Tales of Mystery and Imagination

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Miguel Puente: Caries




La consulta resulta anodina, como cualquier otra consulta. En la sala de espera, sillas de plástico blanco, una mesita con revistas desactualizadas de coches, prensa rosa y deportes de alto standing. Las paredes de un tono pastel a medio camino entre el caqui y el amarillo. El suelo enmoquetado, algo inusual, con un tejido sintético que imita terciopelo, de un tono magenta sucio, sembrado de manchas oscuras aquí y allá, y que, para colmo, no pega con nada. Sobre la pared norte, justo encima de las sillas, la Noche estrellada de Van Gogh pretende dar un toque de color a la sala. Lo consigue a medias. Cualquiera con unas mínimas nociones de decoración se daría cuenta del desbarajuste de colores que supone mezclar magenta y caqui con diferentes tonos de azules. Lo extraño es que no resulta excesivamente inadecuado o doloroso a la vista.
Un único paciente espera cómodamente sentado en una de las sillas, con las piernas cruzadas y una revista de golf sobre las rodillas. Tendrá unos veinticuatro años. De pelo negro petróleo y corte clásico. Pasa las páginas con desgana, deteniéndose úni­camente para ojear las fotografías. De su cuello pende una cruz de plata sin ningún adorno. Un elaborado tatuaje cubre casi

por entero su brazo izquierdo. De la muñeca al antebrazo se suceden motivos de zarzas y espinas. En el codo mismo, una tela de araña al más puro estilo carcelario. Ya casi en el hombro, un brazalete que parece maorí se conjuga con el resto, fusionán­dose de un modo sutil y equilibrado. Viste unos pantalones de pana verde oscura algo caídos, de estilo hip-hop, una camiseta negra en la que puede leerse en letras blancas sobre placa roja Stop when flashing, y unos converse marrones de forro naranja chillón. No lleva calcetines.
La puerta de la consulta se abre sin hacer ruido. El médico se asoma disimuladamente para comprobar que todavía le queda un paciente por atender. Roza la cincuentena y viste unos panta­lones grises y una camisa a cuadros, de línea fina, blanca y azul turquesa. La inevitable bata blanca le cubre casi por completo.
—¿Fernando de Barriga Puig? —pregunta, por si las moscas.
—El mismo, hijo —le responde el joven, lacónico.
El médico, que se llamaba Pedro, odia ese trato invertido, como si el crío fuese él, con sus cuarenta y nueve tacos recién cumplidos, cuando el otro parece un mocoso que todavía no ha alcanzado el cuarto de siglo. Suspira, resignado.

—Pase, por favor.
Fernando se incorpora y avanza hacia él como si los huevos le pesasen una tonelada. Es la forma de andar que se lleva ahora. Motivada, seguramente, por el corte de los pantalones, que parece que se le van a escurrir hasta los tobillos en cualquier momento.
Pedro se fija en la cruz.
—¿Cristiano apostólico romano? —pregunta con su mejor sonrisa. Son los más numerosos, a fin de cuentas. El muchacho se muestra ofendido.
—No soy tan joven, hijo. La cruz es de Tammuz, el Dios de los muertos sumerio. Me parece una falta de respeto por parte de los cristianos que hayan tomado el símbolo como si fuese suyo. Pero lo mismo hicieron los nazis con la cruz gamada. Así que tampoco me sorprende.
—Disculpe, no sabía...
—Pues si no sabe no se haga el listillo.
Pedro comienza a sentirse un poco nervioso. Eso le pasa por intentar entablar conversación. Si adora a Tammuz entonces tiene que ser de la vieja escuela. Como mínimo unos cinco mil años. Toda la bravuconada sobre Akasha que ha popularizado Anne Rice le dará mil patadas en los vampíricos cojones. Será mejor no tratar el tema.
Le guía hacia la camilla, deja que se tumbe y se preocupa unas cinco veces por su comodidad.
—¿Sabe?, no entiendo su estética —le espeta de repente, como buen cincuentañero que es—. Viste como los mocosos que escuchan Eminem y se las dan de duros. Siendo usted strigoi de mundo no entiendo por qué les imita.
