Tales of Mystery and Imagination

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Rómulo Gallegos: El crepúsculo del diablo

Rómulo Gallegos


En el borde de una pila que muestra su cuenca seca bajo el ramaje sin fronda de los árboles de la plaza, de la cual fuera ornato si el agua fresca y cantarina brotase de su caño, está sentado «el Diablo» presenciando el desfile carnavalesco.

La turba vocinglera invade sin cesar el recinto de la plaza, se apiña en las barandas que dan a la calle por donde pasa «la carrera», se agita en ebrios hormigueos alrededor de los tarantines donde se expenden amargos, frituras, refrescos y cucuruchos de papelillos y de arroz pintado, se arremolina en torno a los músicos, trazando rondas dionisíacas al son del joropo nativo, cuya bárbara melodía se deshace en la crudeza del ambiente deslucido por la estación seca, como un harapo que el viento deshilase.

Con ambas manos apoyadas en el araguaney primorosamente encabullado, el sombrero sobre la nuca y el tabaco en la boca, el Diablo oye aquella música que despierta en las profundidades de su ánimo no sabe qué vagas nostalgias. A ratos melancólica, desgarradora, como un grito perdido en la soledad de las llanuras; a ratos erótica, excitante, aquella música era el canto de la raza oscura, llena de tristeza y de lascivia, cuya alegría es algo inquietante que tiene mucho de trágico.

El diablo ve pasar ante su mente trazos fugaces de paisajes desolados y nunca vistos, sombras espesas de un dolor que no sintió su corazón, relámpagos de sangre que otra vez, no sabe cuándo, atravesaron su vida. Es el sortilegio de la música que escarba en el corazón del Diablo, como un nido de escorpiones. Bajo el influjo de estos sentimientos se va poniendo sombrío; sus mejillas chupadas se estremecen levemente, su pupila quieta y dura taladra en el aire una visión de odio, pero de una manera siniestra. Probablemente la causa inconsciente de todo esto es la presencia de la multitud que le despierta diabólicos antojos de dominación; sobre el encabullado del araguaney, sus dedos ásperos, de uñas filosas, se encorvan en una crispatura de garras.

Al lado suyo, uno de los que junto con él están sentados en el borde de la pila, le dice:

—¡Ah, compadre Pedro Nolasco! ¿No es verdad que ya no se ven aquellos disfraces de nuestro tiempo?

El Diablo responde malhumorado:

—Ya esto no es Carnaval ni es ná.

El otro continúa evocador:

—¡Aquellos volatines que ponían la cuerda de ventana a ventana! ¡Aquellas pandillas de negritos que se daban esas agarrás al garrote! ¡Y que se zumbaban de veras! ¡Aquellos diablos!

Por aquí andaban las nostalgias de Pedro Nolasco.

Era él uno de los diablos más populares y constituía la nota típica, dominante, de la fiesta plebeya. A punto de mediodía echábase a la calle con su disfraz infernal, todo rojo, y su enorme «mandador», y de allí en adelante, toda la tarde, era un infatigable ambular por los barrios de la ciudad, perseguido por la chusma ululante, tan numerosa que a veces llenaba cuadras enteras y contra la cual se revolvía de pronto blandiendo el látigo, que no siempre chasqueaba ocioso en el aire para vanas amenazas.

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