Tales of Mystery and Imagination

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David Roas: El rival



Narciso se sentía diferente de sí mismo. Cuando salía de su casa, caminaba siempre dos pasos por delante de él. Sólo se detenía para esperarse cuando llegaba al café en el que desayunaba cada mañana. Allí, se abría la puerta solícito, fingiendo una falsa educación, para cerrársela inmediatamente en las narices cuando estaba a punto de cruzarla. Otro de sus juegos preferidos, por ejemplo, era desafiarse a ver quién leía más rápido, pasando velozmente la página e impidiéndose leer cómodamente.

Comer, dormir, follar… era siempre una competición.

El día en que murió, sentado frente al ataúd donde reposaba, no pudo reprimir una sonrisa de venganza.

David Roas: Locus amoenus



La tarde es deliciosa. Tras un largo día de calor, una leve brisa refresca el ambiente. Sentado en un banco del parque, disfruto a solas y en silencio de un momento casi perfecto.

El cuerpo de la niña se estrella a mi lado con su característico ruido de fruta madura. Miro hacia arriba. El segundo cuerpo –el de un niño esta vez- cae unos instantes más tarde, a pocos metros del banco. Después cae otro, y otro más. La tormenta ha empezado.

David Roas: Más allá



El amanecer los alcanza en plena discusión. Los ánimos están algo exaltados.

El escéptico- Sigo pensando que te lo inventas. El otro lado no existe. Son cuentos de viejas para asustar a los niños y a los imbéciles.

El creyente- Y yo te digo que los he visto. Una vez, fugazmente. Pero son horribles. Nada nos une a ellos….

El asustadizo- Basta. No quiero seguir escuchándoos. Esas son cosas con las que no hay que jugar.

El incauto- Pues yo he leído que es posible comunicarse con ellos. Podríamos probarlo…

Un ruido llega desde el pasillo. Todos se desvanecen en el aire.

David Roas: Y por fin despertar



Y si dejara de soñar contigo, ¿qué crees que te pasaría? Alicia no puede olvidar esa frase. Ha perdido la cuenta de los días que lleva allí, vigilando el sueño del rey rojo, que, ajeno a sus desvelos, ronca tranquilo apoyado en el tronco de una vieja encina.

La ininterrumpida vigilancia ha ido poco a poco mermando su salud. Manchas grises circundan sus ojos, va sucia, huele mal, come lo poco que los arbustos cercanos le ofrecen y lo que obtiene de los escasos caminantes que cruzan el claro del bosque. Pese a todo, no se atreve a alejarse de allí. Abandonarlo, dejarlo durmiendo a solas podría ser fatal.

Al principio, Alicia había disfrutado con sus aventuras en aquel extraño mundo. También había pasado miedo, pero, orgullosa, no lo quería reconocer. Aunque en las pocas ocasiones en que olvida su preocupación fundamental —salvar la vida— vuelve a preguntarse cómo ha llegado hasta allí. Por más que se esfuerza, el único recuerdo que viene a su mente es el de la partida de ajedrez que fingía jugar con su gata y que interrumpió para contemplarse en el gran espejo que adornaba su habitación...

Lo que sucedió después sigue estando muy borroso, aunque recuerda que de pronto se encontró en medio de otra partida de ajedrez muy distinta, donde las piezas se movían por sí solas. Y hablaban. Pese a lo insólito de la escena (al principio la tomó por un sueño), todo aquello le pareció muy divertido. Allí fue, además, donde vio por primera vez al rey rojo: éste paseaba charlando amigablemente con su reina (también roja), y a su paso el resto de piezas los saludaban respetuosamente (al otro extremo del gran tablero que formaba el suelo de la habitación, los reyes blancos hacían lo mismo).

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