Nadia, es cierto que no te llamas Nadia, pero qué importa eso ahora,
en medio de esta noche interminable. Déjame recordar otra vez nuestro viaje,
escúchame mientras mi dedo recorre despacio las líneas suavemente irreales del
atlas, podemos salir de
Bucarest con destino
Brasov y luego, allí, hacer el transbordo a
Sighiosara, el tren se bambolea ligeramente al rozar con las letras de los Cárpatos mansamente
apaisadas en el mapa; no
te inquietes, Nadia, ya
sé que tienes miedo a los trenes, que no te
gusta que te llame Nadia. En cambio, ahora que lo pienso, Nadia es un nombre
que te sienta muy bien porque es como el femenino de nadie, y en cierto modo tú
no eres aún más
que un poco de nada y
miedo y niebla, no existes más que en virtud
de este ensalmo compuesto de nombres de ciudades y estaciones: no existes tú ni tus alumnos ni el resto de tu inundo
diurno, sino sólo palabras, lentas palabras que deletreo a medida
que mi mano las acaricia sobre el atlas. Transilvania, por ejemplo, fíjate que palabra tan bella,
Nadia, parece hecha
a medida para ti, que temes a los trenes, puesto que suena a tren, es
una lenta locomotora de vocales por donde cruzan viajeros misteriosos y brisas
nocturnas, pero también otras cosas porque también hay en ella tránsitos,
selvas, silbidos y vesania. O Valaquia, como una reina hermosa y cruel, con la
uve mayúscula que recuerda vagamente el colmillo del vampiro y esa suave
aspiración de la última sílaba que tiembla entre los labios entornados con el
estertor de una vena marchita. «Las leyendas dicen que los vampiros nacieron en
Valaquia, pero sabemos que son mucho más antiguos», es una frase con la que
inicias a menudo tus clases, ese universo rutinario hecho de escepticismo,
conferencias, tópicos, ese lugar donde intentas demostrar a tus jóvenes alumnos
de antropología que los vampiros no existen ni existieron nunca, que son una
urna vacía, un mito, una metáfora o, en el mejor de los casos, un buen pretexto
para escritores sin imaginación. Entonces hay un mundo donde tú y el tiempo y
el espacio son algo más que palabras, donde sonríes y hablas monótonamente a un
auditorio aburrido, donde respondes a otros nombres y a veces te acuestas con
algún amante casual, tal vez uno de tus alumnos, y mientras te acaricia no se
te va de la cabeza la idea de que, a pesar de tu belleza, lo hace para subir
nota, los alumnos son así hoy día, y suspiras añorando otras épocas que no
conociste, y después del amor empiezas a dormir lentamente, un sueño sin
orillas donde, detrás de los párpados cerrados, un gemido, un tumbo del cuerpo
que descansa al otro lado de la cama puede engendrar al monstruo, dar inicio al
viaje: el chirrido de las vías muertas, el lento despegue del tren, la estación
que va quedando atrás, la palabra Transilvania.
No pasa nada, Nadia. Ven, dame la mano, vamos a entrar juntos en esa
pesadilla rescatada de entre tus recuerdos infantiles; no temas, en realidad
el sueño es muy sencillo: mira, hay un andén desierto y un tren a punto de
partir, tú eres el único viajero que queda abajo y por nada del mundo quisieras
subir a ese tren, pero tampoco puedes aguardar sola en ese andén lleno de vaho,
apenas un apeadero en medio de la noche. Entonces has subido al tren y estás en
un compartimento lleno de gente, hay gente por todos sitios, viajeros sentados
en los pasillos, atestando los lavabos, acurrucados sobre los portaequipajes.
