Tales of Mystery and Imagination

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David Torres: Palabras para Nadia


Nadia, es cierto que no te llamas Nadia, pero qué importa eso ahora, en medio de esta noche interminable. Déjame recordar otra vez nuestro viaje, escúchame mientras mi dedo recorre despacio las líneas suavemente irreales del atlas, podemos salir de Bucarest con destino Brasov y luego, allí, hacer el transbordo a Sighiosara, el tren se bambolea ligeramente al rozar con las letras de los Cárpatos mansamente apaisadas en el mapa; no te inquietes, Nadia, ya sé que tienes miedo a los trenes, que no te gusta que te llame Nadia. En cambio, ahora que lo pien­so, Nadia es un nombre que te sienta muy bien porque es como el femenino de nadie, y en cierto modo tú no eres aún más que un poco de nada y miedo y niebla, no existes más que en virtud de este ensalmo compuesto de nombres de ciudades y estaciones: no existes tú ni tus alumnos ni el resto de tu inundo diurno, sino sólo palabras, lentas palabras que deletreo a medida que mi mano las acaricia sobre el atlas. Transilvania, por ejemplo, fíjate que palabra tan bella, Nadia, parece hecha
a medida para ti, que temes a los trenes, puesto que suena a tren, es una lenta locomotora de vocales por donde cruzan viajeros misteriosos y brisas nocturnas, pero también otras cosas porque también hay en ella tránsitos, selvas, silbidos y vesania. O Valaquia, como una reina hermosa y cruel, con la uve mayúscula que recuerda vagamente el colmillo del vampiro y esa suave aspiración de la última sílaba que tiembla entre los labios entornados con el estertor de una vena marchita. «Las leyendas dicen que los vampiros nacieron en Valaquia, pero sabemos que son mucho más antiguos», es una frase con la que inicias a menudo tus clases, ese universo rutinario hecho de escepticismo, conferencias, tópicos, ese lugar donde intentas demostrar a tus jóvenes alumnos de antropología que los vam­piros no existen ni existieron nunca, que son una urna vacía, un mito, una metáfora o, en el mejor de los casos, un buen pretexto para escritores sin imaginación. Entonces hay un mundo donde tú y el tiempo y el espacio son algo más que palabras, donde sonríes y hablas monótonamente a un audito­rio aburrido, donde respondes a otros nombres y a veces te acuestas con algún amante casual, tal vez uno de tus alumnos, y mientras te acaricia no se te va de la cabeza la idea de que, a pesar de tu belleza, lo hace para subir nota, los alumnos son así hoy día, y suspiras añorando otras épocas que no conociste, y después del amor empiezas a dormir lentamente, un sueño sin orillas donde, detrás de los párpados cerrados, un gemido, un tumbo del cuerpo que descansa al otro lado de la cama puede engendrar al monstruo, dar inicio al viaje: el chirrido de las vías muertas, el lento despegue del tren, la estación que va que­dando atrás, la palabra Transilvania.

 
No pasa nada, Nadia. Ven, dame la mano, vamos a entrar juntos en esa pesadilla rescatada de entre tus recuerdos infanti­les; no temas, en realidad el sueño es muy sencillo: mira, hay un andén desierto y un tren a punto de partir, tú eres el único viajero que queda abajo y por nada del mundo quisieras subir a ese tren, pero tampoco puedes aguardar sola en ese andén lleno de vaho, apenas un apeadero en medio de la noche. Entonces has subido al tren y estás en un compartimento lleno de gente, hay gente por todos sitios, viajeros sentados en los pasillos, atestando los lavabos, acurrucados sobre los portae­quipajes. Fíjate bien, Nadia, hasta aquí un sueño corriente pero es ahora cuando viene el miedo, un miedo irracional, sin motivo ni origen, que sacude a la multitud de viajeros. El miedo es el avance del revisor pidiendo los billetes y como no pareces entenderlo un pasajero te susurra al oído: «Él arreglará este desorden, ya verá». A medida que aumentan los gritos de pánico, el pasajero te explica que todos esos hombres y mujeres que chillan, viajan sin billete y que el revisor les dará su mere­cido. En realidad, sólo él parece aprobar la tarea del revisor, quien, de repente, ya ha llegado hasta vuestro vagón. De pron­to comprendes por qué gritan los viajeros, ves cómo el revisor —alto, ceremonioso—, si no tienen billete que ofrecerle, inmo­viliza al polizón, le obliga a sacar la lengua y luego se la perfo­ra limpiamente con el sacabocados, dejando un agujero pequeño y redondo como una hostia y unas gotas de sangre. No te asustes, Nadia, el pasajero que está a tu lado explica que es un mal necesario para erradicar la fea costumbre de viajar sin billete, el revisor asiente con la cabeza, le pide el suyo, pero él tampoco tiene, por más que rebusca en su chaqueta no lo encuentra, y mientras sigue buscando no cesa de alabar los pro­cedimientos expeditivos de la compañía ferroviaria. «Tiene usted mucha razón, señor», dice el revisor y, tac, también le agujerea la lengua. Entonces se vuelve hacia ti y es cuando caes en la cuenta de que tú tampoco llevas billete.
