La consulta resulta anodina, como cualquier otra consulta. En la sala
de espera, sillas de plástico blanco, una mesita con revistas desactualizadas
de coches, prensa rosa y deportes de alto standing. Las paredes de un tono pastel a medio
camino entre el caqui y el amarillo. El suelo enmoquetado, algo inusual, con un
tejido sintético que imita terciopelo, de un tono magenta sucio, sembrado de
manchas oscuras aquí y allá, y que, para colmo, no pega con nada. Sobre la
pared norte, justo encima de las sillas, la Noche estrellada de Van Gogh pretende dar un toque de color
a la sala. Lo consigue a medias. Cualquiera con unas mínimas nociones de
decoración se daría cuenta del desbarajuste de colores que supone mezclar
magenta y caqui con diferentes tonos de azules. Lo extraño es que no resulta
excesivamente inadecuado o doloroso a la vista.
Un único paciente espera cómodamente sentado en una de las sillas, con
las piernas cruzadas y una revista de golf sobre las rodillas. Tendrá unos
veinticuatro años. De pelo negro petróleo y corte clásico. Pasa las páginas con
desgana, deteniéndose únicamente para ojear las fotografías. De su cuello
pende una cruz de plata sin ningún adorno. Un elaborado tatuaje cubre casi
por
entero su brazo izquierdo. De la muñeca al antebrazo se suceden motivos de
zarzas y espinas. En el codo mismo, una tela de araña al más puro estilo
carcelario. Ya casi en el hombro, un brazalete que parece maorí se conjuga con
el resto, fusionándose de un modo sutil y equilibrado. Viste unos pantalones
de pana verde oscura algo caídos, de estilo hip-hop, una camiseta negra en la
que puede leerse en letras blancas sobre placa roja Stop when flashing, y unos converse marrones de forro naranja
chillón. No lleva calcetines.
La
puerta de la consulta se abre sin hacer ruido. El médico se asoma
disimuladamente para comprobar que todavía le queda un paciente por atender.
Roza la cincuentena y viste unos pantalones grises y una camisa a cuadros, de
línea fina, blanca y azul turquesa. La inevitable bata blanca le cubre casi por
completo.
—¿Fernando de Barriga
Puig? —pregunta, por si las moscas.
—El mismo, hijo —le
responde el joven, lacónico.
El médico, que se llamaba Pedro, odia ese trato invertido, como si el
crío fuese él, con sus cuarenta y nueve tacos recién cumplidos, cuando el otro
parece un mocoso que todavía no ha alcanzado el cuarto de siglo. Suspira,
resignado.