Tales of Mystery and Imagination

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Félix J. Palma: El país de las muñecas

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A AQUELLAS HORAS DE LA NOCHE, el parque infantil parecía un cementerio donde yacía enterrada la infancia. La brisa arrancaba a los columpios chirridos tétricos, el tobogán se alzaba contra la luna como una estructura absurda e inútil, los andamios de hierros entrecruzados dibujaban la osamenta de un dinosaurio imposible... Sin el alboroto de los niños, sin sus gritos y carreras, el recinto podría haber pasado por uno de esos paisajes apocalípticos de las películas, cuya vida ha sido minuciosamente sesgada por algún virus misterioso, de no ser por mí, que caminaba entre las atracciones con el aire melancólico de un fantasma. Había regresado al parque para buscar a Jasmyn, la muñeca de mi hija, pero antes de llegar ya sabía que no la encontraría. No vivimos en el universo apacible y sensato en el que las muñecas olvidadas siempre permanecen en el sitio en el que las dejamos, sino en el universo vecino, ese reino feroz presidido por las guerras, la crueldad y la incertidumbre, donde las cosas huérfanas enseguida desaparecen, tal vez porque, sin saberlo, con nuestros olvidos vamos completando el ajuar del que disfrutaremos en el otro mundo. He de reconocer que encontrar a Jasmyn me hubiese devuelto la confi anza en mí mismo. Se trataba de una vulgar muñeca de plástico, esbelta y algo cabezona, como son todas las muñecas ahora, que ya venía bautizada de fábrica y a la que mi hija había otorgado cierta humanidad llevándola a todas partes, como si se tratase de la hermanita que Nuria y yo no habíamos querido darle. Desde que se la regalamos la pasada Navidad, tenido que acostumbrarnos a tener a aquella mujer minúscula ocupando un lugar en la mesa, en el coche, en el sofá, quién sabía si puesta ahí para delatar nuestra desgana procreadora o sencillamente porque Laurita ya era incapaz de enfrentar la vida sin su sumisa compañía. Pero, aunque podíamos aprovechar el descuido de la niña para desembarazarnos al fi n de aquella presencia incómoda, a mí no se me pasaba por alto que reaparecer en casa con Jasmyn entre los brazos me redimiría ante los ojos de mi hija, y posiblemente también ante los de mi mujer, pues era consciente de la progresiva devaluación que mi imagen de padre había empezado a sufrir en los últimos meses. Sin embargo, tras peinar el parque por tercera vez, constaté con impotencia que en el fondo no se trataba más que de otro espejismo, una nueva empresa imposible de realizar que ante la susceptible mirada de Nuria volvería a descubrir mi incapacidad congénita para afrontar las contrariedades de la vida.

Así las cosas, volver a casa sin la muñeca no era una tarea agradable, por lo que fui demorando el paso, a pesar de saber que esa noche mi mujer debía acudir a otra de esas inoportunas cenas de trabajo que tan impunemente estaban hurtando a nuestro matrimonio su faceta amatoria, la única en la que todavía no había lugar para los reproches. Imagino que fue ese afán mío por retrasar lo inevitable el que, al descubrir a mi compañero Víctor Cordero en una cafetería cercana a mi casa, me hizo entrar a saludarlo. Víctor impartía clases de Literatura en el mismo instituto que yo y, aunque por su talante hablador y algo impertinente jamás lo hubiese escogido como amigo, la dinámica laboral había favorecido entre nosotros un trato afectuoso. Apenas un año antes, con el propósito de airear nuestro matrimonio, yo mismo había tratado de instaurar unas cenas regulares con Víctor y su mujer, unos encuentros contra natura que se prolongaron cuatro o cinco meses, hasta que me resultaron insufribles los dardos que Nuria y él no podían evitar lanzarse por encima de la lubina con verduras. Aun así, intenté tensar la cuerda al máximo, pero cuando mi compañero se separó de su mujer, recobrando los modos depredadores y las bromas zafias del soltero, acabé tirando la toalla y dejando que aquellos encuentros se deshicieran como rosas marchitas que ya habían consumido su asignación de belleza.

