Hasta ser mayor de edad viví casi completamente solo, ya que mis
compañeros de escuela y de universidad sólo me inspiraban un profundo miedo:
puede decirse que fue el miedo el único sentimiento que dio algo de vida a mi
alma, y el único que siempre me llegaron a inspirar los seres humanos; de
manera que los escasos movimientos que alguna vez hice para ; acercarme a ellos
fueron torpes y desmesurados, y sus resultados, que en ninguna ocasión dejaron
de ser desastrosos, me alejaron aún más de una humanidad que acabé detestando
casi tanto como a mí mismo. Mis exiguas esperanzas estaban concentradas todas
en la figura de mi padre, cuyo rechazo había fundado al parecer mi existencia;
un rechazo que nunca dejé de esperar que algún impreciso milagro transformara
en amor.
Fue exactamente cuando
alcancé la mayoría de edad cuando el hombre en torno al cual se había anudado
la insolubilidad de mi vida nos dio a todos -empezando por mis tíos- una gran
sorpresa, casándose por segunda vez. En efecto, de sobra me era conocido el
gran amor que profesó siempre a mi madre; en especial porque mi abandono
hablaba de ella demasiado expresivamente. Su segunda mujer, nos decía en sus
cartas, era una doctora escandinava, colega suya en el Brasil, a la que había
conocido inesperadamente en el curso de su última expedición a los lugares más
oscuros del Amazonas. Ella formaba parte de otra expedición científica paralela
a la suya, y nada más conocerse se habían enamorado. Su nombre de soltera era
Julia Black, y a juzgar tanto por las palabras hiper-elogiosas de mi padre como
por algunas fotos que nos envió, era una joven singularmente hermosa,
extremadamente rubia, alta y fuerte, curtida por aquellos climas...
Bastó aquello para que
mis tíos, que eran hermanos de mi primera madre, se pusieran de nuevo a
murmurar de su cuñado, diciendo que «ese Brown», como le llamaban, nunca había
querido a mi primera madre, y llegando incluso a insinuar -naturalmente, no
en mi presencia, pero mi principal venganza contra ellos consistía en espiarlos-
sospechas que ya les había oído pronunciar desde mi más temprana infancia, pero
que sólo ahora comprendía: lo creían impotente, e incluso homosexual. No sé,
ni quiero saber, porque demasiado me lo imagino, cómo explicaban mi horrendo
nacimiento, pero el caso es que así pensaban respecto a mi padre. Y eso fue lo
que en ellos motivó la sorpresa ante su segundo matrimonio, no la creencia en
el amor a quien pagó con su vida mi nacimiento, amor este del que, pese a la
evidencia, habían siempre descreído. Esa maligna sorpresa, pues, sólo fue
desviada por un rasgo que le atribuían a la sustituía de su hermana, y que
era, al decir de ellos, una marcada masculinidad. Un día les oí, en
efecto, decir: «Las delicadezas de Agnes (ese era el nombre de mi primera
madre) no eran para ese m...; no es extraño que prefiera a esa virago»; y no sé
entonces qué me detuvo para entrar donde ellos y gritarles que su «educación»
había fracasado con estruendo, porque, pese a sus esfuerzos para que yo no
fuera un Brown, mi padre era aún lo único que amaba.
A raíz de este segundo
matrimonio me di cuenta, sin embargo de que el recuerdo de Agnes no había a
pesar de todo disminuido lo bastante en mi padre para que yo gozara de alguna
acogida en su espíritu: las cartas que entonces me envió repletas de negativas
apoyadas en los pretextos más frágiles, con respecto a mi propuesta de
acompañarle ahora, y a mi demanda de conocer ii
mi madrastra, indicaban a las claras que tampoco ahora, no sé si por la
misma causa que antaño o por alguna otra razón, mi encia le agradaba lo más
mínimo.
Sin embargo, aquel matrimonio había de durar poco: no tardarían en
llegar otras cartas en las que comenzaba a dar noticia una extraña enfermedad,
de síntomas bastante indefinidos, y por
tanto él como los médicos creían había contraído en aquellas regiones,
completamente inexploradas hasta entonces, en las que había conocido a Julia:
se trataba, al parecer, por las explicaciones que él daba, de una extraña y
progresiva pérdida de la vitalidad, de una fatiga sobrenatural que le
invadía cada vez mayor medida, ante esfuerzos más y más mínimos. Como también
decía que esta extraña dolencia iba acompañada de trastornos emotivos -hablaba
de profundas depresiones- e incluso intelectuales, no necesito decir que mis
tíos se apresuraron a pensar que se trataba de una enfermedad mental, sin más
cornplicaciones -porque, para la gente cuya salud es su estupidez, esta
«explicación» lo toma todo en extremo «simple». Debo confesar que, por mi
parte, acogí esa enfermedad con cierto agrado, porque sólo ella, y el presagio
quizás de una muerte cercana, me acercaban por primera vez a mi padre. Pero
pronto, para contradecir las sospechas malignas de mis tíos y arrebatarme mi
aquella alegría egoísta, habría de saber, por una breve y retórica comunicación
de mi segunda madre, que mi única esperanza había muerto. Sí, muerto,
simplemente, pese a que yo jamás podría comprenderlo. Mi vida se extendía ante
mí desde instante con toda su ridiculez, como una broma. Sin embargo, aún me
quedaba aquella mujer para poder llamarla «madre»: y con desesperación me
aferré a lo poco que me quedaba, que lia. Le escribí entonces cartas tan
encendidas diciéndole mi mayor deseo ahora era tratar de consolarla, y
añadiendo además el pretexto de poder asistir a la lectura de un testamento que
por lo demás me parecía improbable (dados los escasos bienes que contada
seguridad había dejado mi padre), que no tuvo más remedio que agradecérmelo y
contestarme, expresando un vago consentimiento de que podía ir allí cuando
gustase
Mi propósito, debo
reseñarlo, no sólo era conocerla, sino también indagar las verdaderas causas de
aquella enfermedad y de aquella muerte oscura, porque presentía que había en
todo ello algo extraño, mucho más extraño que una extraña y desconocida
enfermedad de los trópicos; aunque nada de esto le dije a la que esperaba fuera
en verdad mi segunda madre, o, dado que no había conocido a aquella otra a la
que había dado muerte involuntariamente, acaso mi primera y única madre.
