Cuando oía hablar del placer o pronunciaba yo mismo esta palabra,
siempre había creído saber de qué se trataba, de manera que, aunque me
precio de ser una persona analítica que no se conforma con ideas
prestadas, nunca me detenía a darle vueltas a un concepto que tan obvio
parecía. Dicho de otro modo, yo era de los que saben qué es el placer
por experiencia propia, como suele decirse. Y no porque hubiese
disfrutado mucho de mi mujer, cuya capacidad de abstinencia la convertía
en un claro caso de vocación fallida —y no sólo en este sentido; su
talento organizador y su sentido estricto de la disciplina me parecían
dignos de una madre superiora de la vieja escuela — , sino porque sí lo
había hecho de mis mujeres, al menos hasta que de repente las dejé
prácticamente abandonadas. A lo sumo, cuando mi carácter reflexivo me
llevaba a pensar en ellas, a veces se manifestaba cierta perplejidad,
cierta vacilación debida no tanto a la duda sobre el signo
inequívocamente placentero de las horas que pasaba con ellas como al
recuerdo de la sensación de hastío que acostumbraba a aparecer como
indeseable pero al mismo tiempo inseparable compañero del placer o, por
decirlo con una imagen profesional, como un socio inevitable de una
empresa que bien podría calificarse de perversa en la medida
en que el capital —no escaso— que en ella se invierte no solamente no
persigue la obtención de beneficios sino que trata de garantizar las
pérdidas. Y justamente ahí donde yo creía hilar fino, cuando, en un
esfuerzo de sinceridad, esa ausencia de pureza en el goce me impulsaba a
temerme que quizá mis placeres, por contaminados de displacer, no
fueran tales, es donde más me equivocaba, pues no hay placer sin dolor
ni excitación digna de ese nombre que no vaya acompañada de unos
sentimientos negativos tan intensos como ella. Mi equivocación consistía
en concebir cada emoción como un ente puro, en esperar que algún día se
presentase el placer limpio de polvo y paja —términos cuyas
connotaciones no se me escapan y que más bien quiero subrayar porque
demuestran la medida del error—, y, así, no llegué de hecho a conocerlo
hasta que fui capaz de comprender que sólo se obtiene —resplandeciente
como el sol y vil como la basura más hedionda— el día en que el impulso
irresistible de disfrutarlo coexiste con el pavor más absoluto a su
obtención, el instante en que te sientes aterrado por lo mismo que te
arrastra y, pese a ello, te dejas llevar.
Me habría por
consiguiente acercado más a la verdad si en lugar de concentrar mis
pensamientos en lo más obvio hubiese sabido entender mejor mi trabajo,
que, sin darme cuenta del alcance de lo que afirmaba, muchas veces decía
que era uno de los grandes placeres de la vida. Y no por la tan traída y
llevada erótica del poder, que ciertamente he podido experimentar y no
niego que tenga su atractivo y hasta su vicio, sino por la extraña
agitación de los momentos difíciles de la actividad empresarial. Esta,
que durante mucho tiempo había sido para mí y para mis colegas una puja
llevada a cabo con un tranquilizador poker en la mano —y donde sólo un
empeño digno de mejor causa podía ver riesgo alguno—, se convirtió
posteriormente en un peligroso doble salto mortal sin red, tal como los
hechos han demostra-do posteriormente —menos, a fuer de sincero, en lo
de la red—. Cuando las inesperadas dificultades de una economía
agarrotada crearon las nuevas circunstancias del período reciente, peleé
en el juego financiero de los créditos y los pagos demorados, del
dinero negro y las letras falsas, y disfruté tanto como sufrí, hasta que
llegó un momento en que mi cabeza ya no estaba para estas cosas y
finalmente abandoné, de modo que el desastre llegó con tan poca gloria
como el knock out de ese aspirante a un título que, arredrado ante la
superioridad del adversario, se pasa los sucesivos asaltos caminando
hacia atrás y esperando vanamente un descuido que sabe que no se
producirá porque no tiene moral para provocarlo, y acaba tendido en la
lona por un ataque que su misma insistencia en aplazarlo ha precipitado.
