En una mañana de verano se
encontraba un sastrecillo sentado frente a su mesa, cerca de la ventana; estaba
de muy buen humor y cosía con entusiasmo. Por la calle subía una campesina
pregonando:
-¡Buena
mermelada vendo! ¡Buena mermelada vendo!
Al sastrecillo aquello le sonó a música
celestial. Se asomó por la ventana y la llamó. La mujer subió las escaleras que
conducían a casa del sastrecillo, llevando sus pesados cestos, y tuvo que
sacarle y enseñarle cuantos tarros traía. El sastrecillo miró y remiró todos
los tarros, metiendo en ellos las narices, tal vez tentado de introducir
también un dedo, el índice, si no el pulgar, para extraerlo luego bien
embadurnado de dulce e ir a posarlo sobre los labios de la mujer, respaldando
el atrevimiento con una sonrisa de conquistador en declive, porque el
sastrecillo era un hombre, por mucho que viviera de las puntadas, y ningún
hombre puede escapar a su condición, Elenita, ninguno.
Mejor que
lo aprendas desde ya, cielo. Así sufrirás menos. No hay demasiada diferencia
entre un hombre y una rata. Tal vez te cueste creerlo en un principio, porque
ellos, los muy ladinos, saben disimularlo. Nada más te conviertas en la hermosa
muchachita que tus rasgos prometen te asediarán ejércitos de ellos, ocultando
su naturaleza de sabandijas bajo sonrisas baratas y regalos caros. Pero una vez
obtengan lo que quieren, comprobarás cómo los más se abandonarán a la inercia,
y los menos ni se molestarán en seguir con la farsa aunque sea cansinamente,
sino que se arrancarán la máscara y se mostrarán ante ti sin truco ni cartón,
egoístas, insensibles, pero sobre todo infieles. Así que, de no ser esto un
cuento infantil sino la vida misma, mi Elenita, el sastrecillo no podría
resistirse a la tentación de comprobar si su atractivo continúa aún vigente, si
todas esas canas no han hecho más que prestigiarlo y, después de todo, las
caricias quincenales de su esposa no esconden, como viene sospechando de un
tiempo a esta parte, ningún reyes de asco u obligación. Se untaría el índice,
si no el pulgar, y así untado de albaricoque lo aproximaría a los labios de la
vendedora, que lo acogería sin sorpresa, juguetona, involucrando la lengua,
entregándose como en trance al eficaz lameteo, porque si esto fuese la vida y
no un cuento para niños, Elenita, puedes estar segura de que la vendedora sería
una jovencita orillada en los veintipocos, de esas que han aprendido a medrar a
golpe de caderas y honduras de escote. Una lagarta de las que andan a la caza
de hombres maduros con anillo que la rieguen con sabiduría y promesas y que,
nada más rebasar la puerta y sentir el cálido abrazo del lujo, el guiño del
dinero allí donde mirase, habría echado mano de todos sus encantos para barrer
cualquier remordimiento
que el hombre pudiese tener y convertirlo
a golpe de pestaña en un títere del deseo, porque si esto fuera la vida lo
único raro de la historia sería que la zorrita no vendiese enciclopedias
ilustradas en vez de esa estúpida mermelada.
Tal vez resultara menos simpático así, más soso
sin el índice, si no el pulgar, circulando por la boca temprana de la joven,
como un caracol que dejara una baba de albaricoque. Pero ya se las arreglarían
ambos para convertir el acto de ojear la enciclopedia en un cambalache de
roces in crescendo que únicamente pudiera resolverse en una posesión convulsa
sobre la mesa de comedor, sobre la lustrosa tabla de caoba alrededor de la cual
comían a diario esposa e hija, suegros por Navidad. Allí fue descubierto,
ensimismado en la desleal perforación, sofocado en una telaraña de prendas de
encaje, los pantalones en los tobillos, el trasero magro, velludo, nunca antes
iluminado desde aquel ángulo, por aquella luz acostumbrada a acoger únicamente
inocuas escenas dominicales. No es que el sastrecillo fuese descuidado, ni
sastrecillo era, que ni un botón sabía remachar, sino anestesista, Elenita,
como tu padre, de esos que no hacen más que darle el pie al cirujano, por mucho
que él se empeñe en dotar a su oficio de implicaciones filosóficas, que Morfeo
bastardo lo llamaba yo aunque hoy lo dejaría sólo en lo de bastardo.
