Tales of Mystery and Imagination

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María Teresa Andruetto: La mujer del moñito

María Teresa Andruetto



Hacía poco tiempo que Longobardo había ganado la batalla de Silecia, cuando los príncipes de Isabela decidieron organizar un baile de disfraces en su honor.
El baile se haría la noche de Pentecostés, en las terrazas del Palacio Púrpura, y a él serían invitadas todas las mujeres del reino.
Longobardo decidió disfrazarse de corsario para no verse obligado a ocultar su voluntad intrépida y salvaje.
Con unas calzas verdes y una camisa de seda blanca que dejaba ver en parte el pecho victorioso, atravesó las colinas. Iba montando en una potra negra de corazón palpitante como el suyo.
Fue uno de los primeros en llegar. Como corresponde a un pirata, llevaba el ojo izquierdo cubierto por un parche. Con el ojo que le quedaba libre de tapujos, se dispuso a mirar a las jóvenes que llegaban ocultas tras los disfraces.

Entró una ninfa envuelta en gasas.
Entró una gitana morena.
Entró una mendiga cubierta de harapos.
Entró una campesina.
Entró una cortesana que tenía un vestido de terciopelo rojo apretado hasta la cintura y una falda levantada con enaguas de almidón.
Al pasar junto a Longobardo, le hizo una leve inclinación a manera de saludo. Eso fue suficiente para que él se decidiera a invitarla a bailar.

La cortesana era joven y hermosa. Y a diferencia de las otras mujeres, no llevaba joyas sino apenas una cinta negra que remataba en un moño en mitad del cuello.

Risas.
Confidencias.
Mazurcas.

María Teresa Andruetto: Huellas en la arena

María Teresa Andruetto



En los confines del desierto un hombre y una mujer se encuentran para hacer un viaje. El hombre se llama Ramadán, la mujer Suraqadima, y el viaje que emprenden más parece una huida.
Antes que el viento lo disuelva, se puede ver el dibujo de los pies sobre la arena: las huellas cruzan el desierto hasta el oasis donde abrevan los hombres y las bestias.
Junto al frescor del agua se sientan. Ella afloja el lazo que le ciñe la cintura, desata las sandalias, bebe. Él moja sus sienes, la barba, el pecho, y luego la nuca de ella, el pelo.
Han dejado atrás su casa, los hijos, el marido de ella, la mujer de él, y pasan la tarde haciendo planes. En un día de marcha llegarán al otro lado de las dunas, a una ciudad donde Ramadán tiene amigos y dinero.
Atrás quedarán las sombras.

Suraqadima levanta la cabeza y ve una calavera y una inscripción que narra un crimen. Imagina que quien ha muerto aquella vez ha de haber sido una mujer y piensa también que acaso esa mujer haya abandonado al marido y a los hijos para encontrarse con un hombre que tiene amigos y dinero en una ciudad que está al otro lado de las dunas. Y que si no hubiera soplado el viento se podrían ver todavía sobre la arena sus huellas, el viaje a través del desierto, los pies del hombre tras los de ella hasta la mancha verde, hasta la vera del agua, donde él, piensa ella, la ha de haber matado.
Ramadán le pregunta en qué está pensando. Ella señala la calavera y cuenta:

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