La mía era una vida corriente, sin grandes acontecimientos ni
sacudidas que la dislocaran, al menos hasta los últimos tiempos. Los que
me conocen dicen que soy un hombre de trato cordial, quizá más
charlatán de la cuenta y un tanto avieso para los negocios, pero cabal
en lo demás y amigo de sus amigos. Quizá Lourdes no tenga de mí una
opinión demasiado buena —tal como habrá quedado claro, en esto siempre
la correspondí—, pero mis hijos han compensado la hostilidad de mi
cónyuge con un cariño que, en la mayor, llega a ser auténtica
veneración. Cuando ella atravesaba lo que Henry James llama the awkward
age y se quejaba de mi incapacidad para darle lo que me pedía, me creaba
si-tuaciones comprometidas de las que solía salirme dicién-dole que la
vida está tejida precisamente sobre la trama de tales desajustes, para
no recibir de su juventud más que miradas de desprecio que en el fondo
yo no podía sino envidiar, pues todavía conservaba el recuerdo del
desparpajo con que, pese a las amarguras que yo mismo padecí a su edad,
me rebelaba entonces ante esos mismos desengaños y sentía el mismo odio
que ella contra quienes, de vuelta de todo, pretendían convencerme de
que nada impediría que pasase por su misma experiencia para llegar
finalmente a su escéptica o
acomodaticia decepción. Viví tras esta fase uno de esos noviazgos que, a
juzgar por lo poco que sé de la vida de Adela, tan tras-nochados
están ahora, y me encontré sin saber cómo metido en un matrimonio que,
aunque basado en cierta amistad, era fruto de la conveniencia y más que
nada sirvió para unir una patente con una notable fortuna y lanzar un
negocio que en manos más constantes que las mías hoy seguiría en pie.
Lo
que quiero contar empezó cuando, pese a la oposición de Lourdes, que no
quería alejarse de sus amistades, me empeñé en que dejáramos la ciudad y
nos mudáramos a un chalet situado a poco más de veinte kilómetros de
los barrios periféricos. Aunque hasta entonces habíamos vivido en una
zona residencial, yo estaba harto de los ruidos y los humos que se
colaban hasta nuestras habitaciones y, después de comprar un utilitario
para mi mujer, nos trasladamos definitivamente. Para mí sólo
representaba prolongar en apenas veinte minutos el viaje de casa a la
oficina, generosamente compensados por los tranquilos paseos por el
bosque que pude a partir de entonces dar al atardecer, sobre todo en
primavera, y por el paisaje y el silencio y el jardín que empecé a
cuidar personalmente los domingos por la mañana. Ella hizo una campaña
de resistencia que se prolongó durante muchos meses y continuó —tenaz,
pero sin eficacia— cuando ya estábamos instalados en nuestro nuevo
hogar. La mudanza, que Lourdes no llegó a aceptar nunca, no empeoró de
todos modos una situación que ni podía ser peor ni parecía tener
remedio.
Como el cariño que siento por Adela es mayor incluso que
el suyo por mí, no supuso un gran sacrificio acceder medio en broma el
día en que me pidió que, en lugar de ir en coche hasta mi oficina, lo
aparcase en las afueras y utilizara el transporte público para el resto
del trayecto. La idea perseguía sin duda una finalidad encomiable, pero
con medios tan ingenuos que no pude por menos que sonreír. Le hice
prometer que si yo cumplía su petición ella escucharía mis opiniones, y
pasé a explicarle que una aportación individual como la que yo iba a
hacer servía tan poco para resolver el problema de la contaminación como
la caridad —la indirecta contra su madre no podía pasarle desapercibida
y la utilicé para ganarme su voluntad— para solucionar el de la
desigualdad social. Procuré sin embargo no apagar su fuego idealista, y
repetí mi promesa de hacer como ella pedía. Adela, que sabía de antemano
cuál sería mi reacción, me colmó de zalamerías y luego me explicó dónde
debía dejar el coche y qué autobús debía tomar: primero la línea 47 y
luego la 62. También se podía ir directamente en metro, pero ella me
conoce lo suficiente como para ni siquiera proponérmelo. Los espacios
cerrados siempre me han puesto muy nervioso.