—¿Quién le dice que no es al contrario? —pregunta el muchacho, que parece más divertido que enojado.
—¿No es lo que se lleva ahora? Pensé...
—Pues deje de hacerlo. Está visto que no es lo suyo. La estética de los pantalones caídos se inició a finales de los setenta, aunque le parezca mentira. Los cantantes negros de aquel entonces vestían pantalones de bombacho, que era lo que se llevaba.
El médico comienza a preparar el instrumental
—Inclínese un poco hacia atrás —dice.
—El caso es que los metían en la cárcel cada dos por tres. Eran negros que vivían en barrios marginales, pero sobre todo eran negros. Les quitaban los cinturones para que no se suici­dasen en las celdas. Como medida de precaución.
—¿Y lo hacían? —pregunta el médico, asombrado.
—¡Claro que no! Pero eran las normas. Por eso, cuando salían, llevaban los pantalones caídos. De ahí la estética. Aquellos que lo habían vivido decidieron no volver a usar cinturón para que todo el mundo supiese que habían pasado por la trena. La mayoría de esos mocosos con los que me compara no tienen ni puñetera idea.
—¿Quiere decir que estuvo en la cárcel allá por los setenta?
—Es usted un lince —responde con sarcasmo. Ese sarcasmo irritante que tienen los hombres de edad avanzada cuando se dirigen a jóvenes que cuestionan su autoridad.
—La verdad, no me lo imagino. —Pedro hace malabarismos para contener su creciente irritación. Definitivamente, jamás se acostumbrará al trato invertido de sus clientes no-muertos. Si fuese su hijo ya le habría dado un par de bofetadas bien dadas, para bajarle la chulería—. ¿Cómo hizo para evitar la luz del sol?
—Fue más sencillo de lo que cree. A los presos extremada­mente violentos los recluyen en celdas donde prima la oscuri­dad. Tiene gracia. Sus métodos de tortura fueron mi salvación.
—Suena un poco increíble, ¿no cree? —acompaña la afirma­ción con un exagerado movimiento de brazos, como si quisiese sostener una bandeja enorme con ellos—. ¿Qué hizo para que le encarcelaran? ¿Cómo consiguió que no lo hiciesen a plena luz del día, ni durante su ingreso ni durante su puesta en libertad? ¿Por qué demonios usaba pantalones de bombacho si no es negro?
Fernando le dirige una mirada horrible. De perturbado. De bestia. De vampiro, en definitiva. Pedro traga saliva. Por mucho tiempo que haya pasado (diez años, ya), no se acostum­bra. Él es dentista, no relaciones públicas. También habla demasiado. Es su mayor defecto. Con la mano izquierda acaricia el botón de los focos ultravioleta. Tiene unos catorce insta lados por toda la consulta. Una medida de precaución más que respetable para los dentistas de su categoría.
—¿Quién le ha dicho que me dejaron en libertad?
Un incómodo silencio se cierne sobre ellos. Dura poco. Pedro suda. Miles de gotitas le perlan la frente, la calva entera. Fernando relaja las facciones hasta parecer humano de nuevo Pedro suspira y deja de acariciar el botón.
—Capto la indirecta. Ya me callo —responde—. Si no le importa, inclínese un poco hacia atrás. Así está bien.
Con cuidado, coloca la lámpara para iluminar bien la zona afectada.
—Abra la boca.
A partir de ese momento todo cambia. Pedro ya no suda. Es él quien manda, ellos los que se encogen de miedo y se pliegan a su mandato. Por fin se invierten los papeles. Eso le encanta. Pocas personas pueden admitir causar auténtico pavor a un strigoi. Nunca antes se lo había planteado pero hoy, esta noche, comprende que sigue en el negocio por la embriagadora sensa­ción de poder que le provoca. La primera vez que le arrancó un diente a un vampiro estaba muerto de miedo. No fue hasta el tercer o cuarto canino extirpado cuando se dio cuenta de que los no-muertos lo pasaban peor que él. Le temían, y le necesi­taban. Dicha revelación cambió la perspectiva por completo. Comenzó a disfrutar con su trabajo. Puede que de una forma malsana o enfermiza. Está dispuesto a reconocerlo. El que esté libre de pecado que tire la primera piedra.