Y, animado por ese
doble propósito, me despedí con verdadero alivio de mis tíos y me dispuse a
emprender el largo viaje hasta el Brasil, con algo de dinero que me prestaron
algunos amigos de mi padre.
En verdad que nunca
pensé que me resultaría tan difícil llegar a la ciudad brasileña de Obidos, en
el Bajo Amazonas, que era el lugar donde había vivido mi padre mayor tiempo y
donde había muerto, al tiempo que el sitio en el que -suponía- me esperaba mi
«segunda madre», como empezaba a llamarla en mi pensamiento. El barco que me
trasladó desde Europa me dejó en Río, y desde allí emprendí el viaje por
tierra, parte en jeep y parte a lomos de mulos: un viaje de miles de kilómetros
por caminos apenas visibles, si no inexistentes, a través de lugares que tenían
todo el colorido de lo que no existe: selvas y altas montañas, como en una
mala novela de aventuras -esta vez sin héroe-. Mi única ayuda fue un guía
indígena que me proporcionaron, en la capital, unos amigos de mi difunto padre
en cuya casa me había hospedado durante mi breve permanencia en aquella ciudad
abigarrada.
Debo decir que lo que
me animó a continuar hasta el final esa imposibilidad que fue mi viaje, fue
sobre todo, al margen de los motivos ya mencionados, la vaga esperanza de
compensar así a mi padre de alguna forma por aquel daño que al nacer le había
hecho y de escribir con mi fatiga un homenaje desesperado a su nombre.
Finalmente pude ver el
gran río, el Amazonas, que mi padre, por lo que había oído decir innumerables
veces a mis tíos, al tiempo que por lo que yo había podido deducir de sus
cartas escasas, había amado tanto. Días más tarde llegué a Obidos: Obidos es
una capital-capital sí de la comarca del mismo nombre -cuya población era, y a
buen seguro lo seguirá siendo en el futuro, si es que no decrecede veinte
mil habitantes, casi todos indios, descendientes de los pauxis, que fueron los
primitivos habitantes de aquel laberinto, y cuyo nombre llevó la zona en el
tiempo en que se como un bostezo a la historia.
Las construcciones
oscilaban allí por aquel entonces entre pocas viviendas de marcado estilo
colonial y una inmensa mayoría de húmedas cabañas pertenecientes a los indios,
cuya Muchedumbre cercaba las casas de los blancos como una boca ávida de
cerrarse. Los habitantes de estas últimas, pese a las leyendas que los designan
como perezosos, no dejaban nunca de agitarse de un lado a otro, como insectos,
y al igual que ellos miniados de una misteriosa vida psíquica colectiva, y no
individual aquello parecía un vasto hormigueo en el que los blancos
desempeñaran el papel de hormigas y los otros el de los misteriosos pulgones -esos
esclavos casi invisibles.
Mi madrastra, debido a
la incertidumbre de los medios de transporte que habrían de llevarme hasta ella
y a mi desconocimiento de aquella ciudad, me aguardó en su casa -en la casa de
mi padre- en lugar de ir a esperarme a lugar alguno. Y gracias a mi guía
indígena que, pese a no saber tampoco el emplazamiento de aquella casa, hizo
las averiguaciones correspondientes cerca de sus hermanos de raza, pronto me
encontré frente a un pórtico Colonial cuya puerta se abrió a la primera llamada
dejando ver a aquella mujer singular.
Me pareció, al natural, aún más atractiva de lo que yo había podido
ver en las fotografías: semejante a un sueño habido en aquellas tierras, o
acaso a un despertar. Así pues, mi primera reacción fue de entusiasmo al
contemplar su realidad como un Hombro. La abracé, con miedo, porque yo era al
fin un extraño. Ella me devolvió el abrazo y me invitó a entrar, con palabras
banales y una sonrisa. Ya dentro, tardé en hablar, pero cuando lo alce fue sin
parar, feliz en el habla porque en ella me olvidaba. Recuerdo que rió alguna
que otra vez.
Fue sólo al cabo de un
rato de estar con ella cuando sentí una sensación que no sabía si era imaginada
o tenía por el contrario la bajeza de lo real: me pareció que me miraba con
algo así como avidez, no como al hijo de su marido ni tampoco como a su hijo,
sino como a un posible amante. Aquello me repelió, porque yo no quería a una
amante, sino a alguien que imitara bien la palabra «madre»; y, sin embargo,
aquella impresión, de ser cierta, hubiera correspondido a un hecho, si bien
indigno, explicable por cuanto ella era mucho más joven que mi padre, y tenía
sólo quizás unos pocos años más que yo. Pero yo buscaba una palabra y no un ser
vivo.
Aquella primera noche
que cayó sobre mí estando en casa de mi segunda madre, inseguro como un huésped
del azar, pues nada sabía de lo que habría de ocurrir, tuve una pesadilla que
habría luego de repetirse, como lo abyecto. Su protagonista era mi madre, pero
transformada, con rostro y cuerpo de hombre: la vi en esa facha masticando con
codicia unos huesos que recordaba habían sido antes yo, y extrayendo con
delicia su tuétano para también devorarlo. Pero lo extraño era que sentía
aquello yo también como una voluptuosidad -unas enormes carcajadas servían de
coro e inquietud-, y pensé -en mi sueño-que era yo quien me reía de mí mismo y
de mi muerte: todo ocurría en las márgenes de un río.