Descuidado, no, ya digo, metódico a más no poder, eso sí, que incluso al
despertador le producía pudor sonar si él ya estaba en pie y hasta calvo se iba
quedando sin sorpresas, en censada despoblación. Por eso estoy segura de que se
abandonó a la coyunda como lo hizo, sin necesidad de mirar el reloj, con esa
asquerosa seguridad suya, bastándole tan sólo una ojeada a la inclinación de
navio de la mañana, a las tres cuartas que le faltaban al sol para dorar el
brazo del sofá. Por eso se abandonó con la despreocupación de un colegial,
sabiendo con exactitud el tiempo de que disponían, repartiendo los minutos
venideros escrupulosamente, tanto para la cópula febril, tanto para el abrazo
poscoito, un generoso puñadito para que ella pudiese vestirse sin una excesiva
premura que subrayara lo clandestino de la situación, y unos segundos extras
por si la chica se le revelaba engorrosamente cariñosa y era necesario buscar
el talonario, que más vale prevenir. Eso quiero creer, Elenita, que con
medirse en carne joven le bastaba, que no trataría de buscarle continuidad a
aquel encuentro ocasional y mucho menos se dejaría embrujar por tanta
adolescencia bruta, que ni siquiera se le pasó por la cabeza tirar por la borda
quince años de matrimonio.
¡Claro que
este es el mismo cuento que te contaba papá, tesoro! Pero anda, cierra los ojos
de una vez e intenta dormir, que mamá ha tenido un mal día y también está
deseando acostarse. ¿Por dónde iba? Ah, sí, ahora viene lo de las moscas.
Resulta que en el cuento el sastrecillo despide a la vendedora y da a la
mermelada un uso estrictamente culinario, es decir, se limita a aplicarla
castamente en una hogaza de pan. El proyecto se le llena de moscas, claro, como
una especie de plaga enviada por nosotras ante un gesto tan hipócrita. Por la
desfachatez de mentir a tantos niños fingiéndose inmune a su ineludible y
primaria herencia, se ve obligado a asistir asqueado al nauseabundo ballet que
progresa sobre su desayuno, algunos de los miembros acampando ya sobre la
sabana de albaricoque. Total, que el sastrecillo tomó un trapo y atizó un
capirotazo a la ultrajada rebanada. Al retirarlo, aparecieron varios dípteros
incrustados en el pan como adornos de azabache, rubricando con un exiguo aleteo
sus mínimas existencias. Contó siete. Y tal proeza se le antojó extraordinaria,
digna de ser conocióda en toda la ciudad.
Así que, ni
corto ni perezoso, bordó en su cinto la leyenda «Siete de un golpe», y se echó
a las calles para que todos pudieran leer su logro, como seguramente hubiera
hecho tu padre, Elenita, de no haber sido descubierto, pues así son los
hombres, alimañas incapacitadas para vivir en silencio sus hazañas, trovadores
vanidosos que necesitan cantar sus propias gestas, sobre todo si se trata de
escaramuzas venéreas. Que incluso existen locales habilitados para tales
confesiones, desde casinos inmundos hasta clubes refinadísimos donde detallar
los lujuriosos episodios entre indolentes partidas de squash. Y cuántos carnés
de lugares de esos le amueblaban a tu padre la cartera. Cuántos escenarios
diferentes podría haber escogido para relatar su justa matinal a los compadres
sudorosos de no ser porque el previsor anestesista erró al casarse con una
mujer propensa al despiste esporádico, al cultivo de variopintos descuidos cuya
arbitrariedad él quizá hubiese tratado de medir usando cartulinas de colores o
programas informáticos, de manera que incluso mis futuros olvidos tuviesen ya
asignados día y hora en alguna de sus agendas.
