YO SOY MODISTO. No lo digo por halagarme, mi reputación está bien cimentada: soy el mejor modisto del país. Y aquella mujer, que se empañaba en que yo la vistiese, llegaba a su casa y hacía de su capa un sayo, dicho sea con absoluta propiedad. Sobre aquel traje verde se echó la echarpe de tul naranja de su conjunto gris del año pasado, y guantes color de rosa. Até disimuladamente el velo a la rueda del coche. El arranque hizo lo demás. ¡Que le echen la culpa al viento!
Tales of Mystery and Imagination
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Max Aub: Soy maestro
Soy maestro. Hace diez años que soy maestro de la escuela primaria de Tenancingo, Zacatecas. Han pasado muchos niños por los pupitres de mi escuela. Creo que soy un buen maestro. Lo creía hasta que salió aquel Panchito Contreras. No me hacía ningún caso, ni aprendía absolutamente nada: porque no quería. Ninguno de los castigos surtía efecto. Ni los morales, ni los corporales. Me miraba, insolente. Le rogué, le pegué. No hubo modo. Los demás niños empezaron a burlarse de mí. Perdí toda autoridad, el sueño, el apetito, hasta que un día no lo pude aguantar y, para que sirviera de precedente, lo colgué del árbol del patio.
Max Aub: La uña
El cementerio está cerca. La uña del meñique derecho de Pedro Pérez, enterrado ayer, empezó a crecer tan pronto como colocaron la losa. Como el féretro era de mala calidad (pidieron el ataúd más barato) la garfa no tuvo dificultad para despuntar deslizándose hacia la pared de la casa. Allí serpenteó hasta la ventana del dormitorio, se metió entre el montante y la peana, resbaló por el suelo escondiéndose tras la cómoda hasta el recodo de la pared para seguir tras la mesilla de noche y subir por la orilla del cabecero de la cama. Casi de un salto atravesó la garganta de Lucía, que ni ¡ay! dijo, para tirarse hacia la de Miguel, traspasándola.
Fue lo menos que pudo hacer el difunto: también es cuerno la uña.
Max Aub: La gabardina
Todavía existía el carnaval. Es decir: hace muchos años. No importa: de todos modos no me van a creer. Se llamaba Arturo, Arturo Gómez Landeiro. No era mal parecido, solo una gran nariz le molestaba para andar por el mundo. No era nariz descollante pero si una nariz un poco mayor de lo normal. Por ella pensó hacerse marino. Pero su madre no le dejó. Lo más sorprendente: que esto que cuento le sucediera a él; a veces me he preguntado el porqué sin atinar la contestación. Por lo visto las cosas extraordinarias le suceden a cualquiera; lo importante es cómo se enfrenta uno con la sorpresa. Si Arturo Gómez hubiese sido hombre excepcional no escribiría esto: se hubiera encargado él de referirlo, o hubiese seguido adelante. Pero se asustó y no me queda más remedio que contarlo, porque no me sé callar las cosas.
Aquello empezó el 28 de febrero de 19... Arturo cumplía aquel día -mejor dicho, aquella noche- veintitrés años, cuatro meses y unos cuantos días.
Que no se me olvide decir que era huérfano de padre, que su mamá le esperaba cada noche para verle regresar, entrar en su cuarto, meterse en la cama antes de acostarse a su vez; lo cual redundaba en cierta timidez que irradiaba del joven y hacía que sus amigos le tuvieran en poco y no contaran con él sino de tarde en tarde para sus honestas francachelas. Leía poco, primero porque, según la señora viuda de Gómez, aquello “estropeaba los ojos”; después porque el difunto ―buen gallego― le había dado bastante quehacer con los libros, a los que fue aficionadísimo, con detrimento de otras obligaciones; burlón y amigo de cosas que quedaban en el aire (frases con sentido que no explicaba, repentinos accesos de alegría sin base a la vista, caprichos anómalos: quedarse todo el domingo en la cama fumando su pipa o ―lo que era peor― desaparecer para reintegrarse al cristiano hogar diez o quince días más tarde, sin explicaciones decorosas). Doña Clotilde había tenido muy buen cuidado de preservar a su hijo de tan peregrinos antecedentes. Don Arturo, el desaparecido, aparentó no tomarlo en cuenta. Se murió un buen día, tranquilamente, sin despedirse de los suyos, lo cual pareció a su digna esposa un postrer desacato; además del susto que se llevó al despertar cerca del cadáver.
Max Aub: Esa hormiga
Esa hormiga odiaba al león. Tardó diez mil años pero se lo comió todo, poco a poco, sin que él se diera cuenta.
Max Aub: Crimen ejemplar
Hacía un frío de mil demonios. Me había citado a las siete y cuarto en la esquina de Venustiano Carranza y San Juan de Letrán. No soy de esos hombres absurdos que adoran el reloj reverenciándolo como una deidad inalterable. Comprendo que el tiempo es elástico y que cuando le dicen a uno a las siete y cuarto, lo mismo da que sean las siete y media. Tengo un criterio amplio para todas las cosas. Siempre he sido un hombre muy tolerante: un liberal de la buena escuela. Pero hay cosas que no se pueden aguantar por muy liberal que uno sea. Que yo sea puntual a las citas no obliga a los demás sino hasta cierto punto; pero ustedes reconocerán conmigo que ese punto existe. Ya dije que hacía un frío espantoso. Y aquella condenada esquina abierta a todos los vientos. Las siete y media, las ocho menos veinte, las ocho menos diez. Las ocho. Es natural que ustedes se pregunten que por qué no lo dejé plantado. La cosa es muy sencilla: yo soy un hombre respetuoso de mi palabra, un poco chapado a la antigua, si ustedes quieren, pero cuando digo una cosa, la cumplo. Héctor me había citado a las siete y cuarto y no me cabe en la cabeza el faltar a una cita. Las ocho y cuarto, las ocho y veinte, las ocho y veinticinco, las ocho y media, y Héctor sin venir. Yo estaba positivamente helado: me dolían los pies, me dolían las manos, me dolía el pecho, me dolía el pelo. La verdad es que si hubiese llevado mi abrigo café, lo más probable es que no hubiera sucedido nada. Pero ésas son cosas del destino y les aseguro que a las tres de la tarde, hora en que salí de casa, nadie podía suponer que se levantara aquel viento. Las nueve menos veinticinco, las nueve menos veinte, las nueve menos cuarto. Transido, amoratado. Llegó a las nueve menos diez: tranquilo, sonriente y satisfecho. Con su grueso abrigo gris y sus guantes forrados:
-¡Hola, mano!
Así, sin más. No lo pude remediar: lo empujé bajo el tren que pasaba.
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