A la mañana
siguiente seguí sus instrucciones y me planté en la parada que me había
indicado. Cada vez que pasaba un taxi sentía tentaciones de detenerlo,
pero quise ser fiel a la palabra dada y me abstuve. Hacer cola resultaba
un fastidio con el que yo no había contado y al cabo de un rato decidí
que aquélla sería la primera y la última vez que cogía un autobús. Por
fin llegó el enorme vehículo, y como me encontraba entre los primeros de
la cola y en aquella parada se iniciaba el trayecto, tuve la suerte de
poder ocupar uno de los incómodos asientos, cuyo insuficiente espacio
tuve en seguida que defender contra el intento de invasión de una mujer
obesa que, experta en estas lides, trató sin éxito de aprovecharse de la
ventaja adquirida en el primer momento. Bastó una pequeña indicación
pronunciada en un tono muy seco y lleno de autoridad para que se
retirase a su territorio. Pero me hizo renunciar de todos modos a mi
propósito de aprovechar el rato para leer el periódico que, precavido,
había llevado conmigo. Tratar de abrirlo en tan poco espacio me pareció
inútil. Pronto quedaron atestados los pasillos y me sentí aliviado al
pensar que me había librado de los apretujones.
Al llegar al
punto donde tenía que bajar para cambiar de línea me levanté para salir,
pero entre las dificultades que experimentó mi vecina de asiento para
hacerse a un
lado, y el obstáculo que suponían un hombre de
cierta edad y notable vigor más una chica con aspecto de oficinista que,
en cuanto vieron que me ponía en pie, iniciaron un sordo combate por
ocupar la plaza que yo iba a dejar vacía, no logré llegar a tiempo a la
salida y cuando quise bajar ya estaban las puertas cerradas y el
vehículo en marcha. Iba a protestar pero me di cuenta de que hubiera
sido inútil, de modo que en lugar de obedecer a mi primer impulso
—exigir que el autobús se detuviera y que me abrieran las puertas—
aguardé pacientemente la otra parada.
Tuve que andar un rato
hasta el lugar donde debía tomar el segundo autobús. Llegó, muy lleno, y
de no ser porque nada en el mundo me hubiera hecho perder una cita y
esa mañana tenía un compromiso a primera hora, habría caminado el buen
trecho que me separaba todavía de mi destino. De modo que, por usar una
frase que entonces no habría empleado —ahora, en cambio, encuentro a
veces cierto encanto en expresiones que no son precisamente nobles—,
hice de tripas corazón y subí. De hecho me hicieron subir las ocho o
diez personas que aguardaban conmigo. Las primeras sensaciones de esta
nueva experiencia fueron francamente desagradables. Perdí el periódico
no sé todavía cómo y resolví que esa misma noche le pediría a Adela que
me perdonase por negarme a cumplir mi palabra y haber decidido no
abandonar la comodidad —relativa por los atascos, sí, pero comodidad al
fin y al cabo— del coche.
Pero me equivocaba, porque allí
empezaba una extraña historia de amor por los vilipendiados transportes
públicos. En medio de mi sofoco —quería pagar mi billete pero no había
manera— noté de repente un contacto que no era como los demás. Aparte de
sendos codos que se me clavaban el uno en el costado izquierdo y el
otro en las vértebras dorsales, y del peso oprimente de un tipo robusto
que me aplastaba contra el afilado canto del bolso de alguna señora que
debía de encontrarse a mi espalda, el blando pecho de una joven de unos
veintitantos años se apoyaba en mi brazo derecho. En cuanto lo percibí,
logré olvidar todo lo demás. Del mismo modo que por medio de un
teleobjetivo puedes enfocar un punto hasta lograr que el objeto que te
interesa fotografiar aparezca nítidamente en el visor destacando por
encima del difuso contorno que, aunque sigue estando allí, se ha borrado
del encuadre, aquella sensación era tan fuerte que las demás
desaparecieron. Todo mi ser se embebió en aquella inesperada emoción.
Duró
unos diez minutos. Ella salió por la puerta de entrada —creo que sin
haber pagado el billete— y yo hice lo mismo —también sin pagar; siempre
fui rápido a la hora de aprender lecciones— cuando me llegó el turno.
Durante todo aquel día estuve ligeramente excitado y me mostré —contra
mi costumbre— exageradamente impaciente con mis empleados. No tuve por
fortuna que tomar ninguna decisión importante, y mi estado de ánimo no
se reflejó en la marcha del negocio. Por la tarde, al terminar la
jornada, sentí deseos de repetir la experiencia. Pero no era tan fácil
como me había parecido y no tuve suerte en ninguno de los dos autobuses.
