Tales of Mystery and Imagination

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Miguel Puente: Esperado regreso



El cadáver llega a su casa de madrugada. Palpa la ventana de la puerta trasera porque sabe que siempre está abierta. Escudriña el interior. Olfatea el aire. Gruñe.
Sabe que su mujer está en casa, oculta en alguna parte. Sabe que está muerta de miedo, que se aferra a la escopeta de caza mientras llora en silencio.
Pero por encima de todo sabe que nada de lo que haga impedirá que se la coma a besos.

Miguel Puente: Caries




La consulta resulta anodina, como cualquier otra consulta. En la sala de espera, sillas de plástico blanco, una mesita con revistas desactualizadas de coches, prensa rosa y deportes de alto standing. Las paredes de un tono pastel a medio camino entre el caqui y el amarillo. El suelo enmoquetado, algo inusual, con un tejido sintético que imita terciopelo, de un tono magenta sucio, sembrado de manchas oscuras aquí y allá, y que, para colmo, no pega con nada. Sobre la pared norte, justo encima de las sillas, la Noche estrellada de Van Gogh pretende dar un toque de color a la sala. Lo consigue a medias. Cualquiera con unas mínimas nociones de decoración se daría cuenta del desbarajuste de colores que supone mezclar magenta y caqui con diferentes tonos de azules. Lo extraño es que no resulta excesivamente inadecuado o doloroso a la vista.
Un único paciente espera cómodamente sentado en una de las sillas, con las piernas cruzadas y una revista de golf sobre las rodillas. Tendrá unos veinticuatro años. De pelo negro petróleo y corte clásico. Pasa las páginas con desgana, deteniéndose úni­camente para ojear las fotografías. De su cuello pende una cruz de plata sin ningún adorno. Un elaborado tatuaje cubre casi

por entero su brazo izquierdo. De la muñeca al antebrazo se suceden motivos de zarzas y espinas. En el codo mismo, una tela de araña al más puro estilo carcelario. Ya casi en el hombro, un brazalete que parece maorí se conjuga con el resto, fusionán­dose de un modo sutil y equilibrado. Viste unos pantalones de pana verde oscura algo caídos, de estilo hip-hop, una camiseta negra en la que puede leerse en letras blancas sobre placa roja Stop when flashing, y unos converse marrones de forro naranja chillón. No lleva calcetines.
La puerta de la consulta se abre sin hacer ruido. El médico se asoma disimuladamente para comprobar que todavía le queda un paciente por atender. Roza la cincuentena y viste unos panta­lones grises y una camisa a cuadros, de línea fina, blanca y azul turquesa. La inevitable bata blanca le cubre casi por completo.
—¿Fernando de Barriga Puig? —pregunta, por si las moscas.
—El mismo, hijo —le responde el joven, lacónico.
El médico, que se llamaba Pedro, odia ese trato invertido, como si el crío fuese él, con sus cuarenta y nueve tacos recién cumplidos, cuando el otro parece un mocoso que todavía no ha alcanzado el cuarto de siglo. Suspira, resignado.

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