Y si dejara de soñar contigo, ¿qué crees que te pasaría? Alicia no puede olvidar esa frase. Ha perdido la cuenta de los días que lleva allí, vigilando el sueño del rey rojo, que, ajeno a sus desvelos, ronca tranquilo apoyado en el tronco de una vieja encina.
La ininterrumpida vigilancia ha ido poco a poco mermando su salud. Manchas grises circundan sus ojos, va sucia, huele mal, come lo poco que los arbustos cercanos le ofrecen y lo que obtiene de los escasos caminantes que cruzan el claro del bosque. Pese a todo, no se atreve a alejarse de allí. Abandonarlo, dejarlo durmiendo a solas podría ser fatal.
Al principio, Alicia había disfrutado con sus aventuras en aquel extraño mundo. También había pasado miedo, pero, orgullosa, no lo quería reconocer. Aunque en las pocas ocasiones en que olvida su preocupación fundamental —salvar la vida— vuelve a preguntarse cómo ha llegado hasta allí. Por más que se esfuerza, el único recuerdo que viene a su mente es el de la partida de ajedrez que fingía jugar con su gata y que interrumpió para contemplarse en el gran espejo que adornaba su habitación...
Lo que sucedió después sigue estando muy borroso, aunque recuerda que de pronto se encontró en medio de otra partida de ajedrez muy distinta, donde las piezas se movían por sí solas. Y hablaban. Pese a lo insólito de la escena (al principio la tomó por un sueño), todo aquello le pareció muy divertido. Allí fue, además, donde vio por primera vez al rey rojo: éste paseaba charlando amigablemente con su reina (también roja), y a su paso el resto de piezas los saludaban respetuosamente (al otro extremo del gran tablero que formaba el suelo de la habitación, los reyes blancos hacían lo mismo).