Tales of Mystery and Imagination

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Pere Gimferrer: En la cocina

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Esta mañana, en la cocina había una bestia: un oso hormiguero, diríase. Al principio creí que lo soñaba.

(Me había quedado pesadamente dormido leyendo a Kafka, y conturbaban mis sueños dragones austrohúngaros)

Pero eran bien reales las manos que me zarandeaban y la fatiga perpendicular del pasillo.

La bestia se agazapaba al fondo, cerca del lavadero. Pensé si sería anfibia. No parecía peligrosa. En todo caso, nada había hecho a María cuando, minutos antes, la descubrió al lavar la vajilla. La ventana estaba cerrada. Evidentemente sólo había podido entrar por la abertura del ventilador. se me ocurrió abrirle la ventana. Pero no me constaba que pudiera irse. Permanecía heladamente inmóvil, agitada sólo por su respiración. Tal vez se hallaba herida, dormida, o enferma. Por otro lado, cabía también que me atacase súbitamente. Reclinada sobre sí misma como estaba, me era imposible ver la parte inferior de su cabeza. Su conformación sugería una lengua vibrátil; acaso, unos colmillos acuchillados. Los ojos se me negaban bajo un pelaje oscuro y erizado.

Quizá debía sacrificar a la bestia. El revólver se imponía como único instrumento viable; estremecía imaginar el desgarramiento de aquella masa rugosa bajo la incisión del metal. Pero un fallo podía excitarla y, por lo demás, no había en casa revólver alguno. Encerrarla en la cocina perturbaría nuestro régimen doméstico, sin contar con que la prolongada reclusión produce efectos del todo imprevisibles en algunas especies. Donde estaba no ocasionaba grandes trastornos, así que resolví dejarla.

Pere Gimferrer: En el jardín

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Terrible en el crepúsculo, el granadero permanecía en posición de firmes sobre la verja. A contraluz, su casco de kaiser horadaba las nubes. Una ojeada circular al jardín, silencioso y ya en penumbra, le reveló a un hombre que se mantenía insólitamente de pie en el tercer parterre. Sorteando barrotes y alambradas, el granadero llegó adonde se hallaba el desconocido. Éste tendría cuarenta años; una trinchera color beige le resguardaba del relente; sobre su labio superior, bajo la chispa de los ojos azules, se insinuaba un bigote estilizado y señoril. Nada justificaba su presencia allí, aunque tampoco contravenía con ella disposición alguna, por cuanto ciertamente no se había destinado al granadero para ahuyentar a inesperados paseantes. Miráronse de hito en hito, y ninguno de los dos rompió el silencio. En los días sucesivos una suerte de amistad terminó por desplazar la irritación del uno y el estupor del otro ante aquella poco frecuente convivencia. Se cambiaban impresiones sobre los trastornos atmosféricos, se discutía de arte y aun de filosofía, se contrapesaban los platos preferidos de la copiosa cocina regional. Con el tiempo se fue relajando la disciplina, y era el desconocido -ya conocido- quien a ratos montaba la guardia. Entre los dos construyeron un pabellón con muros de adobe para los días lluviosos. Aún hoy se mantiene en pie, agrietado y cubierto por la hiedra. Pues al terminar con el estado de excepción la necesidad estratégica que aconsejaba situar al granadero en la verja, se le relevó y el jardín quedó nuevamente abandonado. No compadezcáis al desconocido: todas las circunstancias sugieren su permanencia en el lugar por un lapso de tiempo muy anterior a la llegada del granadero. Y ganó algo en aquella pasajera alteración de sus costumbres: un refugio, aunque hoy ya ruinoso, como inevitablemente tenía que terminar una madriguera construida por manos inexpertas. En los jardines se cometen muchas irregularidades, y a menudo quien más debería saberlo no tiene de todo ello la menor noticia.

Pere Gimferrer: Una cara

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A las diez la cena estaba servida, bajo el oro solemne de los candelabros. Nos sentamos los seis a la mesa. Todo -la vajilla, los cubiertos bruñidos, nosotros mismos— tenía su doble en el cristal que la cubría. Yo fui el primero en advertir que aquel siniestro cristal no nos devolvía seis rostros, sino siete. La cara intrusa se ubicaba entre Miguel y Mercedes, a la derecha, ligeramente hacia el centro. Podía llevar allí varios días: el cristal no se había limpiado desde el sábado, no nos constaba —la criada era nueva- que aquella limpieza se hubiera efectuado con particular diligencia, y ya se sabe que uno puede comer maquinalmente, sin detenerse a buscar su sosias en el cristal, no una, sino muchas veces. De modo que bien cabía asignar a la cara una estancia anterior de cinco o seis días. Otras interrogaciones se suscitaban: si había permanecido allí las veinticuatro horas de cada uno de estos días, si durante ellos su situación en la mesa había variado, si a cada día había correspondido una cara distinta. Sin olvidar, claro está, las más inmediatas y evidentes: la identidad de la cara, el motivo de su insólita presencia en aquel lugar. Creo que es hora de describir el objeto de nuestras dudas. La cara podía contar treinta o treinta y cinco años de edad. Todo en ella indicaba serenidad o más bien indiferencia. Las facciones eran regulares y correspondían a un individuo del sexo masculino. Tenía los cabellos- de color rubio. Los ojos oscuros se insinuaban bajo el arco de las cejas. ¿Nos miraba? Pasé una mano ante la cara; no lo acusó. Quizá estuviera fingiendo. No me atreví a tocarla, aun sabiendo que tal vez de este modo desapareciera: después de todo, era una cara viva. Retirar el cristal sería otra solución. Falsa, no tardé en reflexionar: la cara podía permanecer unida al cristal o surgir de la mesa desnuda. Ninguna de las dos posibilidades me agradaba, sin contar con el penoso cariz de mutilación que revestiría la ceremonia. En todo caso, la cara no parecía hostil. Evidentemente, no nos pedía -si es que había advertido nuestra presencia- otra cosa que quedarse donde asombradamente la habíamos encontrado. Se imponía desplazar nuestra cena al salón. Dudé un momento en el umbral: sin duda era preciso dejar la puerta cerrada, pero me desazonaba matar todas las luces. El pensamiento de que acaso esta medida, inofensiva por lo demás, precipitase el éxodo de la cara me decidió a condenarla a la penumbra. Erradamente, porque, noche tras noche, se obstinaba en el cristal. Comer en el salón se convirtió en un hábito. Finalmente el comedor, casi siempre cerrado y a oscuras, se abandonó a la cara. La última vez que entré no alcancé a verla. El polvo se había acumulado sobre la mesa formando una vegetación semejante a la que se observa bajo las camas. Acostumbrado a las tinieblas, el comedor parecía extrañamente opaco. Descuidado y sucio, resultaba selvático. Acaso la cara ya no esté allí.

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