Félix J. Palma: El valiente anestesista

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En una mañana de verano se encontraba un sastrecillo sentado frente a su mesa, cerca de la ventana; estaba de muy buen humor y cosía con entusiasmo. Por la calle subía una campesina pregonando:
-¡Buena mermelada vendo! ¡Buena mermelada vendo!
Al sastrecillo aquello le sonó a música celestial. Se asomó por la ventana y la llamó. La mujer subió las escaleras que conducían a casa del sastrecillo, llevan­do sus pesados cestos, y tuvo que sacarle y enseñarle cuantos tarros traía. El sastrecillo miró y remiró todos los tarros, metiendo en ellos las narices, tal vez tentado de introducir también un dedo, el índice, si no el pulgar, para extraerlo luego bien embadurnado de dulce e ir a posarlo sobre los labios de la mujer, respaldando el atrevimiento con una sonrisa de conquistador en decli­ve, porque el sastrecillo era un hombre, por mucho que viviera de las puntadas, y ningún hombre puede escapar a su condición, Elenita, ninguno.
Mejor que lo aprendas desde ya, cielo. Así sufrirás menos. No hay demasiada diferencia entre un hombre y una rata. Tal vez te cueste creerlo en un principio, por­que ellos, los muy ladinos, saben disimularlo. Nada más te conviertas en la hermosa muchachita que tus rasgos prometen te asediarán ejércitos de ellos, ocultando su naturaleza de sabandijas bajo sonrisas baratas y regalos caros. Pero una vez obtengan lo que quieren, compro­barás cómo los más se abandonarán a la inercia, y los menos ni se molestarán en seguir con la farsa aunque sea cansinamente, sino que se arrancarán la máscara y se mostrarán ante ti sin truco ni cartón, egoístas, insensi­bles, pero sobre todo infieles. Así que, de no ser esto un cuento infantil sino la vida misma, mi Elenita, el sastrecillo no podría resistirse a la tentación de comprobar si su atractivo continúa aún vigente, si todas esas canas no han hecho más que prestigiarlo y, después de todo, las caricias quincenales de su esposa no esconden, como viene sospechando de un tiempo a esta parte, ningún reyes de asco u obligación. Se untaría el índice, si no el pulgar, y así untado de albaricoque lo aproximaría a los labios de la vendedora, que lo acogería sin sorpresa, juguetona, involucrando la lengua, entregándose como en trance al eficaz lameteo, porque si esto fuese la vida y no un cuento para niños, Elenita, puedes estar segura de que la vendedora sería una jovencita orillada en los veintipocos, de esas que han aprendido a medrar a golpe de caderas y honduras de escote. Una lagarta de las que andan a la caza de hombres maduros con anillo que la rieguen con sabiduría y promesas y que, nada más reba­sar la puerta y sentir el cálido abrazo del lujo, el guiño del dinero allí donde mirase, habría echado mano de todos sus encantos para barrer cualquier remordimiento
que el hombre pudiese tener y convertirlo a golpe de pestaña en un títere del deseo, porque si esto fuera la vida lo único raro de la historia sería que la zorrita no vendiese enciclopedias ilustradas en vez de esa estúpida mermelada. 

Félix J. Palma: Margabarismos

Félix J. Palma





I. Hacia Marga
El retrete del bar La Verónica ni siquiera merece­ría ese nombre. Era un cuartucho maloliente, de una angostura de armario escobero que obligaba a orinar con la taza incrustada entre los zapatos y el picaporte de la puerta presentido en los ríñones, frío y solapado como una navaja. Sobre la boca desdentada que semejaba el escusado, cuya loza exhibía barrocos churretones ama­rillentos, colgaba una cisterna antigua que desaguaba en un estrépito de temporal, para quedar luego exhausta, como vencida, antes de emprender el tarareo acuoso de la recarga. Sobre la cabeza del usuario se columpiaba una bombilla que lo rebozaba todo de una luz enferma, convirtiendo la labor evacuatoria en una operación triste y atribulada. La desoladora escena quedaba aislada del resto del mundo por el secreto de una puerta mugrienta, que lucía delante el medallón reversible de un cartelito unisex y detrás un garrapateo de impudicias surgidas al hilo de la deposición. Y sin embargo...

