Comieron junto en el coche-comedor y salieron a fumar un cigarro en la plataforma. El hombre se encogió de hombros, sonriendo ligeramente, cuando Aliaga le recordó que infringían una disposición de la empresa; agregó algo como que existía en la vida un conjunto de leyes y reglamentaciones, que, como los cercados demasiado bajos, sólo sirven para dar a ciertos actos los incentivos de lo vedado. Hablaba con desdeñosa frialdad, alzando el labio superior de una manera particular, que dejaba ver la blancura de agudos incisivos. Aliaga lo había conocido en el Retiro, mediante la presentación de un conocido común, al tomar entrambos el nocturno de Santa Fe. No había oído claramente el apellido, sonaba como Cortínez o Martínez y otra cosa. Uno de esos nombres que dicen poco, en fin.
El tren rodaba rápidamente a través de campos obscuros y silenciosos. La noche era serena y fresa y en el azul tenebroso el cielo, las estrellas brillaban altísimas, como profundizadas en el firmamento. Fumaban en silencio; Aliaga convenía consigo mismo en que los cigarros del amigo eran excelentes. Había comido con buen apetito y se sentía inclinado a preparar calmosamente el sueño de la noche.
El tren pasó sin detenerse por frente a una estación rural y los fanales del andén iluminaron fugazmente el semblante de su mudo compañero. Aliaga tuvo un sobresalto y miró, sorprendido. Falacia de la luz sería, pero el caso es que el hombre tenía una cara inquietante. No se explicó Aliaga cómo no había reparado antes en aquel semblante alargado, – parece estirado artificialmente, pensó – donde los ojos pequeños y fríos fulguraban agudamente. En la boca, de labios finos, había un no sé qué de extraño que hizo vibrar secretamente los nervios de Aliaga.
–No es una boca humana, – díjose, iluminado de súbito. – Hay algo que no es humano en ella. Se rió en seguida, silenciosamente, de la ocurrencia. Pero había pensado en los vampiros. De todos modos, en aquella boca había algo de animalidad inferior que infundía sorda desazón en el espíritu.