Fíjate bien, Nadia, hasta aquí un sueño corriente pero es ahora cuando viene el
miedo, un miedo irracional, sin motivo ni origen, que sacude a la multitud de
viajeros. El miedo es el avance del revisor pidiendo los billetes y como no
pareces entenderlo un pasajero te susurra al oído: «Él arreglará este desorden,
ya verá». A medida que aumentan los gritos de pánico, el pasajero te explica que
todos esos hombres y mujeres que chillan, viajan sin billete y que el revisor
les dará su merecido. En realidad, sólo él parece aprobar la tarea del
revisor, quien, de repente, ya ha llegado hasta vuestro vagón. De pronto
comprendes por qué gritan los viajeros, ves cómo el revisor —alto,
ceremonioso—, si no tienen billete que ofrecerle, inmoviliza al polizón, le
obliga a sacar la lengua y luego se la perfora limpiamente con el sacabocados,
dejando un agujero pequeño y redondo como una hostia y unas gotas de sangre. No
te asustes, Nadia, el pasajero que está a tu lado explica que es un mal
necesario para erradicar la fea costumbre de viajar sin billete, el revisor
asiente con la cabeza, le pide el suyo, pero él tampoco tiene, por más que
rebusca en su chaqueta no lo encuentra, y mientras sigue buscando no cesa de
alabar los procedimientos expeditivos de la compañía ferroviaria. «Tiene usted
mucha razón, señor», dice el revisor y, tac, también le agujerea la lengua.
Entonces se vuelve hacia ti y es cuando caes en la cuenta de que tú tampoco
llevas billete.
Aquí la pesadilla se ramifica: podemos
acabarla aquí y entonces te despertarás aterrada, con un sabor metálico en la
boca, pero también podemos seguir de varias formas, Nadia, te ofrezco ésta:
caminas a lo largo del pasillo buscando a un pasajero que pueda darte ese
billete. Nadie conoce a ese pasajero, nadie puede decirte qué te cobrará por el
billete y si el precio merecerá la pena, si no será mejor ofrecerse al revisor
como hacen todos. Un amigo psicólogo al que consultarás después, en la vigilia,
te hablará de una fijación paternal, te explicará que ese pasajero que buscas
es tu padre —y luego, otras noches, lo soñarás con la cara de tu padre, lo
imaginarás así, sin verlo—, pero un sacerdote te diría que es Dios y Percy...
Quién sabe. Lo único seguro es que el tren se vuelve ahora lento, solemne,
deslizante; todo el sueño se ha llenado de amplitud y serenidad, hay tonos
caoba, oscuros y profundos, y los vagones que vas recorriendo, sola, tienen una
precisa forma de ataúd, anchos al principio, estrechándose al fondo. Una a una
vas abriendo las puertas de los compartimentos: todos están vacíos y tú lo
sabes, Nadia, de pronto sabes que el pasajero que tiene tu billete te espera
tras la última puerta del último vagón, al cabo del tren, Nadia, pero ya es
hora de que despiertes.
Al principio la pesadilla te deposita en un lugar sin tiempo ni
memoria. Despertar no es sólo abrir los ojos y lavarse la cara, sino también
hablar, reconocerse en el espejo, entrar en otro sueño. Sólo cuando te ves
reflejada en el espejo del lavabo recuerdas que estás en un hotel, en Bucarest,
que has dormido toda la mañana, cansada del viaje, y sólo entonces empiezas a
preguntarte qué harás en Bucarest un domingo por la tarde, cuando no te apetece
quedarte en el hotel ni pasear sola por una ciudad extraña y el periódico
desplegado sobre la cama sólo te ofrece vagos jeroglíficos rumanos, cines
rumanos, teatros rumanos. Penosamente logras descifrar el anuncio de un
recital de piano ofrecido por un joven artista local; el programa comprende,
después de una serie de rapsodias inequívocamente rumanas, las Variaciones Goldberg, de Bach, y tú siempre has amado esa
música. Entras en la ducha, desnuda, y mientras el agua caliente resbala sobre
ti canturreas no el aria, sino el inicio de la primera variación, es curioso
que intentes despejarte con una pieza elaborada para distraer el insomnio de un
aristócrata, un somnífero musical, una larga nana. Recuerda, Nadia, que un
encantamiento pronunciado al revés se vuelve contra sí mismo, todo depende de
qué lado del espejo se esté y tal vez la historia concluya de otra manera: tu
reflejo invertido en el espejo anularía la pesadilla del mismo modo que
despertar tarareando las Goldberg podría
significar el insomnio, la cólera del rey ordenando que le traigan la cabeza
del clavecinista y puede que la de Johann Sebastian.