Trabajar para ellos también tiene sus ventajas. Le conocen y, aunque no le aprecian, respetan su vida. Nadie le morderá el cuello porque su labor es valiosa, importante. Necesaria.
—Abra un poco más la boca. Así está bien. La lengua hacia atrás. Vaya. No tiene muy buen aspecto —el aliento de Fernando apesta. Pedro usa una máscara de gas en vez de la típica mascarilla para partículas porque corre el riesgo de desmayarse. Muy pocos conocen ese detalle de los strigoi. No es que puedan hipnotizar a sus víctimas, sino que les apesta tanto el aliento que las aturden. Si no puedes convencerlas, confúndelas, era lo que decía su padre, que en paz descanse.
—¿Es muy grave? —pregunta Fernando con un hilo de voz—. Sólo me molesta de vez en cuando.
—¿Me toma el pelo? —Pedro paladea el momento de glo­ria, disfruta del pánico ajeno, como buen dentista que es. Sonríe bajo la máscara con total impunidad—. La caries ya ha alcanzado el nervio. Tiene que dolerle a horrores.
—Bueno, un poco —admite.
Pedro hurga en el agujero con un garfio diminuto y afiladísimo. Como respuesta Fernando saca las uñas y las clava en el apoyabrazos. Sus ojos han cambiado de verde aguamarina a rojo sangre. Debe de estar viendo las estrellas.
—¿Le duele? —Es una pregunta retórica. Pedro sabe perfec­tamente que le duele. Reprime una risa histérica tras la mascara de gas. No es plan de reírse en su cara.— ¿Y aquí?
Fernando grita. Un rugido leonino cubre todas las frecuencias graves posibles. Las paredes retumban. Sin duda, ahí le duele más.
Pedro cambia de instrumental.
—Puede enjuagarse, si quiere.
Fernando se incorpora y se enjuaga la boca. Los vampiros no lloran. No tienen glándulas lacrimales. En este sentido son como los gatos, que en vez de llorar moquean. A Fernando le cuelgan los mocos de una forma exagerada. Ahora parece de verdad un niño. Pedro se ve en la obligación de darle un kleenex, si no quiere que le ponga todo perdido.
—Me temo que hay que extirpar ese canino —dice con calma, para que lo asimile bien. Para un strigoi, perder un canino es como perder un testículo. Algo traumático.
—¿Lo dice en serio? ¿No puede hacer nada por él?
—Me temo que no, pero no se preocupe, que no es para tanto.
—¿Que no es para tanto? ¡Está de coña! ¿Y cómo haré ahora para alimentarme?
—Le sustituiré el canino por una funda. Podrá alimentar., con normalidad, aunque puede que al principio le duela un poco
—Pero será un diente postizo. Ya no sentiré lo mismo.
—No. Ya no. —Pedro no tiene ni idea de lo que sienten al alimentarse, pero es muy consciente de que, en parte, es el motivo por el cual la extirpación se vuelve traumática Mírelo por el lado bueno. Todavía le queda el otro.
Fernando le dirige una mirada lo suficientemente monstruosa para demostrarle que no le consuela lo más mínimo.
—Como quiera —dice Pedro—, pero lo más probable es que la caries se extienda. Usted verá lo que hace, amigo.
Fernando bufa y sibila como un vampiro ante una ristra de ajos (al parecer lo hacen porque su olor no les parece nada cool. Algo inaudito, teniendo en cuenta la característica de su aliento pútrido. Como minoría cerrada, no hay quien les entienda).
Por fin, se calma, y se reclina en la camilla, resignado.
—Está bien. Hágalo.
Pedro se frota las manos. Esta es la parte que más le gusta.
—Supongo que sabrá que no puedo anestesiarle.
—Ah, ¿no? —pregunta con carita de carnero degollado.
—Me temo que la anestesia no les hace efecto. Hasta el momento no se ha encontrado ninguna que lo haga. Procuraré ser rápido. Se lo prometo.
—De acuerdo. Si no queda más remedio...
Pedro sostiene en su mano izquierda un instrumento con forma de cepo. Sirve para mantener la boca del paciente abier­ta, aunque éste no quiera.