Al despertar, consideré el acto caníbal una
metáfora del deseo de mí que había creído ver en mi madre, y atribuí mi propio
placer a ese triste símbolo que es el Edipo. En cuanto a las aguas que
bordeaban aquel gesto, se limitaban a apoyarlo, porque el agua, como yo sabía
-por mis conocimientos de esa ciencia supuesta que es el «psicoanálisis»-,
simbolizaba el mal.
Lo verdadero se
demostró ser, después de esa interpretación, sólo el infinito calor que reinaba
en mi habitación, que a buen seguro, había contribuido a formar la pesadilla.
Esa misma mañana habría
de conocer a la única sirviente de la casa, que por lo que supe lo fue siempre
de mi padre desde que él habitó esta ciudad, y que el día de mi llegada estaba
fuera. Era una india vieja, rugosa como la tierra que a fuerza de hollarla
tiene sentido y nombre. Pronto descubrí que era aborrecida de mi segunda madre,
quien la insultaba y maltrataba tanto lomo podía, con esa crueldad que
empleamos para lo inútil, para lo solo, o para la verdad. La vieja sentía por
aquella a la que le costaba trabajo dar el apodo respetuoso de «señora», un
odio parecido o quizá mayor; tanto es así que me preguntaba por qué no se
habría marchado de ahí después de morir mi padre -tal vez porque el odio es una
amistad, y une más que cualquier sentimiento-. Al tiempo que ese odio, había,
al menos eso creí observar, un extraño pavor en las miradas que aquella terca
superviviente -a mi padre y a sí misma- dirigía a la que me empeñé en llamar
«madre»; y digo extraño aunque, pensándolo bien, nada más fácil que ese miedo
ante un ser que estaba siempre a punto de maltratarla, y que se comportaba con
ella lo mismo que con un sapo.
De cualquier modo, la
vida en aquella casa se me hizo poco a poco bastante agradable: Julia me
trataba con igual cariño que si yo fuera mi padre, con la misma ternura ávida
con la que le debió acariciar; me relataba anécdotas de sus expediciones y de
las de Angus, como ella le llamaba, me hablaba también de él a secas adivinando
mis torpes deseos de tener un nombre, y un día llegó incluso a halagarme
diciéndome cuánto se había sorprendido al verme por vez primera, al observar
que era idéntico al muerto, tanto que creyó con terror que él había vuelto de
donde no se vuelve.
Únicamente me produjo
extrañeza que evitara referirse a la enfermedad y a la agonía inverosímiles de
mi padre; me conformé, sin embargo, con darle a esto la explicación humana del
dolor, que a veces, es sabido, no quiere multiplicarse con la herida de la
palabra.
Para compensar esa
laguna en su discurso, decidí acudir a la vieja sirvienta, quien, después de
muchas intentonas fallidas de acercamiento, poco a poco me convidó a sus
recuerdos.
Me relató con horror el aspecto que ofrecía mi padre en los últimos
días, y después de muerto: anormalmente enflaquecido, la cara chupada, los ojos
hundidos; dijo que parecía mucho más viejo de lo que era realmente, y que en
verdad le había parecido -añadió dejando ver en una amarga sonrisa sus dientes
podridos y negros-, de todos los cadáveres, el que más se parecía a esa palabra.
Le pregunté si sospechaba las causas de aquello, y me contestó -tras de haberse
permitido una vacilación y un miedo- señalando lentamente hacia la habitación
de mi madre.
Y como no se atrevió o
no supo decirme más, atribuí aquello a un propósito incoherente de vengarse de
su ama detestada, achacándole cosas de las que sólo Dios, o su hermano el
diablo, puede ser culpable.
Y el aspecto hediondo
de la vieja, en contraposición al de mi atrayente madrastra, reforzó, he de
decirlo, aquella sospecha de falsedad.
De cualquier modo,
aquel gesto siniestro de su mano había logrado inquietarme, lo que, unido al
calor y a la sospecha de una pesadilla debida a él como la del primer día, me
impidió dormir, de manera que me levanté y me dirigí a lo que según me había
dicho Julia fue el despacho de mi padre, con el propósito de explorar su
biblioteca en busca de una lectura.
Al examinar esta, me
quedé profundamente sorprendido. Aquello parecía más bien la biblioteca de un
niño que la de un científico. Apenas había estudios serios de antropología o
étnica, mientras que la mayor parte de los volúmenes eran recopilaciones de
leyendas -más que sobre el río Amazonas sobre su nombre: es decir, acerca del
mito de las Amazonas. Por el contrario, la realidad del río y de su población
aparecía menospreciada, en algunos breves libros sobre el tema.
La abundancia era, como
digo, estudios sobre el mito griego de las Amazonas; también infolios dedicados
a la vida del explorador español Orellana, cuya experiencia improbable en los
márgenes del gran río, en los que creyó haber luchado con guerreras parecidas
a las Amazonas legendarias, dio su nombre a ese inmenso espacio acuático que
antes los misioneros, por su grandeza, habían nombrado «río-mar».
