Tales of Mystery and Imagination

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Guillermo Samperio: Ella habitaba un cuento

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a Fernando Ferreira de Loanda

Cuando creemos soñar y estamos despiertos,
sentimos un vértigo en la razón.
Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares


Durante las primeras horas de la noche, el escritor Guillermo Segovia dio una charla en la Escuela de Bachilleres, en Iztapalapa. Los alumnos de Estética, a cargo del joven poeta Israel Castellanos, quedaron contentos por la detallada intervención de Segovia. El profesor Castellanos no dudó agradecer y elogiar ante ellos el trabajo del conferencista. Quien estuvo más a gusto fue el mismo Segovia, pues si bien antes de empezar experimentó cierto nerviosismo, en el momento de exponer las notas que había preparado con dos días de anticipación, sus palabras surgieron firmes y ágiles. Cuando un muchacho preguntó sobre la elaboración de personajes a partir de gente real, Guillermo Segovia lamentó para sí que la emoción y la confianza que lo embargaban no hubieran aparecido ante público especializado. Tal idea vanidosa no impidió que gustara de cierto vértigo por la palabra creativa y aguda, ese espacio donde lo teórico y sus ejemplos fluyen en un discurso denso y al mismo tiempo sencillo. Dejó que las frases se enlazaran sin tener demasiada conciencia de ellas; la trama de vocablos producía una obvia dinámica, independiente del expositor.

Guillermo Segovia acababa de cumplir treinta y cuatro años; tenía escritos tres libros de cuentos, una novela y una serie de artículos periodísticos publicados en el país y en el extranjero, especialmente en París, donde cursó la carrera de letras. Había vuelto a México seis años antes del día de su charla en Bachilleres, casado con Elena, una joven investigadora colombiana, con quien tenía dos hijos. A su regreso, el escritor comenzó a trabajar en un periódico, mientras su esposa lo hacía en la Universidad Nacional Autónoma de México. Rentaban una casita en el antiguo Coyoacán y vivían cómodamente.

Ya en el camino hacia su casa, manejando un VW modelo 82, Guillermo no podía recordar varios pasajes del final de su charla. Pero no le molestaba demasiado; su memoria solía meterlo en esporádicas lagunas. Además, iba entusiasmado a causa de un fragmento que sí recordaba y que podía utilizar para escribir un cuento. Se refería a esa juguetona comparación que había hecho entre un arquitecto y un escritor. “Desde el punto de vista de la creatividad, el diseño de una casa-habitación se encuentra invariablemente en el espacio de lo ficticio; cuando los albañiles empiezan a construirla, estamos ya ante la realización de lo ficticio. Una vez terminada, el propietario habitará su casa y la ficción del arquitecto. Ampliando mi razonamiento, podemos afirmar que las ciudades son ficciones de la arquitectura; a ello se debe que a ésta la consideren un arte. El arquitecto que habita una casa que proyectó y edificó es uno de los pocos hombres que tienen la posibilidad de habitar su fantasía. Por su lado, el escritor es artífice de la palabra, diseña historias y frases, para que el lector habite el texto. Una casa y un cuento deben ser sólidos, funcionales, necesarios, perdurables. En un relato, la movilidad necesita fluidez, por decirlo así, de la sala a la cocina, o de las recámaras al baño. Nada de columnas ni paredes inútiles. Las distintas secciones del cuento o de la casa deben ser indispensables y creadas con precisión. Se escribe literatura y se construyen hogares para que el hombre los habite sin dificultades.”

Guillermo Samperio: Tiempo libre

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Todas las mañanas compro el periódico y todas las mañanas, al leerlo, me mancho los dedos con tinta . Nunca me ha importado ensuciármelos con tal de estar al día en las noticias. Pero esta mañana sentí un gran malestar apenas toqué el periódico. Creí que solamente se trataba de uno de mis acostumbrados mareos

Pagué el importe del diario y regresé a mi casa. Mi esposa había salido de compras. Me acomodé en mi sillón favorito, encendí un cigarro y me puse a leer la primera página. Luego de enterarme de que un jet se había desplomado , volví a sentirme mal; vi mis dedos y los encontré más tiznados que de costumbre.