Mientras conducía hasta mi casa me sentí terriblemente fastidiado. Puse
la radio y traté de olvidarlo. Luego estuve muy poco amable con la
pobre Adela cuando con cara radiante me preguntó si no me había parecido
que resultaba tan práctico como el coche y hasta más descansado, y salí
al jardín, donde un arriate de rosas —mi flor favorita, pues me
fastidian las plantas exóticas— pagó mi malhumor.
A la mañana
siguiente volví a la parada arrastrado por esa misma fuerza que empuja
al jugador novato que tras haber ganado en su debut se niega a aceptar
la primera derrota, convencido de que es un hombre de suerte y el
triunfo no se le puede escapar. Los minutos que transcurrieron hasta que
se presentó la buscada oportunidad fueron terribles. El fracaso me
hacía pensar que era un imbécil, que estaba comportándome como un crío y
que aquello no me llevaba a ninguna parte. Pero estas acerbas
autocríticas cesaron repentinamente en cuanto me sentí rozado por las
nalgas de una mujer a la que había visto entrar —debía de tener cinco o
seis años menos que yo: era madura, y su pelo teñido de rubio me hizo
pensar en las profesionales— pero que ahora no podía ver pues estaba
situada casi directamente contra mi espalda. De nuevo mi sensibilidad se
concentró en el punto que recibía el muelle contacto sometido a mil
variaciones por las sacudidas de los baches, las inclinaciones de las
curvas, y la fuerza de la inercia en los acelerones y frenazos del
autobús. No quería detenerme a analizar nada. En aquellos momentos no
hubiera podido hacerlo ni siquiera empeñándome. Una viscosidad amarga me
llenaba la boca, todo mi cuerpo se puso a sudar y cada nuevo embate de
la oleada de carne me embriagaba de vértigo.
Molesto conmigo
mismo, decidí pasado un tiempo cu-rarme del vicio que tanta inquietud me
producía aumentando la frecuencia de mis visitas a Ole, una chica de
alterne cuyo mayor atractivo era que al principio se había negado a
acostarse conmigo y que sólo llegó a hacerlo después de haberme obligado
a emplear todos mis recursos de conquistador. Ella debió de notarme
algo porque un día me dijo que estaba raro. Quiso romper —era así,
orgullosa, y por otro lado sabía que no tardaría mucho en encontrar otro
amigo generoso — , y gracias a este estímulo seguí con ella y volví a
utilizar el coche durante unos meses, con lo cual llegué a considerar el
episodio de los autobuses como una extraña anécdota sepultada ya para
siempre en el pasado. Hasta que un día, y sin saber por qué, volví a las
andadas.
A diferencia de lo que ocurría en la primera época,
cuando mi grado de intervención se limitaba a esperar que el azar
depositara una mujer a mi lado, esta vez mis exigencias eran tan
perentorias que en cuanto subía me dedicaba a buscar un cuerpo que
prometiera la ansiada ebriedad. A veces, el recuerdo de aquellas
brutales emociones me asaltaba mientras estudiaba un balance, y acabé
por empezar a salir de la oficina a media jornada para desplazarme sin
rumbo fijo por toda la ciudad. Actuaba como un gourmet, eligiendo los
trayectos y horarios en los que más posibilidades había de encontrar el
tipo que en cada momento me apetecía. Sin duda, las horas que mayor
abundancia y variedad ofrecían eran las que coincidían con los
desplazamientos de los ofici-nistas y las de las entradas y salidas de
los colegios e institutos, y a fin de aprovecharlas modifiqué
ligeramente el horario de mi propia empresa, ajustándolo mejor al de las
otras. La medida, por cierto, fue muy bien acogida pues era una vieja
reivindicación de los empleados. El negocio seguía su marcha sin mí y
solamente el hombre de confianza que se encargaba de la gerencia se
atrevió a hacer una insinuación relacionada con mis ausencias el día en
que, un poco alarmado, vino a verme con unas cifras que delataban una
leve reducción en el ritmo de nuestro crecimiento. Aunque, con suma
cautela, llegó a insinuar que en tal situación el único remedio era
conseguir que todo el mundo redoblara sus esfuerzos, yo repliqué que
estábamos empezando a notar la crisis que había afectado a nuestro
mercado y que difícilmente podíamos nosotros resolver tales problemas.