Desde luego no había ninguno previsto para esta
mañana, a juzgar por la sorpresa de su cara al dar con mi presencia muda,
perpleja, diríase que incluso sumida en un recogimiento místico, oportunamente
enmarcada en el quicio de la puerta como una virgen en su hornacina. Y te
asombraría saber, Elenita, la de cosas que puede llegar a pensar una mujer al
contemplar el cuadro de su marido atareado entre las piernas de otra, que de la
incredulidad más espantosa pasé al espanto más incrédulo y de ahí a un odio frío
y luego a una rabia caliente y enseguida al bochorno extremo y después al
análisis técnico y finalmente a un inesperado efecto de anamorfosis, pues el
cabeceante calabacín del trasero, visto desde aquel ángulo inédito, se me
antojó una enorme y descarnada calavera. No supe qué hacer. No supe qué decir.
Ninguna palabra o gesto me resultaba aplicable a la escena. Recoger los
documentos de don Zambrano e irme tampoco podía. Entonces me fijé en el
cenicero de mármol verde que había en la mesita, y comprendí de golpe por qué
nunca nos habíamos deshecho de él a pesar de que era un cenicero horrible y
para colmo ninguno de los dos fumaba ya. Supe entonces que la cabeza de tu
padre era el secreto destino de la pieza, que con la misión de desnucarlo había
aguardado allí, paciente y letal, intentando pasar inadvertido a pesar de lo
llamativo del color y del tamaño. Y mientras lo alzaba y hacía puntería,
recordé con sumo afecto al extraño hombrecillo que se presentó en nuestra boda
con aquel regalo, mordisqueó un par de langostinos encogido en su rincón y
luego desapareció, dejándonos a los presentes tan sólo el acertijo de su
mesurada presencia y las cáscaras de su leve atracón. Pero, a pesar de contar
con el galvánico empuje del despecho, compuso el cenicero un vuelo alicaído muy
por encima de la absorta cabeza de tu padre y fue a estrellarse contra el
acuario. Tras el golpe, el mar pareció eructar sobre la alfombra. El estruendo
desconcentró a los amantes, y cada uno se esforzó en buscar la causa de aquella
palpitación de peces que empedraba el suelo. Fue el anestesista quien,
beneficiado por su posición decúbito prono, reparó primero en mí, y, entre
manotazos, como chapoteando en un líquido espeso, se apresuró a descabalgar de
la muchacha en pos de la decorosa verticalidad. Tras el laborioso desacople,
quedó ante mí homínido y confuso, ridículamente trágico entre los estertores de
los peces. Primero me midió inseguro, pero enseguida estalló en una verborrea
desesperada. Esto no es lo que parece, aclaró entre aspavientos de gran
teatralidad, como si acabara de descubrir que todo en el mundo estaba
equivocado y quisiera compartirlo. ¿El cenicero no era un cenicero, entonces?
