Cuando oía hablar del placer o pronunciaba yo mismo esta palabra,
siempre había creído saber de qué se trataba, de manera que, aunque me
precio de ser una persona analítica que no se conforma con ideas
prestadas, nunca me detenía a darle vueltas a un concepto que tan obvio
parecía. Dicho de otro modo, yo era de los que saben qué es el placer
por experiencia propia, como suele decirse. Y no porque hubiese
disfrutado mucho de mi mujer, cuya capacidad de abstinencia la convertía
en un claro caso de vocación fallida —y no sólo en este sentido; su
talento organizador y su sentido estricto de la disciplina me parecían
dignos de una madre superiora de la vieja escuela — , sino porque sí lo
había hecho de mis mujeres, al menos hasta que de repente las dejé
prácticamente abandonadas. A lo sumo, cuando mi carácter reflexivo me
llevaba a pensar en ellas, a veces se manifestaba cierta perplejidad,
cierta vacilación debida no tanto a la duda sobre el signo
inequívocamente placentero de las horas que pasaba con ellas como al
recuerdo de la sensación de hastío que acostumbraba a aparecer como
indeseable pero al mismo tiempo inseparable compañero del placer o, por
decirlo con una imagen profesional, como un socio inevitable de una
empresa que bien podría calificarse de perversa en la medida
en que el capital —no escaso— que en ella se invierte no solamente no
persigue la obtención de beneficios sino que trata de garantizar las
pérdidas. Y justamente ahí donde yo creía hilar fino, cuando, en un
esfuerzo de sinceridad, esa ausencia de pureza en el goce me impulsaba a
temerme que quizá mis placeres, por contaminados de displacer, no
fueran tales, es donde más me equivocaba, pues no hay placer sin dolor
ni excitación digna de ese nombre que no vaya acompañada de unos
sentimientos negativos tan intensos como ella. Mi equivocación consistía
en concebir cada emoción como un ente puro, en esperar que algún día se
presentase el placer limpio de polvo y paja —términos cuyas
connotaciones no se me escapan y que más bien quiero subrayar porque
demuestran la medida del error—, y, así, no llegué de hecho a conocerlo
hasta que fui capaz de comprender que sólo se obtiene —resplandeciente
como el sol y vil como la basura más hedionda— el día en que el impulso
irresistible de disfrutarlo coexiste con el pavor más absoluto a su
obtención, el instante en que te sientes aterrado por lo mismo que te
arrastra y, pese a ello, te dejas llevar.