En los confines del desierto un hombre y una mujer se encuentran para hacer un viaje. El hombre se llama Ramadán, la mujer Suraqadima, y el viaje que emprenden más parece una huida.
Antes que el viento lo disuelva, se puede ver el dibujo de los pies sobre la arena: las huellas cruzan el desierto hasta el oasis donde abrevan los hombres y las bestias.
Junto al frescor del agua se sientan. Ella afloja el lazo que le ciñe la cintura, desata las sandalias, bebe. Él moja sus sienes, la barba, el pecho, y luego la nuca de ella, el pelo.
Han dejado atrás su casa, los hijos, el marido de ella, la mujer de él, y pasan la tarde haciendo planes. En un día de marcha llegarán al otro lado de las dunas, a una ciudad donde Ramadán tiene amigos y dinero.
Atrás quedarán las sombras.
Suraqadima levanta la cabeza y ve una calavera y una inscripción que narra un crimen. Imagina que quien ha muerto aquella vez ha de haber sido una mujer y piensa también que acaso esa mujer haya abandonado al marido y a los hijos para encontrarse con un hombre que tiene amigos y dinero en una ciudad que está al otro lado de las dunas. Y que si no hubiera soplado el viento se podrían ver todavía sobre la arena sus huellas, el viaje a través del desierto, los pies del hombre tras los de ella hasta la mancha verde, hasta la vera del agua, donde él, piensa ella, la ha de haber matado.
Ramadán le pregunta en qué está pensando. Ella señala la calavera y cuenta:
“Cierta vez una mujer abandonó su casa, su marido, sus hijos para ir detrás de un hombre. Hizo siguiéndolo un viaje en el desierto. En busca de un oasis de agua pura y verde. Y cuando lo encontraron, por alguna razón que desconoce, el hombre la mató a la vera del agua”.
Cuenta esa historia que nace, sin que sepa por qué, de sus labios y mira al amado a los ojos.
Y el amado la mata por segunda vez.
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