En Cantalobos se aprende enseguida que la locura es blanca y
silenciosa como un gato de angora. A los recién llegados se les va
prendiendo del pelo sin hacer ruido, igual que las telarañas cuelgan del
techo en una casa abandonada, y pocos días después ya se ha apoderado
de ellos, los ha convertido en estatuas detenidas que aparecen sin más,
poblando una esquina del patio o medio ocultos tras la puerta de la
capilla. Pienso en eso, en que la locura es blanca, y que repta a través
de los cuerpos, mientras Cecilia y yo caminamos hacia nuestro banco
como una pareja de novios. Ella deja de temblar y hasta sonríe algunas
veces cuando nos sentamos en ese falso banco de parque, un banco de
interior, colocado en medio del pasillo, vagamente triste e incompleto,
rodeado de tiestos con pequeñas plantas que nunca se mojan con la
lluvia. Pero hoy se nos han adelantado. Dos internos fingen repintar la
madera, uno a cada lado, en silencio. Levantan los ojos a la vez, dejan
en suspenso sus brochas invisibles y nos miran con el gesto torci-do y
su fealdad descarnada de locos. Aquí nos mancharemos, digo en voz baja,
mejor vamonos. Cojo la mano huesuda de Cecilia y le propongo que
cantemos algo para quitarnos el miedo pero no responde. El
silencio nos permite escuchar cómo en algún lugar del piso superior
corre medio dormida el agua de un grifo, es un temblor que aletea preso
entre las paredes y que nos acompaña hasta el final del corredor.
Avanzamos
camino del ala norte hasta que nos tropezamos con una de las
cuidadoras. Es nueva, no sabemos su nombre, pero todas llevan el pelo
recogido y son mucho más altas que las internas. Eso nos permite
distinguirlas. La locura es blanca, silenciosa y encoge a las personas
como una mala noticia, pero la cuidadora no se difumina ni empalidece, y
al pasar junto a nosotros su traje oscuro cruje. Tiene la mirada llena
de agujas negras. El pulso de Cecilia se acelera aunque la mujer ni nos
mira. Se aleja dejando un eco negro de herraduras y llaves que rompe la
calma y es engullido en cuanto dobla la esquina del pasillo. Irás pero
no volverás, susurra Cecilia con los ojos cerrados, esta luz blanca va a
matarme, Tristán. Aprieto con fuerza su mano desmayada entre mis dedos.
Irás pero no volverás, repite.
Mi pobre Cecilia.