II. Con Marga
Yo solía dilapidar las tardes en La Verónica, el único bar de los que se encontraban cerca de casa que a Marga le repugnaba lo bastante como para no ir a buscarme. Era un lugar en verdad repelente, que parecía desmejo­rar día a día, como si la cochambre del retrete se fuese apoderando lenta, pero inexorable del resto del local, de su mobiliario e incluso de su parroquia. Cubría su suelo un mísero tafetán de huesos de aceituna y mondas de gambas, y era difícil encontrar un trozo de pared libre de la imaginería de la tauromaquia. Regentaba su barra un chaval granujiento que acostumbraba a errar al tirar la cerveza, y, arrumbada en un rincón, canturreaba ensimis­mada una tragaperras, hecha a la idea de seguir rumiando sus premios durante siglos a menos que la trasladaran a algún otro negocio que contara con una clientela menos refractaria a las componendas del azar.
En aquel escenario nauseabundo y ruinoso me escon­día yo de la implacable proximidad de mi mujer. No es que me desagradara su compañía, pero tras el tormento de la oficina lo que menos necesitaba era tenerla a ella rondando a mi alrededor, detallándome las incidencias de su trabajo en el instituto, las mortíferas travesuras de los alumnos o las ridículas cuitas sentimentales del pro­fesorado. O, lo que era aún peor, sentándose junto a mí en el sofá, recogiendo las piernas como una pastorcilla y aventurando estratégicas caricias aquí y allá, buscándome las cosquillas amorosas con la intención de restaurar la sed de antaño, de prender en mí alguna chispa de deseo que nos condujera al lecho, o incluso a la mesa de la cocina, sin querer resignarse Marga a la rutina emasculadora del matrimonio, a habitar una relación que se descomponía irremediablemente con el paso de los años, como ocurría en las mejores familias. Harto del anecdotario del instituto y de su cruzada con­tra el tedio sentimental que nos envolvía, recurrí a las migraciones vespertinas, fui probando bares y cafeterías hasta encontrar un espacio blindado de mugre donde sus remilgos no le permitieran internarse. Nada más lo encontré, supe que había recuperado mis tardes para emplearlas en beber cerveza sentado en una esquina de La Verónica o, si me venía en gana, emprender tranqui­los paseos, ir al cine u ocuparme de algún otro asunto que ella no tenía por qué conocer.

Félix J. Palma: Maullidos

Félix J. Palma



A Juan Bonilla, que padeció su primera parte.


Desde la terraza no puedo verlo, así que no sé qué tamaño tiene, ni de qué color es. Lo único que sé es que cada noche, encaramado al tejado, maúlla mi nombre a la luna. No soy ningún experto en gatos, pero creo que debe de estar en celo porque emite esos maullidos desconsolados tan parecidos a los sollozos de los niños pequeños. Bien mirado, podría decirse que suena incluso aterrador. Al oírlo, no puedo evitar pensar en el lamen­to de esos seres pálidos que, en las películas de terror, siempre encierran en los sótanos. Y cada vez estoy más convencido de que maúlla mi nombre.
Me gustaría tener una segunda opinión, claro. Alguien a quien decirle: ¿Oyes, ese gato no está llamándome? Pero Virginia me abandonó hace casi dos meses, antes de que comenzaran los maullidos, con el mismo sigilo con el que apareció en mi vida. Un día cualquiera, salió a comprar sus lechugas para repoblar mi deforestada nevera y ya no volvió, pese a que esa misma mañana, con su cuerpo trenzado al mío, me había asegurado que ahora que me había encontrado jamás me abandonaría. Tras su huida, lamenté que los dos meses de pasión que habíamos pasado encerrados en mi apartamento, ajenos al mundo exterior, no hubiesen dejado algo más útil que la felicidad, como un número de teléfono, una dirección, o unos apellidos que sumar al nombre que, una vez desapareció, me apliqué a balbucir a cada hora como un hechizo que ya no la invocaba. Pero ella había planteado así las cosas: dos almas desnudas, cepilladas de identidades e impurezas cotidianas, ardiendo la una en la otra. Quería que me bastase únicamente con su cuerpo, con sus ojos verdosos, con su cabello mojado, que nada supiera yo de lo que ella era cuando no estaba conmigo. Quería un amor fuera del mundo, incluso del tiempo, liberado de la costra de las circunstancias, un amor sólo de carne y huesos y piel eléctrica. Ya habría tiempo para lo demás, para aquello que nos volvería mundanos, sabidos, otros. Para aquello que probable­mente nos desbarataría. Y yo acepté aquellas condiciones, que no hicieron sino presentarla ante mis ojos como ella quería: un espíritu del bosque, una criatura feérica, últi­mo pespunte de un linaje mítico jalonado de hadas, fau­nos y elfos, y de la que lo único que debía saber era que me amaba como nadie me había amado nunca y como nadie lo haría jamás. Aunque de haber sospechado que un buen día desaparecería, le hubiese exigido hasta la dirección de su dentista. Así podría ir a buscarla a algún sitio más fácil de encontrar que un bosque encantado.
Virginia, la mujer que nunca me dejaría, se fue una tarde cualquiera de hace dos meses Y desde que se fue no logro dormir por las noches. La oscuridad se estira sobre la ciudad, y yo, desde mi cama, vigilo el mundo, que a esas horas sólo emite crujidos de navío a la deriva: el bufido eléctrico del frigorífico, el eructo metálico del ascensor recorriendo clandestinamente las entra, ñas del edificio, un claxon solitario, lejano, como el lamento de un moribundo. Escucho todo eso con suma atención, pero, sobre todo, escucho al gato, el único ser vivo que, aparte de mí, parece estar despierto a este lado del universo. Tal vez si me llamase Evaristo, Froilán o Salustiano las cosas serían más fáciles. Es prácticamen­te imposible que un gato pueda maullar esos nombres. Pero me llamo Juan, como mi padre, como mi abuelo, como el Tenorio. Y el gato parece saberlo porque todas las noches, con asombrosa puntualidad, acude al teja­do y me llama con desesperación, con dolor. Me llama como quien llama a su amor.

