Esta mañana, en la cocina había una bestia: un oso hormiguero, diríase. Al principio creí que lo soñaba.
(Me había quedado pesadamente dormido leyendo a Kafka, y conturbaban mis sueños dragones austrohúngaros)
Pero eran bien reales las manos que me zarandeaban y la fatiga perpendicular del pasillo.
La bestia se agazapaba al fondo, cerca del lavadero. Pensé si sería anfibia. No parecía peligrosa. En todo caso, nada había hecho a María cuando, minutos antes, la descubrió al lavar la vajilla. La ventana estaba cerrada. Evidentemente sólo había podido entrar por la abertura del ventilador. se me ocurrió abrirle la ventana. Pero no me constaba que pudiera irse. Permanecía heladamente inmóvil, agitada sólo por su respiración. Tal vez se hallaba herida, dormida, o enferma. Por otro lado, cabía también que me atacase súbitamente. Reclinada sobre sí misma como estaba, me era imposible ver la parte inferior de su cabeza. Su conformación sugería una lengua vibrátil; acaso, unos colmillos acuchillados. Los ojos se me negaban bajo un pelaje oscuro y erizado.
Quizá debía sacrificar a la bestia. El revólver se imponía como único instrumento viable; estremecía imaginar el desgarramiento de aquella masa rugosa bajo la incisión del metal. Pero un fallo podía excitarla y, por lo demás, no había en casa revólver alguno. Encerrarla en la cocina perturbaría nuestro régimen doméstico, sin contar con que la prolongada reclusión produce efectos del todo imprevisibles en algunas especies. Donde estaba no ocasionaba grandes trastornos, así que resolví dejarla.
Cuando volví al mediodía de mi habitual paseo, ya se había ido.
Esta noche la he oído jadear debajo de mi cama. Otras veces me había llamado la atención este rumor; ahora me es fácil identificarla. Sin duda tiene algo que decirme... y aguarda la ocasión más propicia.
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