Entre don Pedro el carnicero y yo sólo cabían, por el momento, unas relaciones bastante restringidas. Nuestras vidas eran muy distintas. Para él, existir era cercenar infatigablemente animales en la fétida frescura de ¡a carnicería; para mí, arrancar numerosas hojas de un bloc barato y ponerlas en la máquina de escribir. Casi todos nuestros actos diarios se sujetaban a un ritual distinto. Yo lo visitaba para pagarle mi cuenta, pero no asistía a la fiesta de compromiso de su hija, por ejemplo. Tampoco habría tenido inconveniente alguno en hacerlo, llegado el caso. Sin embargo, lo que más me interesaba no eran las actitudes privadas que yo pudiera tomar sino la búsqueda en general del estrechamiento de las relaciones entre los hombres, de un mayor intercambio entre esos rituales.
Estos pensamientos me ocupaban distraídamente cuando advertí que el dependiente salía llevando a duras penas una canasta con un cuarto de res.
—¿Eso será para el restaurante de la vuelta? —pregunté.
—No. Es para ahí enfrente, el 4° B.
—Tendrán "frigidaire" —dijo un fantasma verbal femenino que se apoderó de mí.
—Todos los días llevan lo mismo—contestó don Pedro.
—No me diga. ¿Comen todo eso?
—Y si no se lo comen, peor para ellos, ¿no le parece? —dijo el carnicero.
Enseguida me enteré de que en el 4° B vivía un matrimonio solo. El hombre era bajito y "de marrón". La mujer debía de ser muy perezosa, porque siempre recibía al dependiente desaliñada. Aparte de eso y del cuarto de res, que por lo visto era su único vicio, eran gente ordenada. Nunca volvían a su casa después del anochecer, a eso de las ocho en verano y a las cinco en invierno. Una vez, le había contado el portero a don Pedro, habían debido celebrar una fiesta muy ruidosa, porque dos vecinos se quejaron. Parecía que un gracioso había estado imitando voces de animales.