Como torció el gesto, añadí que estaba pensando en una nueva modalidad
de expansión y que, si las conversaciones que había iniciado con unos
clientes extranjeros daban buen resultado, pronto nos colocaríamos a la
cabeza del sector, quedando así a cubierto de una por otro lado
improbable prolongación del momentáneo bache.
No había, desde
luego, conversaciones con nadie, pero logré tranquilizarle y,
sorprendentemente, tranquilizarme a mí mismo, pues debo reconocer que en
algunos momentos de serenidad también yo me había dado cuenta de esas
dificultades. Los hechos demuestran que no fui el único hombre de
empresa que pensó así en aquel entonces. Por otro lado, aun sin la
exacerbación desenfrenada que tiraba de mí hacia otros terrenos, tampoco
hubiera sabido reaccionar.
Visité barrios que nunca había pisado y arrabales de
solados
de cuya existencia no tenía noticia, y me convertí en un experto que
conocía mejor que nadie la red de autobuses de mi ciudad, las diversas
líneas, y los rincones y pasillos que, en cada uno de los diversos
modelos de la flota, más propicios eran para mis fines. Es más, gracias a
esta pasión logré superar momentáneamente mi claustrofobia, y también
llegué a utilizar el metro. A la primera fase de rechazo y extrañeza
siguió otra de aceptación y disfrute. Sin embargo, fue entonces sobre
todo cuando me puse a meditar sobre mis impulsos. Su carácter inacabado
fue lo primero que me llamó la atención. Porque era desconcertante que
ejerciera tal domi-nio sobre mí una forma de relación que excluía no
sólo el orgasmo sino incluso el contacto de piel a piel. Llevado del
afán de experimentación, se me ocurrió un día pedirle a Ole que viajara
conmigo en autobús, sin explicarle los motivos. Aunque a regañadientes,
porque no comprendía qué podía impedirnos coger un taxi, accedió. Mi
idea era utilizarla para excitarme durante el viaje y luego ir al
apartamento y acostame con ella con la esperanza de que esta variación
me colmara. Pero fue un fracaso. Una vez en marcha, su cuerpo no me
atraía en absoluto y me dediqué a buscar otras presas con la mirada. A
falta de otra cosa mejor inicié unas primeras escaramuzas con una mujer
que no me gustaba nada, y lo curioso es que encontré mayor encanto en
aquellos roces robados que en los generosos abrazos de mi amante, a la
que dejé plantada y hecha una furia en el portal.
Otro aspecto
cuya explicación se me escapaba era cuál podía ser el motivo de que la
excitación se acentuara en razón inversa al número de prendas que
mediaban entre mi cuerpo y el de la mujer. Nada era lógico. La única
posible explicación que se me ocurre es la que me sugirió una charla que
sostuve con un amigo de la adolescencia con el que un día coincidí por
casualidad. La conversación en sí me decepcionó profundamente debido al
fracaso con que chocaron mis esfuerzos por disfrutar de la nostalgia de
nuestros recuerdos comunes. Cada vez que yo rememoraba en voz alta una
anécdota de aquellos días que para mí habían sido imborrables, él me
miraba como si estuviera viendo un fenómeno de circo, y bien porque
prefería olvidar, o porque no guardaba recuerdos, o porque cada uno de
nosotros vive las cosas a su modo y lo que dejó en mí una huella pasó
por él sin quedar grabado, la cuestión es que ni por un momento llegó a
sintonizar con mis evocaciones. A pesar del des-engaño, que en algunos
momentos se transformó en bochorno pues su falta de reacción hizo que me
sintiera como un necio, el encuentro me sirvió para regresar a una
época de mi vida en la que, aparte de la fervorosa actividad
masturbatoria, mi sexualidad se concentraba en los roces, contactos y
apretones a los que nos entregábamos con verdadera fruición mis amigos y
yo en los bailes de los domingos. Eran los tiempos en que las chicas,
no es culpa mía, se llamaban Cucú y Tati y cosas parecidas, y todas eran
muy monas. Tanto, que en cues-tión de unas semanas nos hicieron perder
todo interés por los partidos de fútbol y las peleas a pedradas que
hasta entonces habían constituido la definición misma de la libertad
propia de los veraneos; en cuanto aparecieron ellas nos dedicamos con el