—Abra la boca.
Por primera vez en toda su vida depredadora, Fernando se siente víctima. Se siente violado. El dentista enciende una dimi­nuta sierra y el zumbido le taladra los oídos antes siquiera de que le toque. Tiene los párpados ligeramente combados hacia arriba, como si se estuviese riendo. La máscara le tapa toda la cara, pero juraría que sonríe, que disfruta. Que se lo está pasan­do pipa. Eso hace que un odio salvaje e irracional lo domine. Un odio silencioso, frío, que sólo se refleja en la mirada desor­bitada que le dirige. Duele una barbaridad. Lo inimaginable. Por eso Pedro no se da cuenta de que la mirada es de odio y está dirigida a su persona. ¿Cómo darse cuenta? Con tanto alarido no hay quien se centre.
Al fin, y con la ayuda de unas tenazas, consigue arrancarle el diente.
Un canino de strigoi ronda los seis mil euros en el mercado negro. Posee cualidades sedantes y afrodisíacas. Un pequeño pinchazo disimulado y la víctima, ya sea hombre o mujer, se deja hacer de todo, con la ventaja de que al día siguiente no recuerda nada.
Esto Fernando no tiene modo de saberlo (o eso cree Pedro), así que no dice nada cuando se deshace disimuladamente del diente en vez de limpiarlo y devolvérselo (que suele ser lo habitual).
La colocación de la funda ya le duele menos. Se siente un poco mareado, pero es lógico, dadas las circunstancias.
La operación dura unas dos horas. Como consecuencia de ello, el strigoi odia a muerte a Pedro, y a todos los dentistas por extensión. Cuando le tiende la factura se le ponen los ojos como platos.
—¿Cuatro mil euros? —pregunta Fernando, colérico—. ¿Quién es el vampiro aquí?
—Un canino de strigoi no es fácil de extirpar —se justifica el dentista—. El hueso es más duro y denso, parte del instru­mental ha quedado inutilizado en consecuencia. Por otro lado no hay muchos dentistas que ofrezcan este servicio. La confi­dencialidad es un plus añadido... ¿Por qué me mira de esa manera?
Fernando se contiene.
—Está bien. ¿Acepta tarjeta?
—Por supuesto —Pedro sonríe—, soy consciente de que nadie suele llevar encima tanto efectivo.
El strigoi le tiende su visa y el dentista, con la maestría que da el hábito, pasa la banda magnética por la maquinita, pulsa unos cuantos botones y le tiende el recibo para que lo firme.
—¿Quiere copia? —pregunta.
—No —Fernando se lo piensa—. Bueno. Sí —quizás pueda pasarla como gastos de empresa.
Pedro le extiende copia del recibo y se despide con una son­risa ya cansada. Fernando le corresponde. Aunque la exagera un poco, como si fuese forzada o de aviesas intenciones. En todo caso le deja mal cuerpo.
Media hora después ya lo ha olvidado. No queda nadie en la consulta.  Sólo él. Apaga las luces y cierra con llave
Tranquilamente se dirige al garaje. Se siente bien porque hoy hizo una buena caja, y porque le encanta extirpar cosas de cuer­pos vivos (o no-muertos), para qué negarlo. Da la vuelta a la esquina y en vez de tomar el ascensor baja por las escaleras. Es una costumbre sana. Odia los ascensores. También odia su coche. Va siendo hora de comprarse otro. Siempre quiso tener un jaguar. Con la operación de hoy y el diente que obra en su poder ya puede permitírselo.
Una sombra se desplaza furtivamente a lo largo de la pared. Pedro se aparta porque cree que es un vecino que baja corrien­do las escaleras. Pronto se da cuenta de que no es eso. Nadie baja. No se escucha ruido de pasos. Está solo. Una polilla revo­lotea cerca de la bombilla. Seguramente haya sido la culpable.