Con un dolor de cabeza terrible, fui al baño, me lavé las manos con toda calma y ya tranquilo, regresé al sillón. Cuando iba a tomar mi cigarro, descubrí que una mancha negra cubría mis dedos. De inmediato retorné al baño, me tallé con zacate, piedra pómez y, finalmente, me lavé con blanqueador; pero el intento fue inútil, porque la mancha creció y me invadió hasta los codos. Ahora, más preocupado que molesto llamé al doctor y me recomendó que lo mejor era que tomara unas vacaciones, o que durmiera.

Después, llamé a las oficinas del periódico para elevar mi más rotunda protesta; me contestó una voz de mujer, que solamente me insultó y me trató de loco.

En el momento en que hablaba por teléfono, me di cuenta de que, en realidad, no se trataba de una mancha, sino de un número infinito de letras pequeñísimas, apeñuscadas , como una inquieta multitud de hormigas negras.

Cuando colgué, las letritas habían avanzado ya hasta mi cintura. Asustado, corrí hacia la puerta de entrada; pero, antes de poder abrirla, me flaquearonlas piernas y caí estrepitosamente . Tirado bocarriba descubrí que, además de la gran cantidad de letras hormiga que ahora ocupaban todo mi cuerpo, había una que otra fotografía. Así estuve durante varias horas hasta que escuché que abrían la puerta.

Me costó trabajo hilar la idea , pero al fin pensé que había llegado mi salvación. Entró mi esposa, me levantó del suelo, me cargó bajo el brazo, se acomodó en mi sillón favorito, me hojeó despreocupadamente y se puso a leer.
En el momento en que hablaba por teléfono, me di cuenta de que, en realidad, no se trataba de una mancha, sino de un número infinito de letras pequeñísimas, apeñuscadas , como una inquieta multitud de hormigas negras.

Guillermo Samperio: Wendy

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El disgusto no abandonaba al ingeniero José Luis Roma viendo latir los rebordes del centro de la máquina, pulsiones rítmicas; las ocultas bocinas digitales emitían gemidos, respiraciones fuertes, algún pujido. Su enfado se dirigía también hacia sí mismo por confiar en Richard, primo hermano carnal por lado materno, de apellido Calva, un muchacho con aspecto tímido, raro, de lentes gruesos de carey; pasaba temporadas en la capital proveniente de L.A. y devoraba revistas de rock light, en español o en inglés. A Roma le parecía un poco hipocritón, en su timidez notaba cierta soberbia; su imposibilidad de convertirse en uno de los integrantes del grupo de jóvenes músicos, lo enmudecía más. Hablaba lo necesario; era funcional, como había dicho alguna vez.

José Luis tenía que viajar a Caracas a dar una conferencia sobre nuevos dispositivos electrónicos, varios de los cuales él había creado. Richard tenía una semana y necesitaba quedarse otra. José Luis le dijo que podía hacerlo, se fue a Venezuela, la pasó bien y regresó. Richard le había dejado una nota: " Joe Louis: Un compás negro dibuja círculos viciosos; estos círculos pueden ser rotos por cualquiera de sus partes. Mil gracias: Richy".

Roma no entendió el mensaje, si es que lo tenía; pensaba que era como decir un compás blanco dibuja círculos virtuosos y el azul, espirituales, y así le podía seguir. Respecto de quebrar los círculos viciosos, Richard tenía razón, pero si hay más provecho que desastre puede ser gozoso. Le vino a la mente el día en que llegó el dispositivo, comprado a un distribuidor clandestino, apodado Barbarroja. Lo único que traía la caja era un órgano sexual femenino, sus conexiones y un instructivo en tres idiomas, entre ellos el japonés. La probó varios días y supo que había comprado el dispositivo oportuno. Sin embargo, no le bastaban los anteojos tridimesionales que le mostraban escenas eróticas.

