Tales of Mystery and Imagination

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Leopoldo María Panero: Godeo Clutex




Desde muy niño, soñaba con destruir a Dios; cuando los años ya me hubieron deteriorado, rezaba por las noches para que Dios no existiera, y me masturbaba pensando en la muerte de Dios: al eyacular gritaba «¡Godeo Clutex!» que es palabra má­gica que significaba, en aquella lengua informal a la que Fulcanelli llamara la «lengua de los pájaros», «Cierra a Dios».
Claro está que no me refería al Dios trascendente de los cris­tianos, cuya destrucción o muerte no significaría sino tan sólo un vacío o una pérdida absurda; no, yo me refería al Dios inma­nente de Spinoza y de los cabalistas, y en lo que soñaba, pues, era en la destrucción de todo, incluido, claro está, yo mismo: me odiaba tanto o más que a Dios. Y de aquí derivó un pensamien­to que fue la clave de todo: se me ocurrió que, puesto que Dios es todo pero es, además de un sistema, una unidad necesaria, la destrucción de una de sus partes implicaría indefectiblemente la destrucción del todo. Pero no sería, claro, la destrucción mera­mente física de aquella parte escogida la que atentaría contra el todo, sino su destrucción metafísica: la metódica corrupción de su esencia, de aquello que ni siquiera el tiempo corrompe...
Así pues, ya que yo formaba parte del todo, si yo me destruía metafísicamente, podía acabar con la coherencia del todo, y aquel, perdida. Su consistencia, se desvanecería en el vacío. Debía, además, modificar o pervertir los signos que me relacionaban con eso todo, además de borrar toda mi naturaleza simbólica.
Así pues, una mañana de sol esplendente, cuando la vida era más fértil y mi odio a ella más fuerte, me decidí a comenzar la empresa. Empecé por cambiar la orientación de mi espejo en re­lación al sol. Luego, tras de practicarme una pequeña herida en la mano, puse una ínfima y casi invisible mancha en el ángulo izquierdo de dicho espejo. Al hacerlo tuve en cuenta que las es­trellas fijas, que están más cerca del Malkhuth o de la corona de Dios, se mueven hacia la derecha, y por eso ubiqué la mancha de sangre en el lado opuesto, a la izquierda. Se había iniciado la corrosión del Infinito, una mañana de sol esplendente: yo había empezado a reparar el inmenso pecado de la creación.

Leopoldo María Panero: Presentimiento de la locura


Leopoldo María Panero


«Yapesar de todo su corazón
no ha de confesar jamás que lo desgarra
esa oseara enfermedad que pone sitio a su vida.»
Shakespeare, All is well that welí ends


Aunque, como alguien dijo, no hay nadie que logre, a lo lar-o de su vida, saber quién es, puedo decir de mí un nombre, Arístides Briant, y mis tentativas infructuosas por hacer que este tu­viera algún sentido, dos libros de poemas enredados y amargos, ; ritos al dictado de la Philosophy of Composition de Poe, y un pequeño volumen de ensayos al que titulé Los lobos devoran al rey muerto, entendiendo que ese «rey muerto» era la cultura y también yo mismo. Ninguno de ellos recibió el favor de una crítica o de un comentario, y no conozco el rostro de aquellos que los leyeron. Aquellos escritos fueron mi único esfuerzo, porque tenía necesidad de trabajar, dado que había heredado de mi pad­re una pequeña fortuna, suficiente, sin embargo, para mantener una antigua y enorme casa también procedente de mi familia, en las afueras de la ciudad, e incluso un pequeño y gracioso automóvil Hispano-Suiza que, aunque frecuentemente averiado, como solía ocurrirles entonces a todos los automóviles, me permitía algunas pequeñas excursiones en compañía de mi mujer. Porque debo también hacer mención de otro fracaso, mi matrimonio.
Cuando una vida fracasa y el matrimonio, que se quiso la reemplazara, fracasa también, entonces se necesitan hijos. Pero lo supe tarde, cuando el alcohol un alcohol que en principio no fue desesperado, sino alegre, ni pensativo, sino sin conciencia- había vuelto aquello imposible. No fue esa naturalmente la primera ni la única catástrofe que la bebida invitó a mi existencia –porque hubo de ser lo que me hiciera perder a mi mujer. Hasta que la perdí, la amé como a la medicina de un vacío o de una falta; cuando ya la hube perdido, y dejó de amarme, y co­menzó a desear lo que no podía ofrecerle -un hijo-, entonces yo también dejé de quererla -porque el amor es un negocio, un pac­to- y comencé también a desear al hijo imposible. A no ser que como Cristina -tal era el nombre de mi esposa- me pedía, me desintoxicara en un sanatorio, posibilidad aborrecible, dejando aparte el hecho de que ahora, cuando más me lo exigían las cir­cunstancias, me sentía totalmente incapaz de dejar de beber (mi mujer decía a este propósito que el término «imposible» era siempre demasiado fácil en mi boca).
¿Por qué, y con tanto cuidado, nos destruimos? Al principio uno no se lo pregunta, pero cuando llega realmente la hora de hacerlo, es porque no hay respuesta.

