El llanto del niño nos llegaba desde el dormitorio -tibio, intermitente, monocorde- flotando sobre los ruidos del puerto y el lento fragor de las olas. Cada vez que lo oía, Emilio se retorcía incómodo en su asiento. Yo miraba su cara, sus manos de viejo pescador, surcadas de arrugas, bañadas por la última luz que se aferraba a la barandilla de la terraza, el metal de las latas, los bordes de las cosas.
-Por Dios -saltó al fin-. ¿No puedes hacer algo?
-Son casi las nueve -dije, mirando mi reloj-. Marisol es muy estricta con los horarios.
Se oía a mi mujer trasteando por la cocina, preparando la cena. Emilio se llevó la lata de cerveza a la boca, pero no bebió.
-No puedo oír llorar a un crío.
-Tiene hambre. Le toca ya su toma. En cuanto Marisol...
-No puedo oír llorar a un crío -repitió, como si no me hubiera oído-. Desde aquel día, en el barco.
Me dejó con la palabra en la boca. Devolvió la lata a la mesa, se puso en pie, cruzó en dos zancadas la terraza y desapareció entre las cortinas. Regresó con mi hijo entre los brazos, acunándolo con torpe ternura. Los gemidos, que se habían apagado unos instantes, redoblaron en cuanto Emilio se detuvo junto a la barandilla.
-¿Por qué no se calla?