Miguel de Unamuno por Joaquín Sorolla |
Era lo que se llama un investigador. Buscaba el misterio de la vida, que lo es de la muerte, ya que ese misterio no es sino la linde misma en que ambas se unen, acabando aquélla, la vida, para empezar ésta, muerte. Y buscaba ese misterio por el camino de la ciencia, como si ésta resolviese misterios, cuando más bien los suscita. De cada problema resuelto surgen veinte problemas por resolver, se ha dicho. Y también el océano de lo desconocido crece a nuestra vista escalamos la montaña del conocimiento.
Dedicose a disecar células armado de los más potentes microscopios, y el misterio de la vida, que no es sino la misma vida conocida, no aparecía por parte alguna. Quiso, con la química llegar a la entraña del átomo, del último elemento material, y se sorprendió haciendo geometría fantástica. Y acabó por dedicarse a la paleontología y a la exploración de las cavernas de los más antiguos restos del hombre.
Es decir, restos del hombre más antiguo, del que ya no seria hombre.
Descubrió un día una nueva caverna a orilla del mar. Penetró en la cueva y escarbando dio con una hacha de sílice sujeta, como a mango, a un hueso de animal antediluviano, y allí grabado una svástica.
Del cual creía que ha salido la cruz. “Es un símbolo del Sol”, se dijo. El hacha aquella, lejos de pesarle, parecía como si le alzase, le exaltara, le empujara al cielo. Era como un imán que tendía a lo alto, al reino del sol del medio día. Un pastor, al quien encontrarle cuando salió de la caverna le mostró el hacha, le dijo: “!Es una piedra de rayo!”. Los pastores y las gentes del campo creen que esas hachas de sílice que se recogen para guardarlas en nuestros museos como objetos prehistóricos, son piedras que caen con el rayo. «¡Supersticiones!», pensó nuestro investigador; pero al sentir que el hacha seguía atrayéndole a lo alto, empujándole hacia arriba, se dijo: «Quién sabe... acaso tira hacia la matriz del rayo con que vino ... » Y es que ya no sabia ni lo que se pensaba.
Movido ya de un misterioso empuje, fuera ya de sí y como loco, echó a andar siempre hacia lo más alto, cuesta arriba. Y así llegó al pie de Gredos.
Era el invierno. Las cumbres del espinazo central de España, de sus vértebras sobre el corazón, estaban sepultadas bajo la nieve. Y aquella nieve parecía tirar del hacha de sílice, de la piedra de rayo. ¿No era más bien el cielo?
Emprendió la ascensión. El viento le cortaba la cara y le atenazaba el corazón. La subida era terrible. Más de una vez, desalentado, resollando, sintió el abatimiento del vencido y pensó en volverse y renunciar a aquella suprema investigación. Pero la piedra de rayo tiraba de él. Quería tentar el último experimento, ir hasta donde aquel misterioso impulso se le llevara.
Vio que iba dejando una huella de sangre en la nieve. Y donde la gota de sangre caía horadaba la nieve, calando hasta la roca. Falto de aire, ahogándose, miraba al cielo, océano de aire libre y azul. El corazón le martillaba la cabeza como si fuera un yunque; cada latido lo sentía en las sienes como un martillazo de crucifixión. Y miraba de cuando en cuando, en los breves descansos, la svástica como a una empresa. ¿Qué querría decir allí, en aquella prehistórica hacha de sílice, aquel símbolo del Sol del que le habían enseñado que salió la cruz? ¿Era un signo de la muerte? Medio muerto, llegó a la pingorota del picacho del Almanzor. No se podía subir más.
Se tendió allí, cara al cielo, y se puso a resollar. Era como si el aire le penetrase por entero, como si cerniera en medio de él, como si su corazón fuese un misterioso meteoro que lo mantuviera en el cielo. Sentía un sueño tremendo, un sueño que le daba miedo, miedo de no despertar de él. Pero se durmió. No soñó nada. Y al despertar encontrose con mucho más sueño, un sueño que era como hambre y sed de reposo, inacabables. Era como la fatiga de todos los siglos que habían pasado, como si sobre él pesara el cansancio del trabajo todo de la creación. «No hay futuro bastante para mi descanso», pensaba, «la eternidad es corta para mi hambre de sueño»... Sintió de pronto una punzada y un sobresalto en el corazón. Allí tenía, junto a él, la piedra de rayo, que seguía empujándole hacia arriba. Pero ¿cómo iba a subir más? ¡No era posible! ¡Si pudiese elevarse como los buitres y las águilas por encima de las crestas de la montaña! «Me moriré aquí», pensó, «rendido por este sueño enorme, y los buitres me devorarán y me llevarán así más alto.» Y luego se dijo: «¡Ya desvarío! »
La piedra de rayo seguía empujándole hacia arriba. Se puso en pie. Cogió la piedra en una mano y dio un salto. Es que pensó, ¡desgraciado!, si la piedra le levantaría por los aires, si acaso fuese un talismán para poder volar sin alas sobre las cumbres de las montañas y perderse por encima de las nubes. No fue más que locura. El salto le hizo caer sobre el picacho y quedar maltrecho. Y la piedra seguía empujándole al cielo.
De pronto le entró como una revelación; empuñó la piedra y con la fuerza toda que le quedaba lanzola al cielo. Y le hirió la vista un rayo, un rayo que brotó del cielo azul, el rayo de la piedra. Era que sangraba el cielo. Porque era sangre, verdadera sangre, sangre luminosa, divina que, cayéndole en los ojos, le cegó.
Y es que vio crecer el Sol hasta cubrir el firmamento entero y cuanto había bajo de él hasta envolverle. Y al ver que el Sol lo llenaba todo y que no había sino luz, pura luz encontrose en las tinieblas. Ya ciego vio las tinieblas de Dios. Cayó del picacho a un montón de nieve. Y sintió que la nieve se derretía bajo de él, de su fiebre, y que iba ahogándole con su cuerpo ensangrentado. Y que el sueño le ganaba las entrañas. A la vez se le derretía el miedo a la muerte. Sólo echaba de menos quien le curara, quien brizase aquel su último sueño. Recordaba las monótonas canciones con que tantas veces su madre le brizara los sueños de la inocencia. 0 cuando se dormía con una oración cantada en la boca.
Entonces del poso de la infancia de su alma brotó el Padrenuestro, canturreado como se lo hacían cantar en la escuela, y sólo al acabar él
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