entre unas sombras que a ratos se interponían entre nosotros, alejaban su imagen, se erigían en una barrera que yo intentaba por todos los medios franquear. Me costó hacerme oír. «Clarisa», grité. «¿Estás bien?» La pregunta era absurda. Parecía evidente que Clarisa se sentía feliz.
—Sí —dijo al rato—, Claro que estoy bien.
Era una voz con eco. Una voz —se me ocurrió en el sueño— de ultratumba.
—¿Y los Miró Miró? —pregunté enseguida.
Ahora Clarisa me miraba con perplejidad. ¿O era cansancio? Al fin, como si recordara algo que había sucedido hacía mucho tiempo, algo que sólo a un extraño, aun forastero, pudiera interesar aún, suspiró.
—No tienes por qué preocuparte —dijo.
Pero ¿era eso una respuesta? ¿O una forma sutil de darme a entender lo que ya sabía? Clarisa no necesitaba mis consejos. Tampoco mis preguntas.
—Facción Miró Miró controlada —añadió sonriendo.
No me dio tiempo a felicitarla, a unirme a su alegría por lo que, según todas las apariencias, debía de ser una buena noticia. Enseguida aquella mueca, que yo había creído sonrisa, dejó paso a unas carcajadas sonoras, estridentes. Unas carcajadas que por unos instantes se mezclaron con el eco metálico de su voz y me produjeron un profundo desasosiego. ¿Me habría enamorado de Clarisa de saber, de sospechar siquiera, que era capaz de reír así?
Y aquí debería haber puesto punto final a nuestros encuentros. Aprovechar la sorpresa dentro del sueño para despertar, irme antes de que me echaran, intentar concentrarme en mi trabajo, pasear, llamar de vez en cuando a un amigo, acudir a un potente somnífero que me obligara a descansar por las noches (¿por eso me veía de nuevo conversando con el doctor, hablándole de lo bella que era la vida, abriendo el maletín verde y entregándole un documento, viendo cómo, ligeramente confundido,se servía una buena ración de coñac y desaparecía por unos instantes tras la copa?), convencerme de que de las dos vidas que mantenía a diario sólo una era real. Pero la seguridad de que la otra podía esfumarse en cualquier momento me obligó amantenerme con los ojos cerrados, expulsando cualquier imagen improcedente, acallando pensamientos inoportunos, deseando únicamente llegar hasta el final.«¡Debo llegar al final!», me dije. Y fue como si encerrara todo lo que me apartaba demi objetivo en un paréntesis. Una bolsa que parecía hincharse por momentos, amenazaba con explotar, ocultar para siempre la escena en la que de nuevo se habíanhecho las sombras. Pero disponía de un maletín. De pronto, como si recuperara lainiciativa en medio de una pesadilla embarullada, recordé que disponía de unmaletín. Y ese pequeño hallazgo me devolvió por unos instantes la confianza en mímismo, la convicción de que todavía podía alterar, cambiar, modificar el curso de losacontecimientos. De que existía un pequeño espacio dentro de mis sueños en el quese me permitía aún intervenir. Y el maletín además —o así lo decidí— contaba con un candado, un cierre de seguridad, una llave. Ahí lo metí todo. El doctor, lachimenea, el documento. Incluso el recuerdo del propio maletín al que hastaentonces no había encontrado utilidad alguna.
—Shhhhhhh... —oí de pronto.
Y, orgulloso de mi proeza, me sumergí en la oscuridad.
No quedaba nada. Ni siquiera el eco de las carcajadas de Clarisa. Pero al rato,aguzando el oído, me pareció percibir algunos susurros, ciertos bisbiseos, como si me hallara en el patio de butacas de un teatro, y los actores, no muy diestros desde luego, se aprestaran a ocupar sus puestos. Aunque tampoco era exactamente así, o,por lo menos, la impresión anterior no fue más allá de unos segundos. Enseguida me encontré dentro de un remolino de colores. Chirriantes, abigarrados. Un colorido —me atreví a opinar— de pésimo, redomado mal gusto, que, al poco, se fueconcretando en formas, iluminando figuras que no pude menos que reconocer. Caballos alados, paisajes imposibles, planetas, estrellas, aves fabulosas. Los bordadosdestacaban con firmeza sobre un fondo oscuro y no tardé en comprender que setrataba de un manto, una capa, una prenda de fiesta que alguien colocaba ahorasobre los hombros de Clarisa. Ella estaba de espaldas, como en una sesión de pruebasen la casa de una modista sin espejos. Pero por el extremo izquierdo del mantoasomó de pronto un pie. Un pie descalzo que acababa de aplastar la esfera de un relojal que tampoco tuve ningún problema en identificar. Y después, cuando alcé la vista, cuando recorrí el manto y me detuve en el cabello de Clarisa, pude ver sus labios, su sonrisa. Porque en una mano alzada sostenía la polvera plateada, y su espejodevolvía el recuerdo de unos labios sonriendo de satisfacción.