Pero, por si faltara
poco para completar la sensación de extrañeza y desilusión que aquellos
hallazgos me habían producido, allí estaban también montones de recortes de
periódicos con noticias de sucesos infrecuentes (a buen seguro producto también
de ese calor fabricante de pesadillas) acaecidos en el Estado de Amazonas, la
mayoría referentes a asaltos a la población por parte de una suerte de
vampiros-hembra, por así decirlo: algunos de los cuales eran, según relato de
los supuestos testigos, mujeres hermosas e increíblemente rubias, que, para
compensar aquel exceso de belleza, portaban al parecer, como corresponde a
cualquier vampiro que se precie, dientes puntiagudos y horrendos. Finalmente,
adornaba la biblioteca una abundante colección de obras de ocultismo, llena de
nombres para mí desconocidos, al mismo tiempo que libros acerca de herejías
como la gnosis, y algunos tratados sobre el culto hindú de Kali. Ni que decir
tiene que todo aquello me pareció totalmente absurdo, y estuve por pensar que
la hipótesis de mis tíos relativa a la locura de mi padre era desgraciadamente
cierta. Pero, de ser así, su muerte seguía siendo inexplicable, porque nadie
muere por estar loco; la locura es peor que la muerte.
Pero algo aclararía enseguida, al menos en parte, aquel laberinto de
libros y recortes. En efecto, cuando aún llevaba pocos lías en Obidos, fue a
visitarme expresamente un íntimo amigo de mi padre, que se había enterado de mi
llegada aun cuando con de retraso (me extrañó, y así se lo dije, que mi madre
no le hubiera informado, dado que era de suponer que se conocían); se trataba
de un colega etriólogo que había acompañado a mi padre en numerosas
expediciones y cuyo nombre era John Adams. Al principio, mis conversaciones con
él fueron lo que se denomina «cordiales», humanas y faltas de interés,
inhibidas dentro del :é de la «educación» que es un valor que sólo aprecian los
que no confían en la vida. Pero cuando tuvo alguna confianza conmigo me habló
de lo que fue la última obsesión de mi padre, que Babia dado lugar tanto a
aquella enredada biblioteca como a sus Últimas expediciones. Se trataba, como
yo ya sabía por aquella isa «bibliografía», del mito de las Amazonas. Le dije
lo poco que yo sabía por los libros aquellos o más bien por sus títulos:
escasamente más que una alarma. Él me completó la información rápidamente. Dijo
que esa singular obsesión había partido, según é1, de un misterioso encuentro
en el Alto Amazonas que le había ocasionado alguna herida: al parecer esa
herida había sido trastornara el sentido, si no la razón, pues esta la conservó
siempre, o al menos hasta que le atacó la última enfermedad - pues sin duda,
añadió, se trató realmente de una enfermedad orgánica. «En qué consistió ese encuentro,
nunca llegué a saberlo porque su padre me dijo que prefería no relatarlo por
miedo a que lo tomaran por loco -dijo a este propósito exactamente, según creo
recordar-, que callarse o hablar de ello era siniestramente igual, porque de
cualquier forma nadie le daría crédito; sin embargo, no debió tratarse más que
de un encuentro con alguna tribu salvaje o caníbal, del que escapó por milagro,
y que le ocasionó un shock que favoreció la formación de su idea fija.
Después de ese desdichado encuentro, se había entregado a la lectura con
ferocidad: y los libros que usted ha encontrado son como el semen seco de aquel
arrebato casi sexual. Había explorado en principio todo lo relativo al mito
griego de las Amazonas, después algunos datos de las leyendas precolombinas
que él ligó a ese mito por medio de una conexión imaginaria; y finalmente se
había dedicado nada menos que al ocultismo; y, aunque muy rara vez me había
hablado de sus "hallazgos" en este dominio, sabiendo sobradamente de
mi aversión por ese tipo de "conocimiento", sin embargo, lo hizo en
alguna ocasión, más que por afán de una comunicación que el tono desengañado de
su voz evidenciaba como no siendo su esperanza, simplemente, creo, por la razón
de que aquello, al menos hasta su casamiento, era lo único que ocupaba su
mente, y no tenía ninguna otra cosa de qué hablar. Por lo que me parece
recordar, la justificación que me dio para ese género de indagaciones fue que,
en el dominio del mito y de la religión, todos los símbolos tuvieron
primitivamente un sentido claro y material, que sólo el polvo había
desdibujado, como la vejez hace con los rostros; así, decía él, se había
convertido lo que en principio fue algo plenamente racional en artículo de fe
y en misterio; y el ocultismo, decía, era lo que estaba más cercano de eso que
él llamaba "el núcleo material de la religión".»
Mientras Adams hablaba,
yo pensaba para mis adentros que, después de todo eso, no era tan descabellado
como para necesitar atribuirlo a ningún shock, pero le dejé que
continuara sin interrumpirle.
«Sé lo que está usted
pensando, que no hay aquí nada irracional», dijo entonces leyendo en mi
mirada, «pero ya le dije que la razón nunca la perdió, sólo el sentido: lo
inverosímil no era este razonamiento, por otra parte, sino el ejemplo que proponía
para probarlo: en efecto, aludía para ello al símbolo de la mujer-diablo: la Sophía de los gnósticos, la
diosa Kali de los hindúes, etcétera, mito del que afirmaba que poseía un fundamento
material, que él, decía, estaba por descubrir».
«Pero parece que estas
obsesiones cesaron a raíz de su segunda boda», continuó Adams, «como si más
bien que un shock o una herida la verdadera causa de aquel delirio
hubiera sido la soledad, y hubiera bastado el amor para ponerle fin. En efecto,
después de su boda no volvió a hablar de amazonas ni de mujeres-diablo, aunque,
a decir verdad, en una ocasión me pareció que alguna huella de anormalidad
había quedado en su cabeza: cuando me dijo una vez en un susurro casi
ininteligible que "había pactado con el Demonio". Nunca supe si
aquello era una broma o algo peor».