Tú aún no lo sabes, Nadia, pero el juego
de espejos prosigue en el teatro y, después de comprar la entrada y detenerte
un instante en el vestíbulo pensando que la música de Bach será un buen
laberinto donde dejar olvidada la pesadilla, has doblado distraídamente a la
izquierda; siguiendo un afluente de público entras en una sala que se te antoja
demasiado pequeña y demasiado baja para un concierto. Te detienes pensando si
te has equivocado pero en seguida un amable uniforme te conduce a la tercera
fila, tú buscas en el bolsillo de la chaqueta para entregarle la entrada que
has sacado hace un momento, afuera, y no la encuentras por ningún sitio, buscas
en el bolso mientras el uniforme se desentiende de ti con una sonrisa rumana y
tú te meces de pronto en esa reminiscencia de tu sueño, pero la sala es todavía
una sala, no un vagón de tren, y los sillones son cómodos, reconócelo, aunque,
si te fijas bien, Nadia, nadie entrega la entrada. Antes de darte tiempo a
comprender, las luces se gradúan y cesan los murmullos; tu mirada se apacigua
en una calma de telones rojos. Dos señores emergen de entre los telones y uno
de ellos se sitúa tras la mesa con un micrófono mientras el otro trae un vaso
y una jarra de agua. Suspiras, tranquilizada, sintiendo que lo que dice
incomprensiblemente ese anciano alto y canoso no puede ser más que el preludio
del concierto, seguramente la presentación del joven talento local (que espera
nervioso al otro lado del telón —piano y pianista como un negro centauro— pero
debes admitir, Nadia, que como presentación parece bastante prolija, eso aparte
de que algunas palabras te son sospechosamente familiares, por ejemplo, ahora
acaba de pronunciar una que suena lejanamente a Valaquia. Todavía pasan unos
minutos antes de que entiendas del todo que ya no se alzará el telón, que la
intrincada conferencia y el impasible conferenciante son todo lo que te ofrece
el azar de los espejos en Bucarest esta noche. Te levantas y sales de allí,
avergonzada, aturdida, sorteando miradas iracundas, y, una vez en el vestíbulo,
adviertes el error: un cartel con el programa del concierto —arriba, subiendo
la blanca escalinata— mientras otro cartel, vistoso y enigmático, anuncia la
conferencia sobre Vlad Dracul impartida por un historiador rumano. Desde algún
sitio llegan hasta ti, amortiguados, bellos acordes magiares; en realidad
todavía puedes esperar ahí el intermedio y luego subir en la segunda parte y
escuchar las Goldberg.
«Veo que no soy el único que se aburría ahí dentro.» Te das la vuelta,
despacio, sin acertar a responder qué te sorprende más: si el hombre alto y
lánguido que te ha seguido hasta el pie de la escalinata o el hecho de que
hable en inglés y lo entiendas, de que sigan existiendo otros idiomas aparte
del rumano. «Me llamo Percy, como Shelley». Humor inglés, claro, sólo podía ser
inglés con ese acento y ese porte suavemente aristocrático que te recuerda al
actor Peter Cushing, el implacable cazador de vampiros. Fíjate, Nadia, qué
cuidadosamente alarga esa mano. «¿Tiene algo que hacer? ¿Aceptaría cenar
conmigo esta noche?» Esa mano que se posa en tu cuello. «Por lo que veo usted
también es supersticiosa.» Levanta el pequeño crucifijo de tu collar, lo
acaricia, sonríe. «Es lógico en Rumania. Pero yo no creo en vampiros.» «Yo
tampoco», dices como si emergieras de un sueño.
Salís juntos del vestíbulo y lentamente camináis en la noche de
Bucarest. No queda apenas gente en la calle a esas horas. Percy va a tu lado,
sin hablar, y de vez en cuando te mira, sonriendo. Mientras avanzáis en
silencio pienso por primera vez en la soledad dolorida de tu belleza, Nadia,
porque no debe de ser fácil convivir con toda esa belleza, sortear sus
asechanzas y emboscadas. Percy empuja la puerta de un restaurante típico y te
invita a franquear la entrada. «Llevo algunos días en la ciudad y éste es el
mejor local que he encontrado. Viene recomendado en todas las guías. A veces
el folklore tiene sus sorpresas.» Mientras os acomodáis en una mesa apartada,
Percy te explica algunas virtudes de la cocina rumana, pero tú no le prestas
atención, prefieres absorberte en un espejo lejano. «¿Es recién llegada,
verdad? Entonces permítame que elija por usted.» Percy llama al camarero y le
encarga la cena. Luego se vuelve hacia ti, empieza a hablar. Deberías
escucharle, Nadia.