mismo desenfreno al coqueteo y el bolero. Tras aquel primer verano
conseguimos prolongar la inusitada fiesta durante el curso gracias a la
espléndida terraza y al amplio comedor de Miguel, y al tocadiscos que yo
aportaba. Solían faltar chicas y había verdaderas peleas por conseguir
pareja. Ahora que me acuerdó, es posible que Alberto no tuviese muchas
ganas de recordar esas dulces fechas porque era muy tímido y acabó
convirtiéndose pronto en un escasamente animoso precedente de lo que
ahora se llama disc-jockey. A veces alguna de las habituales se
presentaba con una amiga que pronto acaparaba la atención de todos. Pili
fue una de ellas, y, durante tres meses, el amor de mi vida. Pero esa
Semana Santa conocí a Toni y pronto olvidé a su predecesora. Porque Toni
era otra cosa. En lugar de empeñarse en plantarte la mano en la
cara
anterior del hombro derecho —que era lo que, a fin de mantener las
distancias, solían hacer las otras—, sabía deslizártela hasta la nuca
para contribuir con su esfuerzo a estrechar el abrazo. Toni era bonita y
generosa, y tan caliente como yo. Hubo un día en que nos llamaron la
atención, pues los demás no creían aceptable el espectáculo que
estábamos dando. No tuvimos más remedio que frecuentar a partir de
entonces bailes públicos bastante cochambrosos y con orquestas de pueblo
o discos de mal gusto, pero a nosotros no nos importaba lo más mínimo.
Era todo tan febril que algún domingo polla noche, al llegar a casa,
tenía que ir directamente al lavabo para vaciar mi dolorido miembro y
cambiarme el pringoso calzoncillo.
Pero sabía que todo esto no
explicaba nada pues, en cualquier caso, no hacía más que añadir otro
problema. Y rápidamente tuve que olvidarme de todos estos aspectos de la
cuestión porque surgió un inconveniente que me devolvió otra temporada
al coche y a la oficina. Ocurrió durante una de esas excursiones que
realizaba a media jornada. Salí del trabajo y tomé un metro. Me dirigí
hacia una parada que a esa hora recogía a las chicas de un instituto de
enseñanza media. Anteriormente había comprobado que los colegios caros
proporcionaban pocos — y remilgados— pasajeros para este tipo de
transporte, y siempre prefería probar fortuna con los centros estatales.
Tal como había calculado, en seguida se cargó el vagón de una generosa
remesa de estudiantes. Yo iba en pie al lado de la puerta, estudiando la
situación, y pasé hacia el interior con la avalancha de la estación
siguiente. Mientras avanzaba vi una chica que iba sola —los grupos de
estudiantes no suelen ser favorables— y se había situado en el hueco que
se forma en el extremo anterior del vagón, junto al volumen de la
cabina del conductor. Se trata de una zona más estrecha y oscura que he
visto utilizar muchas veces a las parejas que no quieren interrumpir sus
besos durante el viaje. Esa tarde habían buscado refugio allí —pues a
ese rincón no llegan los oleajes y mareas que produce el movimiento de
entradas y salidas en las estaciones— dos ancianas, un hombre con
aspecto de representante de comercio, y un viejo y un muchacho
enfundados en sendos monos, que habían depositado en el suelo una caja
metálica de herramientas y un rollo de tubería de plomo. Nos acercamos
simultáneamente un parlanchín grupo de jovencitas y yo. Me colé antes de
que me taponaran el acceso al rincón y me puse al lado de la chica
solitaria que había avistado antes. Estaba de espaldas a mí, mirando
hacia la oscuridad del túnel. Su pelo suelto y rizado le llegaba casi
hasta la cintura. Llevaba un jersey tejido evidentemente a mano y unos
pantalones azules de recio algodón. Me apoyé contra la pared y aproveché
el primer frenazo para entrar en contacto. Debo decir que, por mucho
que pueda parecer lo contrario, siempre me guié por una ética estricta y
que poco a poco había llegado a crear todo un lenguaje de acercamiento
que me permitía leer si existía, y hasta qué punto, un grado de
consentimiento por parte de la mujer en cuestión. Aunque no al primer
síntoma, siempre acababa retirándome si alguien me daba a entender que
no aceptaba el acercamiento, y sólo si contaba con una aceptación tácita
me atrevía a seguir. Cuando el metro aceleró de nuevo, ella se separó.