«Pero, de todos modos,
hasta su enfermedad, seguí sosteniendo con él agradables conversaciones
científicas, que no dejaban lugar a dudas de que el padre de usted no estaba
realmente loco, sólo quizás era algo singular, o estaba un poco neurótico. Su
enfermedad no sé si deterioró sus capacidades intelectuales: es de suponer que
lo haría en alguna medida; lo que sé de cierto le sustrajo fue su facultad de
expresarse correcta y linealmente. Aunque él decía que estaba perdiendo
progresivamente su inteligencia, pero no ya en el sentido de que esta estuviera
sufriendo algún deterioro, sino literalmente como si la estuviera perdiendo,
como si la enfermedad le estuviera despojando de ella, como si su
inteligencia fuese un objeto, una cosa que nos pudieran robar. Esa era la tesis
que sostenía con firmeza en sus últimos días, y «da vez con menos claridad,
porque a veces creo que aquella enfermedad quizás dañó seriamente su cerebro.»
Le pregunté entonces cuáles creía que habían sido las causas aquella
enfermedad, deseoso de una explicación un poco más al que el gesto hosco de la
criada:
«Bueno, si Obidos hubiera sido una gran ciudad como aquélla de la que
usted viene -Londres, me refiero, ¿no es cierto que usted vivía allí?- entonces
se hubiera podido diagnosticar mejor enfermedad, y se hubieran hallado las
causas, supongo, aun-c a decir verdad la dolencia era bastante extraña. Sin
duda, la contrajo en su última expedición, donde conoció a la que había de ser
su esposa: en aquel viaje encontró, por lo visto, la felicidad mismo tiempo que
la semilla de la muerte. Por cierto que fue providencial aquel encuentro con
esa otra expedición de la que me dijo que formaba parte Miss Black, porque de
otro modo hubiera muerto mucho antes o se hubiera perdido: en efecto, había emprendido aquella expedición
completamente solo, a excepción de algunos indígenas que al final le
abandonaron, por razones que nunca supe muy claramente.
«Pese a que, como le
digo, aquella enfermedad tenía un innegable fondo orgánico -tan innegable que
le ocasionó la muerte- sin duda también puso en ella mucho de su neurosis; en
efecto, ¿sabe usted lo que me dijo en una ocasión? Me dijo que aquella anormal
debilidad que le quitó la vida le sobrevenía especialmente ¡después del acto
sexual!
«¿No le parece
significativo?» añadió entonces Adams con una sonrisa de complicidad, sabiendo
por anteriores conversaciones que yo tenía algunos conocimientos de
psicoanálisis.
Y contesté vagamente
que sí, que eso sin duda debía de ser significativo.
Al volver aquel día de
casa de Mister Adams era de noche cerrada: tanto tiempo había durado su
relato, y sus gestos, al final tan pobres como intensos, por efecto del alcohol
que había bebido junto conmigo. Sin embargo, aquella a la que ya sin vergüenza
llamaba madre estaba aún levantada; había aún luz en su cuarto: y aquel hecho
-el de que aún estuviera levantada a esas horas- me inquietó débilmente; tal
vez me había estado esperando.
Al pasar por su cuarto
llamé, para disipar su inquietud tanto como la mía. Al entrar en él, la abierta
sonrisa que me dirigió, como el amanecer, lo borró todo. Le dije que había
estado charlando con Mister Adams, y que me había hecho un relato parecido a
la locura; le pregunté también por qué no dormía; ella me respondió con una
banalidad que recibí con alivio, y que volvió a cerrar la puerta por la que esa
noche se había insinuado lo horrible. Me hizo saber que había estado leyendo,
simplemente, y que la lectura la había desvelado; y señaló un libro de un tal
Ambrose Bierce, que hojeé viendo que estaba abierto en el lugar de un cuento
titulado «La muerte de Halpyn Fraiser»; se trataba, comentó al comprobar mi
ignorancia, de un relato «fantástico», como se suele decir, que complicaba el
hecho simple que es la muerte hasta hacerlo parecer un lujo: el lujo que la
literatura es. Añadió que se aburría mucho en aquella ciudad, y me interrogó si
á mí no me ocurría lo mismo. «En cierto modo sí», le contesté, «como decía
Proust, cuando una ciudad se conoce, deja de parecerse a su nombre; y aquella
ya lo había perdido»; y esta cita de Proust desvió unos minutos la conversación
hacia ese énfasis con que se habla de aquello en que creemos sólo a guisa de
limosna, lo literario. La sensación de calor ocupaba las pausas del diálogo; y
le sugirió una frase: dijo que sólo las moscas merecían esta ciudad y este
país, pero sobre todo la ciudad. «Un día tal vez sean ellas las únicas
habitantes del mundo; y entonces esta iniciad será la capital del planeta, con
toda probabilidad.» Recuerdo que no supe si sonreír. Luego dijo: «Quisiera que
me hablaras más de la vida en Londres. Tal vez decida ir allí».
«No sé cómo es la vida
allí», le contesté, «sólo sé cómo son sus noches». Y le hablé un poco de la
vida nocturna en Londres, y también de mis horribles tíos. Ella, sin prestar
demasiada atención a mi respuesta lamentable, me aclaró que, pese a haber
viajado mucho, no había estado nunca en Inglaterra, pero que pensaba que debía
haber allí más vida intelectual que en Dinamarca -su país natal- y, por
supuesto, que en Obidos. «No lo creo así» repliqué lacónicamente. Y la
conversación, que había durado lo que dura relatarla, terminó ahí, por mi
culpa. Luego, en mi habitación, con la luz apagada, poco antes de dormirme, me
acuerdo que «pensé», como se piensa medio dormido, deshilvanadamente, en la
razón, que en otra situación de mi alma me hubiera parecido simplemente
inexistente, en por los huracanes llevan siempre nombres de mujer, como la
muerte.
