Deslizó
la pierna por encima de la balaustrada, quedando por
completo sobre la diminuta cornisa que rodeaba la azotea del edificio. El
viento hacía jirones la realidad con violencia y estruendo, evitando que el
murmullo eterno de los coches y sus quejidos artificiales llegasen a lo más
alto del rascacielos; el vaivén al que le sometía a bandazos el aire frío de
febrero, irregular y peligroso, no le asustaba. Más bien al contrario: Peter se
sentía liberado. Casi cien años de huida se acababan hoy. Aquí y ahora.
Al principio todo había
sido más fácil; cuando vivía feliz. Mis enemigos
eran materiales, físicos, predecibles y maicillos. Pero ¿cómo luchar contra eso? ¿Cómo luchar contra lo único que
podía hacerle daño de verdad? Cuando descubrió que le seguía no le dio
importancia, y al principio parecía que no la tenía; eso nunca se acercaba lo suficiente, aun después de
abandonarlo todo y a todos para tratar de entender al mundo. Pero cuanto más
aprendía Peter, más Inerte se hacía eso; más
fuerte, más listo y, sobre todo, más atrevido. Ahora lo sabía allí abajo, en
algún lugar de la oscura ciudad isleña, al refugio de la luz. Aguardando.
Al refugio de la luz.
El también lo estaba,
por supuesto. Sabía que eso podía
intuirlo con tanta facilidad... un solo descuido y apenas lo vería llegar.
Tenía que ser preciso y muy cauto, sin bañarse jamás en la luz que tanto amaba.
En pleno siglo XXI resultaba difícil evitarla, incluso más durante aquellas
nuevas noches de brillos y vida. Las huidas apresuradas, tan agotadoras, se
multiplicaban día a día: eso vivía
en un mundo de negruras, pero para Peter resultaba tan difícil esquivar la luz
como dejar de respirar.