Se puso a trabajar en el diseño de un cuerpo de mujer para adaptárselo al módulo sexual. En la práctica, reprodujo el maniquí de una especie de actriz hollywoodense y le puso por nombre Wendy. Con una red de conexiones internas, la muñeca generaba temperatura, podía besar, mover las piernas, reproducir palabras y monosílabos excitantes, además de oler a mujer. Le mandó a confeccionar ropa coqueta y se volvió una compañera de trabajo para Roma. Por lo regular, Wendy llevaba zapatos de tacón rojos y un vestido ajustado color verde seco. Cuando iba a venir gente, simplemente la desconectaba y la ponía ante un tocador en un pequeño cuarto que le había adaptado a ella, donde a veces dormían juntos, ella enchufada a una laptop.

En las temporadas que tenía visitas, cerraba el cuarto con llave y se iba a hurtadillas con ella alguna madrugada. Una noche, al entrar al cuarto de Wendy, se topó con Richard y ya no pudo ocultarle nada. De cualquier manera, los dispositivos de la erotomanía electrónica se habían vuelto tan usuales; era seguro que su primo tuviera uno en L.A.

Guillermo Samperio: La Señorita Green

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Esta era una mujer, una mujer verde, verde de pies a cabeza. No siempre fue verde, pero algún día comenzó a serlo. No se crea que siempre fue verde por fuera, pero algún día comenzó a serlo, hasta que algún día fue verde por dentro y verde también por fuera. Tremenda calamidad para una mujer que en un tiempo lejano no fue verde.
Desde ese tiempo lejano hablaremos aquí. La mujer verde vivió en una región donde abundaba la verde flora; pero la verde flora no tuvo relación con lo verde de la mujer. Tenía muchos familiares; en ninguno de ellos había una gota de verde. Su padre, y sobre todo su madre, tenían unos grandes ojos cafés. Ojos cafés que siempre vigilaron a la niña que algún día sería verde por fuera y por dentro verde. Ojos cafés cuando ella iba al baño, ojos cafés en su dormitorio, ojos cafés en la escuela, ojos cafés en el parque y los paseos, y ojos cafés, en especial, cuando la niña hurgaba debajo de sus calzoncitos blancos de organdí. Ojos, ojos, ojos cafés y ojos cafés en cualquier sitio.
Una tarde, mientras imaginaba que unos ojos cafés la perseguían, la niña se cayó del columpio y se raspó la rodilla. Se miró la herida y, entre escasas gotas de sangre, descubrió lo verde. No podía creerlo; así qué, a propósito, se raspó la otra rodilla y de nueva cuenta lo verde. Se talló un cachete y verde. Se llenó de raspones y verde y verde y nada más que verde por dentro. Desde luego que, una vez en su casa, los ojos cafés, verdes de ira, la nalguearon sobre la piel que escondía lo verde.
Más que asustarse, la niña verde entristeció. Y, años después, se puso aún más triste cuando se percató del primer lunar verde sobre uno de sus muslos. El lunar comenzó a crecer hasta que fue un lunar del tamaño de la jovencita. Muchos dermatólogos lucharon contra lo verde y todos fracasaron. Lo verde venía de otro lado. Verde se quedaría y verde se quedó. Verde asistió a la preparatoria, verde a la universidad, verde iba al cine y a los restoranes, y verde lloraba todas las noches.
Una semana antes de su graduación, se puso a reflexionar: "Los muchachos no me quieren porque temen que les pegue mi verdosidad; además dicen que nuestros hijos podrían salir de un verde muy sucio, o verdes del todo. Me saludan de lejos y me gritan 'Adios, Señorita Green', y me provocan las más tristes verdes lágrimas. Pero desde este día usaré sandalias azul cielo, aunque se enojen los ojos cafés. Y no me importará que me digan Señorita Green, porque llevaré en los pies un color muy bonito."

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