Aquí la pesadilla se ramifica: podemos acabarla aquí y entonces te despertarás aterrada, con un sabor metálico en la boca, pero también podemos seguir de varias formas, Nadia, te ofrezco ésta: caminas a lo largo del pasillo buscando a un pasa­jero que pueda darte ese billete. Nadie conoce a ese pasajero, nadie puede decirte qué te cobrará por el billete y si el precio merecerá la pena, si no será mejor ofrecerse al revisor como hacen todos. Un amigo psicólogo al que consultarás después, en la vigilia, te hablará de una fijación paternal, te explicará que ese pasajero que buscas es tu padre —y luego, otras noches, lo soñarás con la cara de tu padre, lo imaginarás así, sin verlo—, pero un sacerdote te diría que es Dios y Percy... Quién sabe. Lo único seguro es que el tren se vuelve ahora lento, solemne, deslizante; todo el sueño se ha llenado de amplitud y serenidad, hay tonos caoba, oscuros y profundos, y los vagones que vas recorriendo, sola, tienen una precisa forma de ataúd, anchos al principio, estrechándose al fondo. Una a una vas abriendo las puertas de los compartimentos: todos están vacíos y tú lo sabes, Nadia, de pronto sabes que el pasajero que tiene tu billete te espera tras la última puerta del último vagón, al cabo del tren, Nadia, pero ya es hora de que despiertes.
Al principio la pesadilla te deposita en un lugar sin tiempo ni memoria. Despertar no es sólo abrir los ojos y lavarse la cara, sino también hablar, reconocerse en el espejo, entrar en otro sueño. Sólo cuando te ves reflejada en el espejo del lavabo recuerdas que estás en un hotel, en Bucarest, que has dormido toda la mañana, cansada del viaje, y sólo entonces empiezas a preguntarte qué harás en Bucarest un domingo por la tarde, cuando no te apetece quedarte en el hotel ni pasear sola por una ciudad extraña y el periódico desplegado sobre la cama sólo te ofrece vagos jeroglíficos rumanos, cines rumanos, teatros ruma­nos. Penosamente logras descifrar el anuncio de un recital de piano ofrecido por un joven artista local; el programa compren­de, después de una serie de rapsodias inequívocamente ruma­nas, las Variaciones Goldberg, de Bach, y tú siempre has amado esa música. Entras en la ducha, desnuda, y mientras el agua caliente resbala sobre ti canturreas no el aria, sino el inicio de la primera variación, es curioso que intentes despejarte con una pieza elaborada para distraer el insomnio de un aristócrata, un somnífero musical, una larga nana. Recuerda, Nadia, que un encantamiento pronunciado al revés se vuelve contra sí mismo, todo depende de qué lado del espejo se esté y tal vez la historia concluya de otra manera: tu reflejo invertido en el espejo anu­laría la pesadilla del mismo modo que despertar tarareando las Goldberg podría significar el insomnio, la cólera del rey orde­nando que le traigan la cabeza del clavecinista y puede que la de Johann Sebastian.