Este tira y afloja inicial es de lo más corriente, y no cambié de
planes. Volví a acercarme hasta rozar suavemente su pantorrilla con la
mía y —antes de darle tiempo a separarse— retrocedí otra vez. Es
frecuente en estos casos que sea la mujer quien toma a continuación la
iniciativa, dejándose caer aprovechando una aceleración y no recuperando
el equilibrio cuando la velocidad constante lo permitiría. No ocurrió
así en este caso, pero no me desanimé. Algunas son muy tímidas y otras
prefieren que sea el hombre quien cargue con toda la responsabilidad. Mi
posición se vio mejorada cuando, en la siguiente estación, entró más
gente de la que salió y el grupo de estudiantes fue empujado hacia el
interior del hueco, con la consiguiente reducción de espacio vital para
los que ya lo ocupábamos antes. Al arrancar de nuevo el metro, forcé las
cosas. Fue entonces cuando la chica, una cría de unos quince años que
ya tenía sin embargo unas estimables caderas, se volvió hacia mí y,
mirándome a los ojos, me dijo. —Ya está bien, ¿no?
Me quedé sin
habla, francamente desconcertado, pero eso duró solamente una fracción
de segundo; reaccioné, y dije en voz alta, sin dirigirme a nadie en
especial pero consciente de que todo el mundo se había vuelto a
mirarnos:
—Pero, ¿qué se habrá creído la mequetrefe? Y a
continuación, más bajito para que no me oyeran las ancianas, y
dirigiéndome a los demás: — ¡La muy puta! ¡Encima!
El viejo del
mono me miró mostrándose conforme con mi opinión y el aprendiz castigó a
la chica con una mirada tan despectiva que ella no pudo resistirlo más,
se abrió paso entre las estudiantes y desapareció.
Mis palabras
despertaron de su modorra a los ocupantes del referido rincón y, muy a
pesar mío —pues aunque era yo quien había sugerido el tema y encauzado
el tono, no sentía nada de lo que había dicho y me apenaba el
azoramiento de la pobre muchacha—, se inició una mezquina conversación
en la que todo el mundo quiso aportar su escandalizado comentario ante
la espantosa degeneración de las costumbres de la juventud. Siguiendo la
misma táctica que yo había adoptado al principio, los integrantes de
esta improvisada y deleznable tertulia solicitaban con sus ojos y sus
palabras mi complicidad, y también a mí acabó por hacérseme insoportable
la situación. Bajé en cuanto pude.
Tuve una reacción
desproporcionada —abstinencia absoluta durante varios meses— y luego
sobrevino la crisis. Mi empresa había empezado sin captial digno de tal
nombre su última fase de expansión, y ahora que el dinero se había
puesto muy caro y la demanda estaba estrangulada, las dificultades
amenazaban hundirla. El gerente aprovechó la primera oportunidad que
tuvo para dejarme, y sin él no me sentí con fuerzas ni siquiera para
seguir los consejos de los amigos que me sugerían una suspensión de
pagos antes de que fuera demasiado tarde. Dejé simplemente que siguiera
degenerando, y procuré consolarme contemplando los berrinches de Lourdes
cada vez que yo decidía, por ejemplo, poner en venta el chalet de alta
montaña o suprimir alguno de los gastos que le permitían a ella mantener
sus relaciones con la buena sociedad.
Cuando los bancos
perdieron por fin la paciencia y tuve que enfrentarme a mi nueva
situación, una de esas tardes en las que se suponía que me dedicaba a
estudiar algún modo de salir del caos me sentí tan harto de todo que me
fui. El impulso era tan poderoso que dediqué todo el resto del día a
recorrer la ciudad como en los viejos tiempos. Mi única preocupación era
encontrar un cuerpo contra el que apretar el mío, una nalga, un pecho,
aunque sólo fuera un brazo. Y olvidé, como siempre, todo lo demás.
Porque la tensión de la búsqueda disipa todas las demás brumas y el
éxtasis del logro no admite más compañía que el ya mencionado pavor. Me
sentía un hombre nuevo. En pocas semanas capeé el temporal y restablecí
cierto equilibrio que, aunque no bastara para las ambiciones de Lourdes,
a mí me resultaba suficiente. Pero parece que cuando se emprende un
camino como el que yo tomé hace ya unos años todo puede precipitarse
cuando menos te lo esperas por senderos inesperados. Tal como había
imaginado en los primeros momentos, estaba deslizándome por una
pendiente y llegaría un día en el que no podría volver atrás. Lo que no
sabía es que no iba a importarme; es más, que aceptaría con gusto
precipitarme hacia lo que el azar me deparase, libre de toda nostalgia
por un pasado lleno de sosiego pero también de aburrimiento.