A la mañana siguiente,
la criada me trajo el desayuno. Noté claramente que, desde que había podido
observar el cariño que yo profesaba a mi madre, su trato conmigo se
había enfriado, cano me hablaba, y cuando lo hacía, sus frases eran
insignificantes, necesarias. Pero hubo algo que no logré comprender: cuando le
pregunté ansiosamente si mi madre ya estaba despierta, me miró con una sonrisa
que parecía de piedad -hubiera comprendido la antipatía, el odio, pero
¿por qué la piedad? Tal pensaba que Julia era una devoradora de hombres, como
.míe decirse, y que yo había de ser su próxima víctima.
No le di ninguna importancia y, una vez que me hube desayunado y
vestido, me encaminé al dormitorio de mi madre. Desde los saludos y las frases
inconsistentes de rigor que se intercambian, por la mañana, quienes resucitan
del sueño y se recuerdan, y al verla más hermosa que nunca -hermosa como una
palabra o como una felicidad alcanzada por error-, le dirigí lo que era, en
realidad, una declaración de amor: le propuse que, una vez que se hubiera leído
el testamento, regresara conmigo a Europa. Ella me contestó que no había tal
testamento, por lo que ella creía, pero que de todos modos quizás convenía
consultar al abogado de Obidos -pues sólo había uno, un viejo alcohólico que,
por otra parte, era más que probable que hubiera olvidado las últimas
voluntades de mi padre, caso de haber algunas-. Y añadió que, antes de regresar
a Europa, pensaba emprender, en homenaje a mi padre, una última expedición al
fondo del Amazonas, a la misma región complicada en la que le había encontrado.
Y me invitó calurosamente a que le acompañara, arguyendo que aquello hubiera
sido lo que más complaciera a mi padre. No necesito decir que acepté
inmediatamente, con esa peligrosa sencillez de la alegría.
Ese día me acompañó a
visitar «la ciudad de las moscas», cosa que yo hasta entonces no había hecho, a
excepción del recorrido inconsistente hacia la casa de Adams, cercana a la
nuestra.
En el curso de esa
visita turística nos encontramos al abogado en cuestión, con un maculado traje
blanco, y sin afeitarse al parecer desde hacía dos días. Pensé en él con esa
curiosidad que algunos confunden con la compasión, y me divirtió la idea de que
en esas ciudades literarias -Tánger, u Hong-kong, u Obidos- era inevitable
encontrar, fiel a su puesto de mando, a un extranjero alcohólico, lo mismo que
en las aldeas hay tontos o locos. Mister Simpson, que así se llamaba el
hombre, si lo había, al ver a un joven desconocido junto a mi madre se acercó
para curiosear también y, tras de averiguar por Julia que yo era el último de
los Brown, se apresuró a explicarme que mi padre había dejado una carta sellada
exclusivamente para mí, aunque como era de esperar no había testamento. Añadió
que me aguardaba en su despacho el jueves, es decir dentro de un par de días.
Expresé mi sorpresa porque no hubiera dicho nada a propósito de mi madre, pero
se limitó a decir: «La carta sólo a ti te concierne, jovencito; y te aconsejo
que no faltes, si en algo estimas aún a tu padre, porque, aunque yo ignoro por
completo su contenido, me dijo que era muy importante, y me encargó que
tuviese buen cuidado de no abrirla más que en el caso de que muriera, y
únicamente en tu presencia; así que ya lo sabes».
Y me gritó al
despedirse cuál era su dirección: un nombre extraño, parecido al de algunos
hongos.
Atribuí la gravedad con
la que me había dicho todo esto a su temprana borrachera, y no le hubiera dado
al asunto más importancia si no hubiera percibido en los ojos de mi madre una
expresión de terror extraña, ante esta noticia inesperada. Tal vez, pensé al
principio, se debió simplemente al agravio que para ella suponía que mi padre
no hubiera tenido un pensamiento para ella cuando concibió la posibilidad de su
muerte. Y, sin embargo, como luego habría de saber, no había pensado más que en
ella.
Lo cierto es que desde ese instante la actitud de
mi madre hacia mí varió por completo: a sus amabilidades de antaño sucedieron
miradas de desconfianza, y pareció perder súbitamente todo otro interés en mí.
Mi alma entonces se
desplomó como lo haría cualquier noche aquel borracho, a quien cargué con la
culpa de todo, maldiciéndolo en secreto, como a un dios. Pero de todos modos no
lograba explicarme qué diablos tenía yo que ver tanto con el abogado como con
mi padre, al que también empecé a odiar por suponerlo igualmente responsable de
aquel desvío. Y fue aquello lo que me hizo plenamente consciente de que había
empezado a pensar en mi madre en los términos del amor.
Faltaba una sola fecha para el día anunciado por el abogado Simpson,
y esa noche, tras de pensarlo innumerables veces -yo que puede decirse que
nunca había pensado—, me decidí por fin a hablarle seriamente a Julia tratando
de indagar a qué se debía una mutación tan sorprendente en sus relaciones conmigo.
Tan confuso estaba que entré en su cuarto sin llamar: era una hora tardía de la
noche, pero lo mismo que la vez anterior, había aún luz en su cuarto, si bien,
como pude comprobar cuando estuve dentro, no demasiada. La encontré casi desnuca,
por lo que retrocedí inmediatamente e iba a balbucear unas palabras de excusa cuando
creí ver, antes de que acabara de cubrir sus piernas con el camisón, un
enorme falo entre ellas. Completamente aturdido por aquella visión incierta
debido en parte a su brevedad -pues sólo duró un instante, ya que el descenso
de la camisa de noche la interrumpió enseguida- y a la penumbra, y presa de los
temores más potentes debido precisamente a su escaso grado de certeza, y más
aún de explicación, o adecuación alguna de todo ello con el fantasma de la realidad,
salí casi corriendo de la habitación, y cerré apresuradamente, sin saber casi
por qué, la mía con llave. Pero, pasadas algunas horas, no me quedó para
defenderme de la razón que sitiaba aquel recuerdo de una sensación tan horrenda
como imposible de ajustar en toda hipótesis de la mirada, no me quedó para
defenderme más que una explicación: que yo estaba loco, lo mismo que mi padre.