Tú aún no lo sabes, Nadia, pero el juego de espejos prosigue en el teatro y, después de comprar la entrada y detenerte un ins­tante en el vestíbulo pensando que la música de Bach será un buen laberinto donde dejar olvidada la pesadilla, has doblado distraídamente a la izquierda; siguiendo un afluente de público entras en una sala que se te antoja demasiado pequeña y dema­siado baja para un concierto. Te detienes pensando si te has equivocado pero en seguida un amable uniforme te conduce a la tercera fila, tú buscas en el bolsillo de la chaqueta para entre­garle la entrada que has sacado hace un momento, afuera, y no la encuentras por ningún sitio, buscas en el bolso mientras el uniforme se desentiende de ti con una sonrisa rumana y tú te meces de pronto en esa reminiscencia de tu sueño, pero la sala es todavía una sala, no un vagón de tren, y los sillones son cómodos, reconócelo, aunque, si te fijas bien, Nadia, nadie entrega la entrada. Antes de darte tiempo a comprender, las luces se gradúan y cesan los murmullos; tu mirada se apacigua en una calma de telones rojos. Dos señores emergen de entre los telones y uno de ellos se sitúa tras la mesa con un micrófo­no mientras el otro trae un vaso y una jarra de agua. Suspiras, tranquilizada, sintiendo que lo que dice incomprensiblemente ese anciano alto y canoso no puede ser más que el preludio del concierto, seguramente la presentación del joven talento local (que espera nervioso al otro lado del telón —piano y pianista como un negro centauro— pero debes admitir, Nadia, que como presentación parece bastante prolija, eso aparte de que algunas palabras te son sospechosamente familiares, por ejem­plo, ahora acaba de pronunciar una que suena lejanamente a Valaquia. Todavía pasan unos minutos antes de que entiendas del todo que ya no se alzará el telón, que la intrincada confe­rencia y el impasible conferenciante son todo lo que te ofrece el azar de los espejos en Bucarest esta noche. Te levantas y sales de allí, avergonzada, aturdida, sorteando miradas iracundas, y, una vez en el vestíbulo, adviertes el error: un cartel con el programa del concierto —arriba, subiendo la blanca escalinata— mien­tras otro cartel, vistoso y enigmático, anuncia la conferencia sobre Vlad Dracul impartida por un historiador rumano. Desde algún sitio llegan hasta ti, amortiguados, bellos acordes magiares; en realidad todavía puedes esperar ahí el intermedio y luego subir en la segunda parte y escuchar las Goldberg.
«Veo que no soy el único que se aburría ahí dentro.» Te das la vuelta, despacio, sin acertar a responder qué te sorprende más: si el hombre alto y lánguido que te ha seguido hasta el pie de la escalinata o el hecho de que hable en inglés y lo entien­das, de que sigan existiendo otros idiomas aparte del rumano. «Me llamo Percy, como Shelley». Humor inglés, claro, sólo podía ser inglés con ese acento y ese porte suavemente aristo­crático que te recuerda al actor Peter Cushing, el implacable cazador de vampiros. Fíjate, Nadia, qué cuidadosamente alarga esa mano. «¿Tiene algo que hacer? ¿Aceptaría cenar conmigo esta noche?» Esa mano que se posa en tu cuello. «Por lo que veo usted también es supersticiosa.» Levanta el pequeño crucifijo de tu collar, lo acaricia, sonríe. «Es lógico en Rumania. Pero yo no creo en vampiros.» «Yo tampoco», dices como si emergieras de un sueño.
Salís juntos del vestíbulo y lentamente camináis en la noche de Bucarest. No queda apenas gente en la calle a esas horas. Percy va a tu lado, sin hablar, y de vez en cuando te mira, son­riendo. Mientras avanzáis en silencio pienso por primera vez en la soledad dolorida de tu belleza, Nadia, porque no debe de ser fácil convivir con toda esa belleza, sortear sus asechanzas y emboscadas. Percy empuja la puerta de un restaurante típico y te invita a franquear la entrada. «Llevo algunos días en la ciu­dad y éste es el mejor local que he encontrado. Viene recomen­dado en todas las guías. A veces el folklore tiene sus sorpresas.» Mientras os acomodáis en una mesa apartada, Percy te explica algunas virtudes de la cocina rumana, pero tú no le prestas atención, prefieres absorberte en un espejo lejano. «¿Es recién llegada, verdad? Entonces permítame que elija por usted.» Percy llama al camarero y le encarga la cena. Luego se vuelve hacia ti, empieza a hablar. Deberías escucharle, Nadia.