¿Había tratado de desnucarlo con el abono de la ópera, con una empanadilla de
atún? Puedo explicártelo, me decía una y otra vez mientras la explicación se
cubría sus rotundos argumentos y desaparecía con explicable aplicación,
terminada ya su labor de carcoma. La miré fugarse con su gracioso trote de
potrillo, y deseé tener su edad y sus turgencias e irme con ella a seguir destruyendo
familias, huir de aquella escena a la que no le veía resolución, no ser yo la
destruida. Pero no podía, cada uno tiene su papel asignado en la gran tragicomedia
de la vida y yo debía continuar allí, estaba claro, con tu padre revoloteando a
mi alrededor, ocupado en un soporífero monólogo de atormentado al que restaba
puntos su macilenta desnudez. Me dolía la cabeza y de pronto todo se me
antojaba erróneo, absurdo, pero ¿qué se puede esperar de un mundo tan ilógico,
donde las mujeres tartamudas no dan a luz siameses y nadie sabe qué preguntan
con el cuello los flamencos? Me llevaba los dedos a las sienes pero el
atribulado anestesista no recibía el mensaje. Continuaba con su exaltado parlamento
porque había que solucionar la cosa enseguida, en caliente, antes de que todo
aquello me cristalizara en la cabeza. Hablaba y hablaba, utilizando unas veces
un tonillo quejumbroso y otras una entonación cosmopolita. como si no tuviese
claro si debía rebajarse o despreocuparse, y sólo cuando deposité a sus pies
una maleta con cuatro prendas guardadas al buen tuntún, interrumpió su letanía
y anunció con expresión grave que aquello no significaba nada, que él me seguía
queriendo. Ya ves, Elenita, encima debía agradecerle su escasa implicación en
aquel espectáculo de perros que había protagonizado sobre la mesa, su desmedida
fidelidad a mí aun cuando atrancaba el sexo de otra. Valiente hijo de puta.
Por eso ya
no están los peces en el salón, cielo, y por eso llegué tarde a recogerte al
colegio por primera vez en ocho años, que si algo jamás le perdonaré a tu padre
serán aquellas lágrimas tuyas, tan innecesarias, que impregnaron mi pañuelo con
la ternura del rocío. Ni tu llanto, ya digo, ni tampoco la afectada mueca de tu
profesora al reconocer en mi aliento el tufo de los dos martinis que había
necesitado para mitigar el nerviosismo de mis manos al volante, ese perfume de
barra de bar que tan injustamente justificaba mi retraso. Por eso, Elenita, por
eso llevo todo el día taciturna, bebiendo a escondidas en la cocina y
estancándome en los espejos, convenciéndome de que las arrugas me dan carácter
y tratando de entender a tu padre mientras tú, desde tus deberes, intentabas
entenderme a mí. Y por eso estoy aquí ahora, leyéndote un cuento, como cada
noche hacía tu padre, aunque maldita las ganas que tengo, para que te duermas
creyendo que el mundo continúa como siempre, a pesar de que mis silenciosos
paseos por el piso parecían desmentirlo.
¿Y por
dónde andará tu padre ahora? ¿Se habrá refugiado en un hotel a esperar a que
se me pase el enfado devorando las almendritas del minibar o andará deambulando
por las callejuelas más inhóspitas de lu noche, arrastrando su maleta y su
pecado como un espectro reconcomido por la culpa? Ojalá se encontrara él también,
en algún momento de su garabateo de pasos, a un gigante malcarado, como acaba
de ocurrirle al sastre-cilio del cuento. Pero no a un gigante bonachón que lo
desafiara a arrojarle piedras al horizonte y él pudiera engañarlo soltando el
pájaro que llevaba en el bolsillo, sino a uno de esos que son un recosido de
cuero de moto, oscuridad de delito y traumas de infancia, un profesional que le
adivinara el fruto maduro de la billetera nada más aventurarse en su territorio
y, a ser posible, que no se contentase con que este se la entregara mansamente,
que le ofendiera incluso su apariencia de limosna. Un gigante que considerara
imprescindible apalear al anestesista en la intimidad de un callejón
cualquiera, asqueado por ejemplo por su traje, cuyo impecable corte pregonaba
una vida cómoda y displicente, una de esas impúdicas existencias con todo dado.
Así que al callejón, a conocer el dolor y el sufrimiento ahora que todavía
estamos a tiempo. De manera que el mismo azar que me lo había arrebatado por la
mañana me lo devolviera por la noche, eso sí, muy roto y arrepentido, con la
penitencia de múltiples facturas que tardaran en sanar y un susto dentro que
lo despertara durante años bañado en sudor, con el recuerdo indeleble de una
puntera entre las costillas.
Eso me gustaría, Elenita, que tu padre sufriera
también con esto, que me llamaran de urgencias ahora mismo, ¿Señora Cárdenas?