«Perdone mi indiscreción, pero ¿no estaba
usted hace poco en Bolonia, en un ciclo de conferencias?» Percy se interrumpe
para dejar al camarero llenar las copas de vino. «¿No dictó usted la
conferencia sobre vampirismo? Déjeme ver un momento, creo que todavía tengo el
programa.» Miras inquieta a derecha e izquierda; detrás de Percy, unas mesas
más allá, el espejo duplica el restaurante, te devuelve otros comensales, la
espalda de Percy, la inversión de tu mirada. Percy ha sacado un libro barato,
muy manoseado; entre las páginas guarda papeles, notas sueltas, apuntes a
lápiz. Saca el programa y lo examina atentamente. «Aquí está. Posibles significados de un mito
extinguido, por
Marie Guillaume.» «Pero me llamo Nadia», dices en un susurro, sin dejar de
vigilar el espejo. «¿De veras? Cuando la vi esta noche, en el teatro, hubiera
jurado...» Percy se detiene, perplejo, luego lo piensa mejor y suelta una
carcajada. «Se está burlando de mí. Cree que soy un fanático de los vampiros y
que voy a darle la noche.» Bebe un sorbo de su copa. «Bien, en cierto modo lo
soy. Pero le juro que no creo una palabra sobre vampiros.» Percy alza una mano
para solemnizar su juramento, pero en seguida tiene que bajarla para que el
camarero pueda servir la sopa. «Verá, soy guionista de cine. Estoy dándole los
últimos toques al guión de una película sobre vampiros y he venido a Rumania
para captar algo de ambiente. Pero aquí todo es demasiado oficial, demasiado
turístico. En cambio, su conferencia de Bolonia me aclaró muchas cosas, por
ejemplo, la existencia de leyendas similares entre los egipcios, los griegos o
los árabes. Es decir, que los vampiros no nacieron en Transilvania, como
pretendía hacernos creer ese profesor sabihondo, sino que son una constante en
casi todas las culturas, un miedo común a todas ellas.» «Miedo, por qué. Los
vampiros no existen.» Lo dices como si quisieras convencerte, Nadia. «Además,
nacieron en Valaquia.» «Precisamente de eso quería hablarle —dice Percy,
excitado—. De cómo los vampiros utilizan la incredulidad a favor suyo, aunque,
al mismo tiempo, nada ofende más a los vampiros que el hecho de que no crean en
ellos. Los no muertos, los señores de la noche, como dijo usted en su
conferencia. En mi guión no es sólo una metáfora: quiero que sean dueños de la
noche en el sentido literal del término, en el sentido de que puedan manipular
los sueños, entrometerse en la memoria de sus víctimas, alcanzar su intimidad
más profunda, confundirlas, jugar con su pasado y su futuro.» «¿Cuándo he dicho
yo eso?» Tu interrogación se convierte en un gemido que desconcierta a Percy,
sus manos disecadas en el ademán de la estrangulación. «Es sólo un guión tonto
y probablemente no llegará a fumarse nunca. Pero quiero que sepa lo mucho que
le debe a usted. Gracias a su conferencia decidí suprimir los clásicos
colmillos y utilizar esa variedad rusa de vampiro que tiene la lengua en forma
de lanza y que succiona la sangre en medio de un beso.» «La lengua», repites
como un autómata. El espejo del fondo te devuelve ahora parte de la pesadilla
que se llevó el espejo de la habitación del hotel —gritos de pánico, lenguas
perforadas— como si tu sueño fuese un navío saqueado por un mar de espejos, con
fragmentos traídos y llevados por el oleaje. «Espero que mi charla no le haya
hecho perder el apetito», bromea Percy. Mecánicamente tomas una, dos cucharadas
de sopa; luego dejas que el camarero retire los platos. Mientras termina de
limpiarse con la servilleta, Percy no puede evitar hacerte una confidencia más.
«Sabe, creo que tenía que hablarlo con alguien, desprenderme de ello, como
dicen los escritores. Claro que yo no soy un escritor de verdad, pero me parece
que estoy demasiado obsesionado con este guión. Desde que tuve la primera
pesadilla no he dejado de soñarlo.» Aparta, Nadia, viene el camarero con el
segundo plato. «¿Cómo termina su guión? ¿Qué hace la mujer?» Percy reflexiona
un instante, cerrando los ojos. «Sólo hay un final posible, estoy seguro.
Aunque me gustaría que hubiese otro.» Su mano reanuda el movimiento del
tenedor. «Espere —añade atolondradamente—, no le dije que fuese una mujer...»