«Perdone mi indiscreción, pero ¿no estaba usted hace poco en Bolonia, en un ciclo de conferencias?» Percy se interrumpe para dejar al camarero llenar las copas de vino. «¿No dictó usted la conferencia sobre vampirismo? Déjeme ver un momento, creo que todavía tengo el programa.» Miras inquieta a derecha e izquierda; detrás de Percy, unas mesas más allá, el espejo duplica el restaurante, te devuelve otros comensales, la espalda de Percy, la inversión de tu mirada. Percy ha sacado un libro barato, muy manoseado; entre las páginas guarda papeles, notas sueltas, apuntes a lápiz. Saca el programa y lo examina atenta­mente. «Aquí está. Posibles significados de un mito extinguido, por Marie Guillaume.» «Pero me llamo Nadia», dices en un susurro, sin dejar de vigilar el espejo. «¿De veras? Cuando la vi esta noche, en el teatro, hubiera jurado...» Percy se detiene, per­plejo, luego lo piensa mejor y suelta una carcajada. «Se está bur­lando de mí. Cree que soy un fanático de los vampiros y que voy a darle la noche.» Bebe un sorbo de su copa. «Bien, en cier­to modo lo soy. Pero le juro que no creo una palabra sobre vam­piros.» Percy alza una mano para solemnizar su juramento, pero en seguida tiene que bajarla para que el camarero pueda servir la sopa. «Verá, soy guionista de cine. Estoy dándole los últimos toques al guión de una película sobre vampiros y he venido a Rumania para captar algo de ambiente. Pero aquí todo es demasiado oficial, demasiado turístico. En cambio, su confe­rencia de Bolonia me aclaró muchas cosas, por ejemplo, la exis­tencia de leyendas similares entre los egipcios, los griegos o los árabes. Es decir, que los vampiros no nacieron en Transilvania, como pretendía hacernos creer ese profesor sabihondo, sino que son una constante en casi todas las culturas, un miedo común a todas ellas.» «Miedo, por qué. Los vampiros no exis­ten.» Lo dices como si quisieras convencerte, Nadia. «Además, nacieron en Valaquia.» «Precisamente de eso quería hablarle —dice Percy, excitado—. De cómo los vampiros utili­zan la incredulidad a favor suyo, aunque, al mismo tiempo, nada ofende más a los vampiros que el hecho de que no crean en ellos. Los no muertos, los señores de la noche, como dijo usted en su conferencia. En mi guión no es sólo una metáfora: quiero que sean dueños de la noche en el sentido literal del tér­mino, en el sentido de que puedan manipular los sueños, entro­meterse en la memoria de sus víctimas, alcanzar su intimidad más profunda, confundirlas, jugar con su pasado y su futuro.» «¿Cuándo he dicho yo eso?» Tu interrogación se convierte en un gemido que desconcierta a Percy, sus manos disecadas en el ademán de la estrangulación. «Es sólo un guión tonto y proba­blemente no llegará a fumarse nunca. Pero quiero que sepa lo mucho que le debe a usted. Gracias a su conferencia decidí suprimir los clásicos colmillos y utilizar esa variedad rusa de vampiro que tiene la lengua en forma de lanza y que succiona la sangre en medio de un beso.» «La lengua», repites como un autómata. El espejo del fondo te devuelve ahora parte de la pesadilla que se llevó el espejo de la habitación del hotel —gri­tos de pánico, lenguas perforadas— como si tu sueño fuese un navío saqueado por un mar de espejos, con fragmentos traídos y llevados por el oleaje. «Espero que mi charla no le haya hecho perder el apetito», bromea Percy. Mecánicamente tomas una, dos cucharadas de sopa; luego dejas que el camarero retire los platos. Mientras termina de limpiarse con la servilleta, Percy no puede evitar hacerte una confidencia más. «Sabe, creo que tenía que hablarlo con alguien, desprenderme de ello, como dicen los escritores. Claro que yo no soy un escritor de verdad, pero me parece que estoy demasiado obsesionado con este guión. Desde que tuve la primera pesadilla no he dejado de soñarlo.» Aparta, Nadia, viene el camarero con el segundo plato. «¿Cómo termi­na su guión? ¿Qué hace la mujer?» Percy reflexiona un instan­te, cerrando los ojos. «Sólo hay un final posible, estoy seguro. Aunque me gustaría que hubiese otro.» Su mano reanuda el movimiento del tenedor. «Espere —añade atolondradamen­te—, no le dije que fuese una mujer...» Te levantas despacio, coges el abrigo y el bolso, dices: «¿Sabe en qué nos parecemos los dos? En que ni usted ni yo creemos en vampiros, pero los dos vivimos de ellos». Percy sólo tiene el tiempo justo de alzar­se y balbucear algo, atónito, mientras tú caminas resueltamen­te hacia la puerta cruzando en diagonal el restaurante. Es demasiado tarde para que pueda seguirte, te alejas rápidamen­te en el aire frío de la calle pensando en el posible final de la his­toria, imaginando otras alternativas, pero quién te dice, Nadia, que todo ha de tener un fin, las Goldberg no lo tienen: apenas se extingue el eco de la última aria en el aire, como una nana infantil, esperas que vuelvan a sonar las traviesas escalas de las variaciones. Indiferentes al tiempo y a la historia de los hom­bres, no pueden acabar porque no tienen ni principio ni fin, es la única música del mundo que empieza exactamente donde acaba, Nadia, como un círculo a través de los siglos, un eterno retorno, como la vida del vampiro, que siempre está empezan­do, que termina y empieza con un beso de sangre, que vuelve a empezar y a terminar con cada beso.