Félix J. Palma: Una palabra tuya

 Félix J. Palma



-Podrías aprovechar el fin de semana para arreglar la lámpara del salón -sugirió Pilar, a modo de despedida.
Hubo un tiempo en que las despedidas eran otra cosa. Estaban hechas de abrazos inflamables y de besos que reventaban en la boca como cerezas mordidas, derramando en el paladar un jugo dulce que te consolaba mientras veías partir el tren. Había palabras sin refinar, surgidas directamente de lo profundo del alma, e incluso algún proyecto de lágrima que titilaba en la comisura del ojo sin llegar a caer, como si ambos considerásemos la momentánea separación como una afrenta injusta que no creíamos merecer. Pero habían bastado cinco anos de matrimonio para que las reuniones empresariales a las que Pilar debía asistir cada mes perdiesen todo su dramatismo. Las despedidas las resolvíamos ahora sin aspavientos en el salón de casa. Parecía como si, a pesar de que la maleta llevaba casi una hora colocada junto a la puerta, ninguno sospechara lo que iba a ocurrir hasta que oíamos el claxon del taxista; entonces, aliviados de no disponer de tiempo para más, nos apresurábamos a despedirnos con un abrazo casi oficial, durante el que Pilar aprovechaba inevitablemente para reprobar mi pereza doméstica: si no era la lámpara del salón, era cualquier otra cosa. En realidad, no había diferencia entre arreglarla o no, pues siempre habría alguna engorrosa tarea por solventar que me impediría mostrarme ante ella libre de pecado.
-No olvides recoger a la niña a las siete -me recordó junto a la puerta, antes de apedrearme los labios con un beso urgente.