Iba
de regreso a casa pero cambié de idea porque mi lubricidad parecía
aquella noche insaciable. Encontré el andén del metro bastante lleno
debido a que, según oí comentar, se había producido un accidente algunas
horas antes y todavía no funcionaba la línea con regularidad. Nada
podía hacerme suponer cómo terminaría aquel viaje. La mujer debía de
tener unos treinta años y, aunque iba
hablando con unas
compañeras de trabajo, consintió —o así me lo pareció— los primeros
roces. Tampoco se retiró cuando notó el contacto insistente de mi muslo
contra sus nalgas. Poco a poco fui envalentonándome y giré en sentido
contrario para situarme fron-talmente contra su espalda. Ya no pensaba
en controlarme ni mantener ninguna precaución. Después, repentinamente,
se apartó de mí. Intenté acercarme otra vez, sin éxito. Me pareció que
me miraba de soslayo —hasta entonces no había podido verme— y me
enfureció lo que interpreté como un estúpido arrepentimiento culpable
que llegaba cuando ya era demasiado tarde. A la siguiente parada bajó
con una de las amigas y yo, contra lo acostumbrado, bajé también, vi
cómo se despedía y me fui tras ella sin preguntarme por qué lo hacía.
Tomó una calle mal iluminada y luego atravesó un solar que los vecinos
utilizaban como aparcamiento. Yo la seguí a cierta distancia. El extremo
del aparcamiento al que se dirigía estaba muy oscuro. Aceleré el paso
hasta alcanzarla. Creo que en cuanto oyó mis pasos se asustó. La cogí
entre mis brazos y ella soltó un grito que quedó sofocado porque su boca
había quedado aplastada contra mi abrigo. No recuerdo demasiado bien lo
que sigue. Soltó un par de gritos mientras luchaba por zafarse de mi
brazo, la sujeté con todas mis fuerzas con una mano mientras con la otra
le abría la chaqueta, volvió a gritar y yo me agarré a su cuello. Una
farola. Edificios en construcción. Un gañido. Todavía lo apretaba con
firmeza cuando su cuerpo cayó como un saco.
Dicen que la vida
siempre nos depara sorpresas, y creo que jamás estaré preparado para
encajarlas y que por consiguiente no puedo aspirar más que a procurar no
olvidarme de que, tarde o temprano, me sobrevendrá alguna, y que
tampoco ésta será la última, pues ése es lugar reservado para la muerte.
Al horror que sentí aquella noche le sucedió un pánico mucho más
intenso ante las posibles consecuencias. Aunque iban transcurriendo los
días y la Policía parecía no poseer la menor pista sobre la muerte de la
mujer estrangulada, vivía yo en perpetuo desasosiego. Así las cosas,
Lourdes tuvo una inesperada iniciativa. Una tarde se presentó en mi
despacho —ahora yo regresaba a casa directamente a la salida de la
oficina, y en coche— para decirme que aca-baba de discutir con su padre
la situación de mi empresa. El viejo me proponía una salida que
permitiera a su hija mantener cierta posición pese al inminente
desastre. El plan, muy bien concebido, consistía en su quiebra
fraudulenta seguida por una rápida huida al extranjero, a una ciudad
norteamericana donde me esperaba el bien remunerado puesto de director
comercial de la división de plásticos de la empresa de mi suegro. En
otro momento mi orgullo hubiera podido jugarme una mala pasada, pero en
mis circunstancias aquello no era un clavo ardiendo sino un salvavidas
de lujo, y me agarré a él.
Pero lo más curioso de todo es que,
quizá por lo apurado que estaba, sentí incluso cierto agradecimiento
hacia Lourdes, y una vez en el extranjero me encontré sin saber cómo
montado en su grupa y atizándole con verdadero gusto unos buenos
cachetes en las nalgas. No sé cuánto puede durar esta nueva situación,
pero no importa. Estoy divirtiéndome muchísimo. Ah, y Adela tiene novio,
un jovencito que tras haber terminado sus estudios de ingeniería ha
empezado a trabajar en la industria de armamentos.
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