Ahora ya sabes lo que debes hacer si quieres matar el sueño. La estación te aguarda en medio de la noche con el aire somnoliento de las catedrales; bajo las desamparadas luces hay viajeros dormidos en los asientos, una mujer leyendo, un viejo esperan­do. «Quiero un billete», dices en inglés, pero la mujer de la ventanilla no puede entenderte, Nadia. Entonces haces un dibujo con los dedos en la madera sobada del mostrador, la mujer se Inclina para observarlo pero todavía lo entiende menos y se encoge de hombros. Acurrucada sobre el mostrador, sigues dibujando sin saberlo un trayecto ficticio que une Budapest con Sighiosara, ¿habías oído hablar antes de Sighiosara, Nadia? «Sighiosara», dices, alzando la cabeza y la mujer de la ventani­lla repite rumanamente el nombre, asiente, te extiende el bille­te, te indica por señas que es el próximo tren y te desea rumanamente buen viaje.
Para matar un sueño es necesario cumplirlo, revivir todas sus disyuntivas y sus puertas falsas, así que deberás esperar afuera, en el andén, aunque el andén de la estación sea totalmente dis­tinto al de tu pesadilla y los pasajeros que aguardan y el tren que acaba de detenerse son algo así como la antimateria de tu sueño, pero tú ya sabes que los sueños desfiguran los recuerdos, Nadia, y lo soñado y lo vivido se mezclan de golpe en el gesto con que subes al tren y en el sonido con que se pone en mar­cha. Entonces tendrás que esperar sentada, junto a rostros can­sados, sintiendo que de nada va a servir aplazarlo, que todo desemboca en ese inútil instante de liberación en el que te levantas del asiento y alzas la ventanilla al frío y al ruido, igno­rando el estupor de los viajeros mientras rompes el billete en dos pedazos que arrojas a la noche desperdigada, y luego sales al corredor, dando tumbos. Un poste, otro, otro... El paisaje se despliega ante tus ojos como una alegoría, tan ficticia como el pasado que dejas atrás, tan irreal como la sorpresa de Percy ante tu huida, tan tenue como el humo del tabaco en los pasillos. De repente, el sueño ha cobrado sentido y sabes que entre esa muchacha que subió al tren y la que ahora se abre paso a coda­zos por los vagones hay la distancia que va de Marie a Nadia, pero tú ya no recuerdas quién es, quién fue Marie, toda tu memoria se deshace como una luna partida, fragmentada en mil reflejos a través de un cristal esmerilado, y que van a reu­nirse apenas abras la puerta, la última puerta del último vagón, pero quién te dice que es la última, Nadia, quién te dice que todo termina, quién te asegura que la historia no empezará ahora, cuando abras esa puerta y encuentres las cortinas bajadas en esta noche interminable que es mi vida, el atlas abierto sobre la mano que lo sostiene y una boca hambrienta que te llama en la oscuridad: Nadia, Nadia, no tengas miedo, ya sé que no te llamas Nadia, pero en mi sueño sí, en este eterno sueño que es el tuyo, tras este largo sedal de palabras donde te espero yo, yo que no existo.

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