Félix J. Palma: Un ascenso a los infiernos



El día que Mateo decidió subir a los infiernos a res­catar a la Dolores amaneció lluvioso. Fue esa misma lluvia la que lo despertó al repercutir contra la ventana del cuarto donde lo habían arrumbado, una habitación diminuta en la que se sentía como un faraón enterra­do junto a un rebujo de posesiones absurdas: una tabla de planchar, varias cajas de juguetes rotos, un puñado de herramientas de jardinería, una bicicleta oxidada que colgaba de la pared semejando la osamenta de un ciervo. Como siempre, sus ojos tardaron en acostumbrarse a aquella luz turbia. Permaneció unos minutos en la cama oyendo los sonidos que acotaban el mundo que latía tras la puerta: el crujido de los muebles del salón, las respiraciones que se escapaban de los dormitorios, y más allá, los pasos de los más madrugadores, horadando con sus prisas la tierna arcilla de un mundo recién creado. Pero también prestó atención a la marea de su interior, tratando de descubrir sin éxito algún acorde desafina­do, alguna punzada misteriosa que anunciara un fallo en la maquinaria. Había sobrevivido a otra noche más. Sin embargo, por una vez, encontró sentido a no haber muerto discretamente durante la madrugada a causa de algún paro cardiaco, que era como morían los viejos sin inventiva. Hoy tenía algo importante que hacer. Se levantó ungido de una resolución inédita, y comenzó a vestirse aprovechando la inercia del impulso, un poco a tientas en aquella claridad sucia. Se peinó con los dedos, ocultó su blando andamiaje bajo la concha del abrigo, y huyó del piso antes de que los demás despertasen, trastornando la casa con el ajetreo de las redadas.
Cuando emergió del portal, Mateo descubrió con alivio que había escampado. Acariciando el bulto que llevaba en el bolsillo, recorrió lento las calles, que se hallaban húmedas, como resentidas. Atravesó el parque-cito, sumergiendo sus zapatos en la alfombra de crujidos que tejía la hojarasca. El amanecer escanciaba sobre los árboles desmochados la luz gloriosa del otoño. Junto a él, haciendo resonar la tierra, pasaban algunos corre­dores envueltos en sus respiraciones ferroviarias y, de vez en cuando, la maleza escupía un gato de fisonomía líquida, que le dedicaba una mirada cómplice, como si conociese sus propósitos.

Félix J. Palma: El muchaho dulce


Cuando Luz cumplió dieciocho años, su abuela Alba colocó en la puerta de la casa un cartelito que rezaba: se necesita novio. Tras múltiples retoques, el anuncio resultó ser un sencillo pañito de terciopelo azul con el aviso a los pretendientes en onduladas letras de hilo plateado. Desde que sus padres aceptaron el puesto vacante de pareja voladora en un circo que se detuvo unas semanas en el pueblo, entre otras cosas para celebrar un funeral imprevisto por sus dos trapecistas, Alba pasó a ocuparse de la pequeña Luz. En un principio, aquella custodia debía corresponderse tan sólo con los cinco meses del contrato, pero el espectáculo de los Amantes Alados, con sus besos de amor a treinta metros del suelo, se convirtió en el número estrella del repertorio circense, desplazando incluso al domador de peces, y una y otra vez Luz recibía postales de ciudades enormes y extrañas que nadie sabía encontrar en los mapas, en las que la letra saltarina de su madre le aseguraba encarecidamente que sólo seguirían en el circo hasta la próxima escala. Pero cuando Luz le pidió a su abuela un nuevo álbum para las postales, Alba comprendió que sus cuidados no iban a ser tan provisionales como parecían en un principio, y supo que de sus débiles manos y no de otras debía salir la fuerza necesaria para enderezar a su nieta y que ésta creciera lo más derecha posible. Alba asumió la empresa con entusiasmo, no sólo porque la distraía de pensar en el nicho que ya tenía reservado en el cementerio, sino porque aquello le daba la oportunidad de plagiar los mejores momentos de su vida y de volver a exponer su carne entumecida a ese regalo de lumbre alegre y tumultuosa que emiten sin querer los adolescentes.

Félix J. Palma: Los desprendidos



Lo cierto era que en la vida de Damián Ortega no había excesivas alegrías. Cada mañana ejecutaba el mismo ritual sonámbulo y anodino: se abrillantaba con Agua Brava la quijada afeitada medio a ciegas, se calzaba su gastado traje gris, se estrangulaba el pescuezo con la corbata, empuñaba la cartera y, con ese atavío, lo más parecido a un uniforme de camuflaje con el que pasar desapercibido en la trama del universo, bajaba a la calle dispuesto a encarar con indiferencia una jornada predecible y cansina donde la única sorpresa solía ser la nueva publicidad de la parada del autobús, que cuando no lo decepcionaba con la prosaica estampa de una lavadora, lo tentaba con playas remotas o con una Maribel Verdú apretada en encajes, como un merengue donde ejercitar la lengua.