Leopoldo María Panero: La substancia de la muerte



«¡Me cago en Dios y en la madre de Cristo!», tronó un camionero fornido. Él y otro compartían el vino y la vida de Má­ximo, el loco de la ciudad de Astorga.
«¡Me cago en San Juan y en los ojos de la Virgen
«¡La Virgen no tenía ojos!», balbuceó el loco.
«Calla, so mamón», articuló uno de los camioneros, «todos los santos tienen ojos! Y, ¿sabes dónde los tienen, Máximo?»
Máximo no respondió.
«Pues en el culo, hombre, el ojo del culo, eso sí ¡que es santo!»
«La Luz.»
«¿O tú no ves la luz cuando te dan por culo? Di algo, ma-moncillo, di algo».
«No. Cuando me dan por culo veo el gato del cementerio», acertó a decir el tarado.
«¡Me cago en tus muertos!, ¿qué gato es ese?», expectoró el recio camionero. Y le pagaron otra copa de vino. Máximo bebió con pánico.
«¡Me cago en la sangre de Cristo!», volvió a gritar el mismo
camionero.
Y Máximo: «el gato que lleva un collar hecho de los dientes de los muertos», aventuró tn (nulamente el loco; el camionero más brutal le castigó con una palmada en el hombro, que casi lo tira al suelo.
«¡Háblanos del gato, del gato ese!»
«Sale a las doce campanadas, y habla con el guardián del ce­menterio.»
«Contigo no habla ni la tierra, cuando te mueras», le inte­rrumpió, de nuevo, el camionero más abyecto. Máximo apenas se atrevía a hablar. Por fin, ayudado por el vino, dijo:
«Yo lo he visto dos veces, y las dos con la Luna enfrente, al gato del cementerio.»
«Tú le das demasiado a la priva; eso es tu gato del cementerio, ¡cabrón!», le atajó el camionero, más feliz en la blasfemia.
Y, después de oírlo, me fui: estaba harto del juego aquel, cu­yas reglas conocía de antemano. Me dio como vergüenza, como miedo, al salir a la calle y a la luz, el hecho de ser español: incluso Dios debe tener pánico en esta tierra, decididamente no 61 un lugar para el espíritu. Ante mi sorpresa, en plena carretela, vi el cadáver de un gato, que empezaban a amar las moscas.