Pedro expulsa el aire lentamente, hasta ese momento había mantenido la respiración. Reanuda el camino hacia su coche. Antes de llegar a la puerta se detiene. Se palpa los bolsillos cada vez más nervioso. Ha olvidado algo importantísimo en el cajón de la mesa de su despacho. Siente un fuerte golpe en la cabeza, en un lateral, como un desgarro, aunque todavía no le duele nada. Se lleva una mano a la oreja en un acto involuntario que desemboca en sorpresa desagradable. Su corazón se acelera. No encuentra su oreja. Se observa la mano llena de sangre, todavía perplejo. Vuelve a registrar los bolsillos de la chaqueta, esta vez con clara ansiedad, para constatar que, en efecto, se ha olvida­do el spray de agua bendita en la consulta. Un aliento pútrido a la par que gélido le eriza el vello de la nuca.
—¿Le duele? —susurra una voz gutural, ronca, de cantante de death metal.
Pedro, con el rostro congestionado en una mueca de pánico, se abalanza sobre la puerta metálica que da al garaje. Forcejea con ella un buen rato, golpeándola y empujándola con el cuer­po, como si tuviese la complexión necesaria para derribarla, hasta que recuerda el modo de abrirla. Hay que tirar de ella. Se aparta un poco, lo suficiente para maniobrar. Cuando extiende la mano hacia el picaporte algo le nubla la vista. Ha sido tan rápido que no puede determinar si fue una sombra, un trozo de tela negra o sus propios párpados al cerrarse. El caso es que la acción de girar el picaporte y tirar no surte efecto. Su mano yace palma arriba en el suelo, a sus pies. Del muñón resultante mana un chorro de sangre a borbotones, perfectamente sincro­nizados con un corazón que quiere salirse del pecho.
—¿Y aquí? —el susurro suena muy próximo, justo detrás de él.
Pedro chilla como un cerdo en San Martín. Se da la vuel­ta para comprobar que sigue más solo que la una. Escruta con desesperación las esquinas en sombra. Ahí debe ocultarse. Alza la cabeza rápidamente hacia el techo pero tampoco apre­cia nada.
—¡Tengo un spray de agua bendita! —le falla la voz y un gallito hace ininteligible la última palabra—. ¡No me obligues a usarla!
Con el codo intenta girar el picaporte, mientras mantiene la mano ilesa bajo la gabardina, pretendiendo hacer creer que posee lo que amenaza poseer. Una risa desagradable le respon­de desde un punto indefinido, ilocalizable. Consigue abrir la puerta. En su afán por escabullirse sin darse la vuelta cae de espaldas sobre el suelo del garaje. Está a oscuras. No tuvo tiem­po de pulsar el interruptor de la luz.
Pedro llora. Gime. Jadea. No es consciente de ello.
—Siento no poder anestesiarle —la voz parece surgir de algún punto próximo a la puerta, aunque no puede asegurar­lo—, pero procuraré ser rápido. Se lo prometo.
Pedro ya no chilla. Grita. Con todas sus fuerzas. Su capacidad de raciocinio considerablemente mermada, mentalmente paralizado. Se da la vuelta y se arrastra hacia el coche un buen trecho, hasta que consigue incorporarse. En ese momento algo lo alza por los aires unos tres metros. Lo siente agarrándole bien fuerte, haciendo presa sobre sus brazos, que no puede mover di ningún modo. Apretando. Sin prisa pero sin pausa. No ha dejado de gritar en ningún momento. A pesar de ello escucha perfectamente la voz que le susurra en el oído sano con un aliento que huele a muerto.
—Sonríe ahora, capullo.
El dentista se convulsiona. Está entrando en shock. El stri­goi le desgarra el cuello, alimentándose como un pueblerino. A dos carrillos, como diría su padre.
Ni siquiera limpiará el estropicio. Tampoco se deshará del cuerpo.
Buscará, en cambio, el canino robado para no dejar ningu­na prueba que revele su existencia. Avisará también a sus supe­riores para informar del cese en funciones de su dentista de cabecera. Tal y como les habían informado, ya no era de fiar. Se extralimitaba en sus funciones, formaba parte de la red clandestina de contrabando de caninos y atentaba contra el anonima­to de la especie. Y el anonimato es ley.
Pero por muy macabro que haya sido el crimen no piensa limpiar nada, ni hacer desaparecer el cuerpo.
Sabe que nadie se va a preocupar por un dentista muerto.

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