Esa mañana, sin embargo, ocurrió algo extraordinario. Con miraditas de soslayo estudiaba Damián las excelsas ubres de la Verdú como si hubiera de practicarle una mamografía, cuando el autobús de las ocho despuntó en el horizonte. Se aproximó renqueante, hasta los topes de congéneres belicosos y amodorrados. A ese emplaste de humanidad azocada se sumó Damián, ocupó el hueco que le correspondía en la argamasa con algo de contorsionista, pinzó la barra pringosa con la derecha, apretó el asa del maletín con la izquierda, y se preparó para abstraerse de todo cuanto lo rodeaba durante la media hora larga que duraba su trayecto.

Félix J. Palma: Morir en tu bañera y otras lamentables casualidades



¿Cuánto? ¿Algo más de lo que dura un cigarrillo o lo que se tarda en escoger una corbata? ¿Aproximadamente el tiempo que se necesita para resolver un crucigrama? ¿Justo lo que dura la cópula entre dos homínidos poco imaginativos? ¿Tal vez la duración de un noticiario? ¿Acaso lo que invariablemente tarda en morírseme una planta? ¿Quizá lo que dura la espera en cualquier administración pública? ¿Lo que tarda en llegar un ascenso? ¿Lo que tardé en preparar aquellas malditas delicias de calabacín a la menta? ¿Lo que se tarda en aceptar un cáncer incurable? ¿Cuánto puede tardar en ducharse una desconocida?

Tras las cortinas, cuajaba la mañana. Si aquello continuaba así, iba a llegar tarde al trabajo. Llegaría tarde incluso a mi propio funeral. Antes de que el aburrimiento me llevara a prender con el cigarrillo las cortinas del dormitorio para contemplarlas arder, lo apagué contra el cenicero. El excesivo número de colillas que lo desbordaba hablaba por sí solo. Aquella ducha se antojaba larga y tediosa como la gestación de un elefante. Me la imaginé frotándose concienzudamente cada recoveco de su anatomía, con esa desesperación de las niñas que son forzadas regularmente por sus padrastros, tratando de arrancarse mi repugnante aroma de la piel. Pues pudiera ser que Rosa hubiese sufrido un rapto de arrepentimiento tras haberse apareado conmigo, y necesitara una ducha redentora y maratoniana. Después de todo, qué sabía yo de ella, salvo que era azafata del puente aéreo, que poseía una carrocería acorde con su cargo y que bebía para olvidarse de un tal Rojas, un cabrón que se acostaba con cualquiera en cuanto ella le daba la espalda. Eso era lo poco que había tenido tiempo de averiguar en el bar, antes de tomar el taxi, donde ya supe del sabor a venganza de su saliva.

