(Y Jacob llamó aquél lugar Panuel o sea
Cara de Dios, pues dijo:"He visto a Dios
cara a cara y aún estoy vivo."
(Génesis 32,31)
Mi vida ha sido agitada. Fui testigo de cómo el cielo de Constantinopla se oscureció a mediodía cuando la madre del emperador, Irene la ateniense, ordenó cegarlo en la habitación misma en la que lo había parido. El sol se ocultó entonces en un súbito anochecer. En la ciudad se escuchó un grande y amargo clamor. Hombres y mujeres se postraron y mientras se desgarraban las ropas y se arrancaban los cabellos, suplicaban llorando al Señor que tuviera piedad de Constantinopla. Tal vez esas mismas palabras pronunciaba en ese momento el emperador en su palacio, mientras de hinojos, rogaba a su madre que no le pusiera la espada ardiente sobre los párpados.
En los cuarteles los soldados encendieron las antorchas con manos trémulas; en los templos los monjes oraban de bruces en el suelo y observaban de reojo los cirios para ver de cuántas horas de luz disponían. Pero la oscuridad duró poco.
Las campanas de la iglesia de los Santos Apóstoles repicaron agradecidas cuando el sol salió de nuevo. El emperador Constantino no volvió a ver la luz.
Hay quien dice que ese día las naves de todas las naciones equivocaron su rumbo; el Mármara se convirtió —mientras duró esa noche breve y terrible—en una charca descomunal de pez negra. Creo que es verdad, y que Irene, confundida por las turbias razones que el eunuco Estoraquio derramaba en su oído, creyó que la suma de su eunuco y ella misma igualarían la fuerza de un hombre y adoptó el título de basileus.
Si Estoraquio no hubiese sido un eunuco, los soldados lo habríamos seguido hasta el trono.
Luché al lado de sus hombres en Macedonia, y demostró ser un general valeroso y despiadado.
Pero era incompleto.
En la Pascua del año del gracia de 799, fui a buscar a una siciliana de la que me había encaprichado a un burdel cercano al palacio. Habíamos bebido muchas copas de vino especiado y el ruido del cortejo nos despertó apenas. Como en un sueño me asomé a la ventana y vi, iluminada por la luz azul de alba, a la madre del emperador en un carro de oro cuyas ruedas opacaba el polvo amarillo que los cascos de su cuadriga levantaba. La seguían sus soldados, los hombres de Estoraquio y una multitud que gritaba y lloraba. Ella misma conducía la cuadriga imperial, formada por caballos blancos. Salí a mirarla, incrédulo. Irene cumplía con el rito imperial como si hubiera nacido varón en lugar de mujer: vestía de púrpura y arrojaba las monedas de oro adornadas con su perfil a los pobres.