Leopoldo María Panero: Mi madre



LA calidad DE CIENTÍFICO-ETNÓLOGO y explorador de mi pa­dre le obligó a dejarme en manos de unos tíos y a confiar mi educación a ellos, lo que también se debió a la inexistencia de una madre -mi madre había muerto al nacer yo-. Su muerte, y la repercusión que tuvo en Angus Brown -tal era el nombre de mi padre-, y que se tradujo en miradas de reproche demasiado explícitas, me hicieron desde un principio considerar mi exis­tencia como algo innoble que debía ser ocultado.
Hasta ser mayor de edad viví casi completamente solo, ya que mis compañeros de escuela y de universidad sólo me ins­piraban un profundo miedo: puede decirse que fue el miedo el único sentimiento que dio algo de vida a mi alma, y el único que siempre me llegaron a inspirar los seres humanos; de manera que los escasos movimientos que alguna vez hice para ; acercarme a ellos fueron torpes y desmesurados, y sus resultados, que en ninguna ocasión dejaron de ser desastrosos, me alejaron aún más de una humanidad que acabé detestando ca­si tanto como a mí mismo. Mis exiguas esperanzas estaban concentradas todas en la figura de mi padre, cuyo rechazo había fundado al parecer mi existencia; un rechazo que nunca dejé de esperar que algún impreciso milagro transformara en amor.
Fue exactamente cuando alcancé la mayoría de edad cuando el hombre en torno al cual se había anudado la insolubilidad de mi vida nos dio a todos -empezando por mis tíos- una gran sor­presa, casándose por segunda vez. En efecto, de sobra me era conocido el gran amor que profesó siempre a mi madre; en especial porque mi abandono hablaba de ella demasiado expresi­vamente. Su segunda mujer, nos decía en sus cartas, era una doctora escandinava, colega suya en el Brasil, a la que había co­nocido inesperadamente en el curso de su última expedición a los lugares más oscuros del Amazonas. Ella formaba parte de otra expedición científica paralela a la suya, y nada más cono­cerse se habían enamorado. Su nombre de soltera era Julia Black, y a juzgar tanto por las palabras hiper-elogiosas de mi padre como por algunas fotos que nos envió, era una joven singular­mente hermosa, extremadamente rubia, alta y fuerte, curtida por aquellos climas...

Leopoldo María Panero: Acéfalo



Ed io sentii chiavar l’uscio di sotto
all’orribile torre: ond’io guardai
nel viso al mio figliuol senza far matto.
Inferno, XXXIII, 46-48

I
Descripción de la Torre de Gualandi, en el centro de Le Sette Vie, que sirvió de prisión al Conte Ugolino y a sus dos hijos y a sus dos sobrinos en el año de 1289, y una de cuyas puertas fue sellada tras de ellos: descripción que ha de ser fría, objetiva, geométrica, en modo alguno poética: como, si quien la mirara, no fuera el autor, ni ningún otro hombre, sino el objetivo insensible de una cámara cinematográfica.

II. Presentimientos de Ugolino
1. Una noche, tras de una batalla perdida (la batalla de Meloria, en la desastrosa guerra con Génova, en 1284: fue el regreso de los prisioneros hechos en esa batalla a Pisa uno de los factores que más influyeron en la caída del conte, cuando éste ya se había convertido en déspota de Pisa: en esta ocasión, sin embargo, se supone que no era aún sino capitán general de los ejércitos de Pisa), Ugolino sueña que está en su palacio, en un banquete: pasan ante sus ojos numerosas imágenes de copas de cristal rellenas de Chianti, de vino francés de Médoc; ve verterse en las copas líquidos rojos, o rosáceos, y algunos casi negros: ve el vino derramado por toda la mesa y se siente inmensamente borracho: y de repente le asalta la sospecha, venida no se sabe de dónde, de que lo que mancha los ricos manteles no es vino, sino sangre.
2. Siendo aún capitán general de los ejércitos de Pisa, y después de derrotar, con la ayuda de su aliado el arzobispo Ruggiero degli Ubaldini, a los Visconti, sus rivales para el gobierno de la ciudad (que le habían encarcelado y desterrado antes de 1276), entra triunfalmente en Pisa y desfila junto a degli Ubaldini por sus calles. No se hace mención de sus sentimientos, basta con saber que experimenta un profundo cansancio, que apenas alivia el orgullo: el desfile se le antoja interminable. Entonces, de repente, cree por un segundo ver entre la multitud a un hambre sin cabeza, que le aplaude frenéticamente: se vuelve al instante hacia Ruggiero en demanda de ayuda, y puede ver cómo éste le sonríe.
3. Discusión entre il conte y degli Ubaldini, mucho más tarde, cuando Ugolino es ya tirano de Pisa en la biblioteca del palacio del Arzobispo (por orden del cual habría de ser encerrado luego en la torre de Gualandi).

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