Félix J. Palma: Venco a la molinera



Lo primero que hice al llegar a mi apartamento fue desplomarme heroicamente sobre el sofá, con ese dramatismo un tanto vanidoso de quienes necesitan creer que aun estando solos siempre hay alguien que mira, que vigila, que evita que nuestros pequeños infortunios pasen desapercibidos en el contexto del universo. El trayecto en taxi con la ventanilla bien abierta, a pesar de que el tráfico había resultado más fluido de lo habitual, no había logrado mitigar el mareo que me había producido el vuelo, aquella turbulencia a escasos minutos del aeropuerto que me había desordenado las tripas, conminándonos a la mayoría a guardar el alma dentro de la bolsita marrón de los asientos en una repugnante sinfonía de arcadas. El apartamento no olía a cerrado, y supe que Berta se había tomado también la molestia de airearlo al regar mis plantas. Dado lo poco que hoy en día cotizan en bolsa las relaciones vecinales, una vecina como Berta era todo un lujo, quizá un guiño de Dios para que no perdiese la fe en el género humano todavía. Me deshice con placer de los zapatos, arrojé a un lado el maletín empachado de congreso y desde mi horizontalidad pasé revista a lo poco de apartamento que registraban mis ojos.
Atisbé por entre la puerta entornada de la cocina un papelito adhesivo pegado al frigorífico y sonreí, conmovido por esos pequeños detalles que tan sigilosamente enuncian amistades enormes: debía de tratarse de la receta que Berta había prometido pasarme para sorprender a Mónica en la cena íntima de la noche próxima, último capítulo de un meticuloso plan de copas y conversaciones que me permitiría adquirir ante sus ojos una dimensionalidad nueva al mostrarme como uno de esos hombres de hoy amigos de su propia cocina (había comprado expresamente un delantal lleno de motivos idiotas para lucirlo a la hora de servir la cena con la certeza de que ella lo encontraría más entrañable que ridículo; cuando cumpliese su objetivo ya lo quemaría). Cerré los ojos, convencido de que con aquel vértigo atroz poco partido más podía sacarle al día, que empezaba a declinar tras la ventana, y me dormí sin desvestirme, todavía con la corbata apretándome sin ganas el cuello como un estrangulador jubilado y la mortaja de la chaqueta, como si aún no hubiese llegado a casa, dispensado de la aburrida tarea de volver a ser yo por unas horas más.
Cuando volví a abrirlos, ya inmerso en un sábado luminoso, comprobé aliviado que no me quedaban secuelas del mareo. Durante la ducha fui recuperando mi existencia, reconociendo como mío todo lo que me rodeaba, tomando mis quince días de congreso en Boston como una excepción y no una realidad. Me puse unos vaqueros y una camisa limpia y enfrenté al fin la nota de Berta, el desafío culinario en el que consumiría la mayor parte de la tarde. Venco a la molinera, anunciaba en letra de palo Berta, antes de desgranar una retahila de ingredientes, consejos, truquitos e incluso un par de chistes pésimos vagamente relacionados con algún paso de la operación. ¿Venco? ¿Qué diablos sería aquello? ¿Algún tipo de pescado? Recordaba haber convenido con ella en que era mejor un plato sencillo y efectivo que sorprender a mi invitada con una extravagancia que me inclinara peligrosamente hacia la pedantería. Y ahora me salía con aquello. ¿De qué había servido discutir sobre ello dos largas horas? No me esperaba aquella puñalada por la espalda. Creía que Berta y yo estábamos juntos en esto...

Félix J. Palma: Confusión macabra



Los lunes, la ciudad tiene un despertar cansado de perra recién parida. Eliseo Barroso siempre asiste al remiso advenimiento del día tenso bajo las mantas, imaginando que su parsimonia se debe a los problemas de la luz para asirse a un mundo que la noche abandonó húmedo, como si la claridad resbalara continuamente de las lentejuelas de rocío derramadas sobre la hierba del jardín. A veces, consume un largo rato contemplando a Verónica, que duerme separada de él por esa distancia que la rutina matrimonial impone en el lecho. Y entonces siente una mezcla de piedad y envidia al oír el significativo ronroneo con que ella anuncia la perfección de su descanso. Por su postura confiada, Eliseo deduce que Verónica cree ocupar el espacio que le corresponde, su exacto lugar en el mundo. Incluso se atrevería a decir que ha dejado que la vida la arrastre sin resistirse hacia este momento de vulgar plenitud, convencida de que yacer cada noche junto a él es lo correcto.
Eliseo, sin embargo, apenas logra adentrarse en el sueño, como esos ancianos que no pasan de mojarse los pies en la puntita del mar. Hace casi tres años que le atormenta la idea de habitar una madriguera errónea, de encontrarse en el colchón equivocado. Por eso, en las honduras de la madrugada, se escurre del lecho y se encierra en el baño. Allí, sentado sobre el inodoro, realiza siempre el mismo ritual. Abre su cartera y, con dedos de cirujano, le extrae el corazón: el recorte de periódico que le confirma que toda su vida es un error monumental, un despropósito en el que nadie repara. Ajado y amarillento, el recorte muestra la fotografía de una mujer que dedica a la cámara una mirada entre aturdida y furiosa. En el pie de foto puede leerse: Laura Cerviño Frías, una de las víctimas del equívoco. Sobre la crónica, hay una entradilla donde se nos informa de que, debido a un error del hospital, una mujer tuvo que velar durante diez horas el cadáver de una desconocida. El titular reza: Confusión macabra.
Cuando la primera cuchillada de luz hiende la cortina del dormitorio, Eliseo dedica al despertador el alzamiento de cejas que lo hace sonar. Verónica, como si el timbre la arrancara siempre de entre los brazos de Errol Flynn, suelta invariablemente un gruñido hosco. Comienza entonces la torpe representación de la higiene personal, los tropiezos en la angostura del baño y el rezongar del niño, una coreografía doméstica con aires de danza sagrada que acaba desembocando milagrosamente en la pastoril escena del desayuno: Verónica perfumada hasta la médula, vestida de profesora de instituto; el niño repeinado, practicando la lectura con las esquelas del periódico; y él amortajado en gris sucio para la oficina. Todos alrededor del plato de tostadas que ha brotado como por arte de magia durante el ceremonial.