Verá, no se asuste, pero su marido ha sufrido... y que dejaran la frase ahí,
sin terminar, y pintarme los labios con esmero, haciendo esperar al taxista, y
encontrarlo hecho cisco en una camilla, gimiendo mi nombre como un marinero
borracho, con todo vendado. Salvo las manos, tesoro como si el gigante tampoco
hubiese podido resistirse al embrujo de las manos de tu padre, que todavía
recuerdo la primera vez que las vi, asomando de la chaqueta de aquel hombre tan
corriente que me abordó en un bar del que no tardamos en marcharnos juntos.
Recuerdo que le acepté un par de copas a regañadientes, cansada como estaba de
tantos moscones, antes de mirarle las manos. Luego no me importaron ni sus ojos
de sapo ni sus dientes de conejo ni sus chistes sin gracia. Quería pasar el
resto de mi vida contemplando aquellas manos. Quería tocarlas. Quería que me
tocaran. Eran de una delgadez prodigiosa, capaz de quebrarse si sostenían más
de un cigarrillo a la vez, y tan pálidas que parecían emitir una fosforescencia
lunar. Estuve un rato absorta, contemplándolas desplazarse por la barra, entre
copas y ceniceros, como dos peces abisales. No tardé en preguntarle a qué se
dedicaba, convencida de que un ser con unas manos como aquellas únicamente
podía mas-turbar ángeles. Fue entonces cuando, como si yo hubiese pulsado una
tecla, la mirada se le ensombreció y su voz se llenó de retumbos trágicos. Yo
mato personas, me confesó expulsando el humo con parsimonia, y luego las
resucito. Soy un asesino de mentira, un criminal de juguete, un matador
impotente. Soy la cabezadita eterna, el artificiero de la muerte, un tren de
cercanías al Hades. Yo me desentiendo de la materia. Yo manipulo almas. Eso
dijo, así, de golpe, tétrico y altanero. A pesar de mi embriaguez, logré un
dignísimo alzamiento de cejas, y él supo que ya me tenía. Y me explicó,
moviendo teatral-mente el marfil de sus manos como un prestidigitador sin
naipes, que mientras el cirujano se enfangaba en el barro de la carne, él
tomaba la gema del espíritu, le ensartaba el sedal y con un hábil movimiento de
muñeca la lanzaba
a los abismos para rescatarla luego
envuelta en miasmas metafísicos, empapada del mismísimo aliento de Dios. No me
importó que yo fuera otra más a la que hipnotizaba con aquel discurso reflejo.
Lo único que deseaba era sentir sobre mí aquellas manos de porcelana que quizá
esa misma mañana habían sobrevolado a algún paciente, acunándolo dulcemente en
una nana de éter, pero reteniéndolo asido al mundo con alfileres de oxígeno.
Esa noche acabamos en su apartamento anestesiados de amor, envueltos en el
beleño que produce el goce. Y tan bello me resultó el espectáculo de sus manos
correteando por mi cuerpo como ratones albinos que decidí que ya no me
acariciaría nadie más, que aquellas manos nacaradas explorarían mi barro para
siempre por mucho que no lograran pasar de ahí sin recurrir al pentotal.
En fin,
cielo, que tras varios episodios más donde el sastrecillo demuestra su
extraordinaria astucia, logra por fin casarse con una princesa y heredar un
reino. Y todos felices, que para eso es un cuento. Pero ¿y si no llamaran del
hospital, Elenita? ¿Y si sonara ahora el teléfono y al levantar el auricular
encontrara la voz de tu padre allí ovillada, repitiendo mi nombre como una
letanía húmeda, paladeando cada sílaba, desgarrando las letras como un
enamorado? Qué haría, Elenita, si lo escuchara llorar desde algún rincón de la inhóspita
noche, si me pidiera perdón y me confesara que no podría vivir sin mí. Qué
haría entonces, Elenita, qué haría. ¿Seguiría adelante con esto o le perdonaría
para que nuestra vida continuara pareciendo un cuento infantil? ¿Y por qué no
llama?
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