No es necesario decir
que aquella «explicación» no tuvo otro premio que el insomnio. De manera que
estaba despierto cuando, horas más tarde, oí pasos provenientes del dormitorio
de mi madre. Hubo un instante en que pensé salir para pedirle excusas por
aquella huida que tanto había debido sorprenderla si no afligirla; pero con
ese pensamiento se cruzó otro, el de huir de allí, tan pronto como pudiera, de
aquella ciudad y de aquel misterio.
Luego, oí cerrar la
puerta de la calle suavemente. Y al día siguiente supe por la criada, que me
lo comunicó con aire de buena noticia, que mi madre había desaparecido.
Cada vez más
confundido, me dirigí sin embargo al domicilio del viejo abogado, quien me dio
la noticia atroz, que ya corría por toda la ciudad, de que la tumba de mi padre
había sido profanada, esa misma noche, su cadáver desenterrado y su cabeza, o
lo que quedaba de ella, seccionada cruelmente y ¡robada!
Todo aquello tenía la
calma y la exactitud de la pesadilla. Tan aturdido estaba que no recordé
entonces aquello a lo que había ido, la famosa carta. Me disponía a marcharme
cuando el abogado me retuvo, diciendo:
«Calma, jovencito» -y
esta vez el apelativo que quería ser cariñoso me sonó como una bofetada o un
latigazo-, «tal vez esta carta nos aclare algo de lo que está sucediendo».
Y, tras de rebuscar
unos minutos en su desvencijada caja fuerte, sacó una carta cuyo sucio sobre
había sido torpemente lacrado. Sentándose en su butaca e indicándome otro
asiento frente a él, la abrió con dedos temblorosos y comenzó su lectura; la
carta decía así:
«Mi querido hijo
William:
»¡Qué tarde me he dado
cuenta de que te necesitaba! No sólo tarde sino, como se suele decir,
demasiado tarde. Porque, cuando te sea leída esta carta yo habré, con toda
probabilidad, muerto, víctima de... mí mismo.
»Hay un horrendo
territorio del saber que atrae a los hombres como la tela de araña a las
moscas; que atrae, sí, como atrae el abismo, como él nos llama. Que atrae, en
fin, como nos atrae nuestra propia perdición: ¿quién alguna vez no ha soñado
con ella?
»Yo franqueé sus
límites, pero no me adentré suficientemente a nivel teórico como para prever, a
tiempo, sus peligros, a explorar uno de sus fragmentos que cayó un día sobre mí
por azar, como caen a veces mezclados con la lluvia objetos irreconocibles para
la razón, o como se encuentran signos no-humanos en un meteorito.
»Tanto mis pasiones
teóricas como mis "experimentos" -puedo llamarlos así- con ese trozo
de "meteorito", se debieron a una voluntad impía de superar lo
humano, a un odio satánico hacia mis semejantes:
creí que el azar me había deparado la ayuda necesaria para vencerlos y
destruirlos. Pero quien prepara un crimen contra el re no sabe que está
planeando, a oscuras, su propio suicidio... por lo inconexo de estos
razonamientos, o más bien de estos restos de razonamientos, que apenas tengo ya
fuerzas para pensar, y menos aún para escribir: algo me las roba, precisamente
aquello con lo que creí haber pactado, aquello que creí haber dominado... Me
roba también la voluntad para escribir; sé que me ha descubierto y que no me
dejará terminar...
(A esto seguía un
borrón y unas palabras vacilantes, escritas hacia abajo, como siguiendo la
dirección de la propia caída:)
»"Ella pertenece a
un pueblo maldito por Dios"
(y luego, con
desfallecientes mayúsculas, una orden absurda y terminante:)
» "MÄTALA"».
EI rostro del abogado
dio muestras de incredulidad y de espanto es un asunto de locos» me dijo con un
suspiro al un la lectura, entregándome la carta.
Pero lo cierto es que
no tardé más que unos pocos minutos en dirigirme al bien conocido domicilio de
Adams con el propósito de pedirle dinero y ayuda para una expedición a esas
regiones finales del Amazonas, donde suponía que hallaría, si no lograba
alcanzarla antes, a aquella mujer, si podía hablarse de ella como de una mujer.
Le pedí que me sirviera como guía. Él aceptó todas las condiciones,
inexplicablemente, tal vez por la breve amistad que a él me unía, tal vez por
su antigua amistad con mi padre, o bien, como él dijo (temeroso, a lo mejor, de
aludir a una razón emocional ante alguien que tan poco conocía) por intereses
estrictamente científicos relativos a aquellas zonas inexploradas; en
cualquier caso, su interés no pudo deberse a las razones que aduje, pues estas,
no sabiendo o no pudiendo explicárselo de otro modo, se redujeron a decir que
Julia estaba loca y que probablemente era la autora de la mutilación del
cuerpo putrefacto de mi padre.