Félix J. Palma: Bidelot



Alberto no descubrió cuánto necesitaba abrazar a alguien hasta que aquella anciana desconocida se le abalanzó con la intención de envolverlo en sus brazos. ¿Cuánto hacía que él no tenía oportunidad de realizar aquel gesto de cariño? En la oficina era algo impracticable, con su padre hacía mucho que resumía sus afectos en el beso casi arzobispal que desovaba cada noche sobre su frente, y desde que Fátima, harta de trabajos esporádicos, había decidido enfangarse en unas oposiciones a la administración pública, sus encuentros se reducían a un torpe intercambio de palabras en el descansillo de una escalera desvencijada, rebozados en penumbra sucia, mientras su madre los espiaba con la puerta entreabierta fingiendo que trasteaba en la cocina. Famélico de contacto humano, Alberto correspondió al abrazo de la anciana sin pensárselo, como en un acto reflejo: la estrechó entre sus brazos poniendo cuidado en no troncharle la osamenta, que se adivinaba frágil como un entramado de barquillo, y aspiró su aroma a piel gastada, abandonándose a la bonanza del roce, disfrutando de aquel inesperado trato epidérmico. La apretó con firmeza, metódico y agradecido, mientras se llenaba de ella como un cántaro, sabiendo en el fondo que aquello no podía prolongarse mucho más, que en breve la anciana lo miraría a la cara y comprendería que la penumbra del pasillo le había hecho confundir a algún ser querido con el vendedor de enciclopedias.

Sin embargo, cuando al fin deshizo el abrazo para enfrentar su mirada, los labios de la anciana no dibujaron otra cosa que una amplia sonrisa.

Félix J. Palma: Los Arácnidos





Antes de acudir a casa de mi abuela cacé una mosca. Era un ejemplar diminuto, de cuerpo gris metálico y ojos de un negro fulgurante. La atrapé al vuelo en la terraza, y la sostuve entre el pulgar y el índice, como quien se dispone a enhebrar una aguja. Así estuve un rato, aspirando el aroma de los almendros que la brisa arrastraba hasta mi ático mientras sentía contra la yema de los dedos el rebullir de aquella vida minúscula e insignificante que, como un dios cruel, podría truncar con sólo una ligera presión. Hice algunos amagos de aplastarla, arrancándole acordes agónicos, pero finalmente la encerré en un frasco y aguar­de a que Sandra saliera del baño contemplando cómo el insecto exploraba su prisión en un vuelo frenético, negándose a aceptar que se encontraba atrapado.
Me apresuré a disimular el tarro entre los adornos de la mesita cuando oí abrirse la puerta del baño. Sandra emergió junto a una nube de vapor y efluvios de perfumería, envainada en un sugerente vestido de terciopelo azul que le dejaba la espalda al descubierto y dibujaba con precisión su silueta de ánfora. Su aspecto me agradó, pues nunca la había visto tan elegante, pero enseguida comprendí que con semejante tributo a la sofisticación lo único que pretendía decirme era que aquella cita era tan importante para mí como para ella. Otra vez su notorio afán por agradar, su empeño mal disimulado por hacer que lo nuestro funcionara, que aquellos pasos erráticos nos encaminaran hacia algún sitio. Nos habíamos conocido hacía apenas un par de semanas, pero yo la había catalogado casi al instante. Sandra res­pondía a un patrón que conocía de memoria: treinta y muchos, con más llagas en el corazón de las que creía merecer, recelosa ante los nuestros pero con miedo a quedarse sola, a envejecer sin un cuerpo amigo al otro lado del colchón. Enseguida supe que bastaría con que yo le diese pie para que me asfixiara con todo el amor que venía recolectando desde los remotos tiempos del ins­tituto, cuando en las últimas filas de los cines empezó a com­prender que los príncipes azules no eran más que una engañifa.

Tales of Mystery and Imagination