Miguel de Unamuno po Alejandro Cabeza |
El angosto camino, tallado a pico en la desnuda roca, va serpenteando sobre el abismo. A un lado, empinados tormos y peñascales, y al otro lado óyese en el fondo oscuro de la sima el rumor incesante de las aguas, a las que no se alcanza a ver con los ojos. A trechos forma el camino unos pequeños ensanches, lo preciso para contener una docena mal contada de personas; son a modo de descansaderos para los caminantes sobre la sima y bajo una tenada de ramaje. A lo lejos se destaca del cielo el castillo empinado sobre una enhiesta roca. Las nubes pasan sobre él, desgarrándose en las pingorotas de sus torreones. Entre los romeros va Maquetas. Marcha sudoroso y apresurado, mirando no más que al camino que tiene ante los ojos y al castillo de cuando en cuando. Va cantando una vieja canción arrastrada que en la infancia aprendió de su abuela, y la canta para no oír el rumor agorero del torrente que ocurre invisible en el fondo de la sima. Al llegar a uno de los reposaderos, una doncella que está en él, sentada sobre un cuadro de césped, le llama: -Maquetas, párate un poco y ven acá. Ven acá, a descansar a mi lado, de espalda al abismo, a que hablemos un poco. No hay como la palabra compartida en amor y compañía para darnos fuerzas en este viaje. Párate un poco aquí, conmigo. Después, refrescado y restaurado, reanudarás tu marcha.
-No puedo, muchacha -le contesta Maquetas amenguando su marcha, pero sin cortarla del todo-, no puedo; el castillo está aún lejos, y tengo que llegar a él antes de que el sol se ponga tras de sus torreones. -Nada perderás con detenerte un rato, hombre, porque luego reanudarás con más brío y con nuevas fuerzas tu camino. ¿No estás cansado?
-Sí que lo estoy, muchacha.
-Pues párate un poco y descansa. Aquí tienes el césped por lecho, mi regazo por almohada. ¿Qué más quieres? Vamos, párate.
Y le abrió los brazos ofreciéndole el seno. Maquetas se detiene un momento, y al detenerse llega a sus oídos la voz del torrente invisible que corre en el fondo de la sima. Se aparta del camino, se tiende en el césped y reclina la cabeza en el regazo de la muchacha, que con sus manos rosadas y frescas le enjuga el sudor de la frente, mientras él mira con los ojos al cielo de la mañana, un cielo joven como los ojos de la muchacha, que son jóvenes.
-¿Qué es eso que cantas, muchacha?
-No soy yo, es el agua que corre ahí abajo, a nuestra espalda.
-¿Y qué es lo que canta?
-Canta la canción del eterno descanso. Pero ahora descansa tú.
-¿No dices que es eterno?
-Ése que canta el torrente de la sima, sí; pero tú descansa.
-Y luego...
-Descansa, Maquetas, y no digas «luego».