La visión no duró más que unos segundos. Enseguida el manto se erigió entre nosotros como un telón, una aduana, un muro. Los colores fueron desvaneciéndose y yo, sospechando que nunca más se producirían estos encuentros, que me hallaba asistiendo a la última representación, intenté hablar, gritar, hacerme oír. Pero lo único que me devolvió aquel mundo de sombras fue una voz, una entonación cansina, una advertencia que me removió las entrañas, me llenó de un sudor frío y me hizo permanecer incorporado en el lecho quién sabe durante cuántas horas.
—Hijo, por favor, no insistas. ¿No ves que Clarisa está ocupada?
Al cabo de una semana me mudé a un apartamento amueblado, puse el piso en venta y telefoneé al doctor pidiéndole una cita. «Es un asunto privado», precisé. El doctor me recibió en su casa, en la biblioteca, junto a una chimenea encendida. Le conté que me había mudado a un apartamento amueblado y había decidido vender mi piso. El me escuchó con atención. «Seguramente ha hecho usted bien», dijo al fin.«Su casa debe de estar llena de recuerdos.» Habían transcurrido ya tres meses desde que lo viera por última vez, respetuosamente inclinado sobre la cabecera de la cama,y su dedicación de entonces unida a la cariñosa acogida que ahora me dispensaba me animaron a proseguir.
Abrí el portafolios y le mostré algunos papeles. Uno era el borrador de mi testamento. Me encontraba bien de salud, no tenía por qué alarmarse, pero había decidido mostrarme precavido y repartir mis bienes entre personas de mi absoluta confianza y respeto. A él, además, le designaba primer albacea. Después le entregué una cuartilla. La redacción era escueta, tajante, clara, aunque tal vez, en su calidad de médico, no necesitara de semejante autorización. Yo, por mi parte, llevaría siempre una copia encima. Se trataba de un favor, un deseo. Debería ser él y sólo él la última persona en permanecer a mi lado en el día inevitable. Y enseguida abrí un maletín en el que el médico no había reparado, saqué algunos objetos y, evitando cualquier solemnidad, intentando dotar a mi entrega de la naturalidad más cotidiana, los deposité sobre la mesa. Una jícara de loza, un salero de plata, agua de lavanda, un camisón de seda, un retal malva en el que se apreciaban algunas manchas, una pequeña rasgadura.
—Eran de Clarisa —añadí.
Él levantó los ojos de la cuartilla. Miró los objetos. Volvió sobre el escrito y finalmente se detuvo en mí.
—Un acto de amor, claro —balbuceó ligeramente confundido.
—Sí —mentí yo—. Una promesa. Un símbolo.
Y tal vez me mostré demasiado cordial, demasiado festivo. Quizá me delaté no tanto en lo que dije como en lo que no dije. Porque evité cuidadosamente referirme al panteón, al más allá, pero en cambio me extendí con generosidad en las delicias de la vida, lo hermosa que podía ser la vida y el deber que teníamos todos de apurarla afondo. Y después, cuando le arranqué el juramento (que era en definitiva lo que me había llevado hasta allí) y nos estrechamos la mano, en un apretón firme,contundente, me pareció que el doctor —que desaparecía ahora dentro de una copa de coñac— no había accedido a mi solicitud por bondad, respeto, por comprensiónante un homenaje, un rito, ante la extravagancia excusable de un viudodesconsolado, sino que había penetrado de lleno en mi obsesión, mi pesadilla, misuplicio.
Pero ¿todavía se podía hablar de pesadilla, de suplicio? Acababa de servirme un coñac (mi anfitrión, curiosamente, había descuidado este detalle) y, al llevarme la copa a los labios
—una copa desmesurada, llena hasta el borde—, me di cuenta de que aquel acto era el primero que se apartaba del guión, de esas llamadas, sueños dentro de sueños, que me habían indicado el camino a seguir y al que el médico se había adherido desde el principio con una exactitud y precisión casi milagrosas.Porque de pronto el líquido ámbar, rojizo, en el que me había sumergido, el contorno de la copa que sujetaba con las dos manos, sí se me antojó un paréntesis, un cáliz en el que encerraba a Clarisa y sus carcajadas, aquellas risas de las que ya conocía el secreto y ahora me permitía devolverle en silencio, imaginando multitud de combinaciones, de posibilidades, reviviendo sus días en la facultad cuando todos le augurábamos un futuro espléndido, convirtiéndose de la noche a la mañana en una esposa ejemplar, admirándome, en fin, de mi intuición, de la del juez amigo, de la de cualquiera de los invitados a nuestra boda. «Clarisa conseguirá cuanto se proponga.»Aguardé con mi copa en la mano a que el doctor diera buena cuenta de la suya. Fue un extraño brindis de copas vacías. Un brindis silencioso, sin homenajes ni discursos. Porque era como si en el aire flotara un epitafio, una sentencia: «Nada es definitivo, ni tan siquiera en la eternidad». O, dicho de otra forma: Clarisa había encontrado su lugar. Bien. Pero yo, desde ahora, estaba haciendo lo posible por asegurar el mío.
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