La contrata de la
embarcación fue fácil, lo difícil resultó encontrar algunos indios dispuestos
a servir de tripulación. Adams ya me había advertido de ese peligro: me dijo
que los indios temían mucho aquellas regiones últimas y que las consideraban
peligrosas y sagradas. De manera que al final propuse a Adams que nos
arriesgáramos a engañarles, diciéndoles que sólo se trataba de una aventura
comercial con destino a lugares más bajos, y pensando que luego, ante los
hechos consumados, no tendrían más remedio que seguirnos. Adams propuso comprar
un par de pistolas, y una vez hecho esto, le sugerí que partiéramos al instante,
con objeto de dar más fácilmente alcance a aquella «demente» -no la califiqué
de «monstruo», sólo en atención a la capacidad de fe de Adams-; tampoco le
hablé de mi sospecha de que era responsable de la «enfermedad» y de la
muerte de mi padre. Adams me pidió esperar algo de tiempo para resolver algunos
asuntos que él tenía pendientes en la ciudad, y decidimos finalmente que
embarcaríamos al crepúsculo, y, si no era posible, al día siguiente. Esta
última alternativa fue aquella por la que al fin optamos: el viaje sería al
amanecer del día siguiente.
El escrito en forma de
relato que antecede lo he redactado, tratando de imponer un orden en mi alma la
noche de la víspera; lo que acontezca a continuación, por razones de urgencia
y comodidad, lo anotaré en forma de diario, añadiendo las fechas. Relato y
diario no tienen más finalidad que hablar conmigo mismo, y poder, algún día,
si el porvenir es posible, recordar, recordarme.
1 de septiembre
Partimos, habiéndonos
provisto de todo lo necesario. Adams lio un plan de viaje pensando en que
dormiremos en donde i posible: o bien en nuestra pequeña embarcación o bien -
hozas de las pocas tribus en las que él confía.
5 de septiembre
Gracias a las
traducciones de Adams, he podido interrogar a indígenas sobre el paso de Julia,
quien, por lo que ellos nos |n dicho, parece llevarnos tan sólo un día de
ventaja.
Día 12
Al cabo de una semana
de búsqueda infructuosa, Podemos ya tener la certidumbre completa de que hemos
perdido, inexplicable, la pista. Me siento absolutamente desesperado, por-i
persecución es ya el único objeto de mi vida.
Día 14
EI hechicero de la
tribu, en cuya aldea hemos pernoctado, nos
relató, al enterarse de nuestros propósitos, y a guisa de advertencia,
una leyenda que parece un cuento de hadas.
Dijo que en el Alto Amazonas habitaba un pueblo de guerreras que
tenían un singular arte de la guerra. Estaban, según él, provistas de poderes
sobrenaturales y eran capaces de poseer el .lima de los hombres, enamorándolos
primero, y luego la sustancia del espíritu en el acto sexual. Dijo también
que adornaban su templo con las cabezas de los hombres lima habían previamente
«comido». Este relato no me demasiado porque lo intuía. Ni qué decir tiene que a
Adams la historia no le pareció en
absoluto una revelación. Me dijo simplemente que «ya había oído aquella absurda
leyenda». En cuanto a los indios, que nos acompañan y que estaban presentes
cuando el hechicero nos la relató, afirmaron también s Eneas generales y sentir
por ella el mismo horror que aquel que la contó: esa era pues la razón de su
primitivo espanto, que sólo se atrevieron a comunicar cuando aquel bruji nos
amenazó, ante ellos, Sin embargo, no creo que sospechen demasiado claramente
aún que nos dirigimos en la misma dirección a la que su espanto apunta, como
un arco tendido hacia la imposibilidad, fuente del miedo.
Adams fue, pese a no
creer en él, quien me tradujo el cuento, y me resulta de gran utilidad.
Día 20 de septiembre
Adams ha contraído una
horrible enfermedad, que él cree una fiebre tropical. No hay posibilidad
alguna, de cualquier modo, de encontrar aquí los remedios adecuados para ella,
sean los que sean.
Día 25 de septiembre
Adams ha muerto, pese a
los esfuerzos que realizó sobre su cuerpo uno de los tantos hechiceros que
hemos conocido (él estuvo de acuerdo en que no había otra posibilidad que
acudir a ellos, porque retroceder nos hubiera costado demasiado tiempo y
hubiera significado también su muerte; de manera que, con su consentimiento, y
pese a su enfermedad, proseguimos el viaje). Sin embargo, estoy ya muy cerca de
mi destino y, con los pocos conocimientos que aprendí del querido doctor Adams
sobre dialectos indígenas, creo que me bastará para continuar. No hay todavía
rastro alguno de la mujer.
30 de septiembre
En el Amazonas hay tempestades, exactamente como
en el mar. Hoy hemos tenido una, y los indios que me acompañan se han asustado
enormemente, porque ya adivinan, o saben cuál es el territorio que estamos
atravesando. Dicen que ha sido el castigo por haber violado las fronteras del
reino prohibido de las que ellos llaman «Mujeres Inmortales».
2 de octubre
Los indios que me acompañaban acaban de
abandonarme, robándome la embarcación. Pero estoy, según creo, ya en el lugar
que perseguía, y solo, ¡por fin! Si no se hubieran largado creo que habría
acabado con ellos, porque no deseo que nadie sepa el secreto que te protege,
adorada Chrisaldt -como supe por aquel hechicero que te llamabas en realidad-,
tú a la que persigo porque ya te he encontrado, en el lugar más secreto de mi
alma. Tú, a quien amo como no he amado a la vida ni a mi padre, al que sé que
mataste de ese modo tan hermoso. Tú, de ¡en ya sé que el cuerpo no es un cuerpo
de mujer, porque es cuerpo de una diosa. Tú, que no duermes, porque los dioses
no duermen.
Espero que algún día, después de que mi alma haya pasado por entero a
ti, beses en el Templo de Ulm los labios de mi calavera vacía, y recuerdes lo
que fui, antes de ser Tú. Los restos i cuerpo serán entonces un juguete de los
dioses, y mi alma inmortal, como sólo sabe serlo lo que se olvida de sí
mismopara amar.
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