Te levantas despacio, coges el abrigo y el bolso, dices: «¿Sabe en qué nos
parecemos los dos? En que ni usted ni yo creemos en vampiros, pero los dos
vivimos de ellos». Percy sólo tiene el tiempo justo de alzarse y balbucear
algo, atónito, mientras tú caminas resueltamente hacia la puerta cruzando en
diagonal el restaurante. Es demasiado tarde para que pueda seguirte, te alejas
rápidamente en el aire frío de la calle pensando en el posible final de la historia,
imaginando otras alternativas, pero quién te dice, Nadia, que todo ha de tener
un fin, las Goldberg
no lo tienen: apenas se
extingue el eco de la última aria en el aire, como una nana infantil, esperas
que vuelvan a sonar las traviesas escalas de las variaciones. Indiferentes al
tiempo y a la historia de los hombres, no pueden acabar porque no tienen ni
principio ni fin, es la única música del mundo que empieza exactamente donde acaba,
Nadia, como un círculo a través de los siglos, un eterno retorno, como la vida
del vampiro, que siempre está empezando, que termina y empieza con un beso de
sangre, que vuelve a empezar y a terminar con cada beso.
Ahora ya sabes lo que debes hacer si
quieres matar el sueño. La estación te aguarda en medio de la noche con el aire
somnoliento de las catedrales; bajo las desamparadas luces hay viajeros
dormidos en los asientos, una mujer leyendo, un viejo esperando. «Quiero un
billete», dices en inglés, pero la mujer de la ventanilla no puede entenderte,
Nadia. Entonces haces un dibujo con los dedos en la madera sobada del
mostrador, la mujer se Inclina para observarlo pero todavía lo entiende menos y
se encoge de hombros. Acurrucada sobre el mostrador, sigues dibujando sin
saberlo un trayecto ficticio que une Budapest con Sighiosara,
¿habías oído hablar antes de Sighiosara, Nadia? «Sighiosara», dices, alzando la
cabeza y la mujer de la ventanilla repite rumanamente el nombre, asiente, te
extiende el billete, te indica por señas que es el próximo tren y te desea
rumanamente buen viaje.
Para matar un sueño es necesario
cumplirlo, revivir todas sus disyuntivas y sus puertas falsas, así que deberás
esperar afuera, en el andén, aunque el andén de la estación sea totalmente distinto
al de tu pesadilla y los pasajeros que aguardan y el tren que acaba de
detenerse son algo así como la antimateria de tu sueño, pero tú ya sabes que
los sueños desfiguran los recuerdos, Nadia, y lo soñado y lo vivido se mezclan
de golpe en el gesto con que subes al tren y en el sonido con que se pone en
marcha. Entonces tendrás que esperar sentada, junto a rostros cansados,
sintiendo que de nada va a servir aplazarlo, que todo desemboca en ese inútil
instante de liberación en el que te levantas del asiento y alzas la ventanilla
al frío y al ruido, ignorando el estupor de los viajeros mientras rompes el
billete en dos pedazos que arrojas a la noche desperdigada, y luego sales al
corredor, dando tumbos. Un poste, otro, otro... El paisaje se despliega ante
tus ojos como una alegoría, tan ficticia como el pasado que dejas atrás, tan
irreal como la sorpresa de Percy ante tu huida, tan tenue como el humo del
tabaco en los pasillos. De repente, el sueño ha cobrado sentido y sabes que
entre esa muchacha que subió al tren y la que ahora se abre paso a codazos por
los vagones hay la distancia que va de Marie a Nadia, pero tú ya no recuerdas quién
es, quién fue Marie, toda tu memoria se deshace como una luna partida, fragmentada en mil
reflejos a través de un cristal esmerilado, y que van a reunirse apenas abras
la puerta, la última puerta del último vagón, pero quién te dice que es la
última, Nadia, quién te dice que todo termina, quién te asegura que la historia
no empezará ahora, cuando abras esa puerta y encuentres las cortinas bajadas en
esta noche interminable que es mi vida, el atlas abierto sobre la mano que lo
sostiene y una boca hambrienta que te llama en la oscuridad: Nadia, Nadia, no
tengas miedo, ya sé que no te llamas Nadia, pero en mi sueño sí, en este eterno
sueño que es el tuyo, tras este largo sedal de palabras donde te espero yo, yo
que no existo.
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