Tales of Mystery and Imagination

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Javier Redal: El horror sin nombre

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Es una desgracia que los científicos, que por la naturaleza de su trabajo deberían ser tolerantes y abiertos hacia las ideas nuevas, se muestren con harta frecuencia mezquinos, egoístas y burlones con los innovadores. Han pasado siglos, pero aún impera entre los grandes académicos -eso son, y no científicos- el «Magister dixit» de la Edad Media.
El caso del recientemente fallecido doctor Miguel Torres, químico, es doblemente terrible. Se ha ignorado su descubrimiento, pero ese mismo descubrimiento le acarreó una espantosa muerte. Aunque al aludir a incredulidad, debo admitir que gran parte de la culpa recayó en el propio doctor Torres. En sus conversaciones solía hablar con ironía de las normas de prestigio entre la sociedad científica: en la sociedad aristocrática se valora al hombre por sus antepasados, en la capitalista por la riqueza que posee... y en la científica, por el número (más que por la calidad) de sus publicaciones. Como dicen los anglófonos, «publish or perish»; publica o perece. Yo le conocí debido a su interés por la bioquímica, a la que llamaba «el Gran Arte de la Edad Aactual», como la alquimia lo fue en el medievo. Trabajé para él cierto tiempo, luego dejamos de vernos, y lo volví a encontrar años más tarde... poco antes de su muerte.

El primer atisbo del horror en que se vio envuelto lo tuve justamente entonces; en dos años que no le había visto, el tiempo había trancurrido muy veloz en él. Su rostro arrugado y cansado parecía haber envejecido veinte años.
Caminábamos por la calle; era uno de esos atardeceres nublados y sombríos, en los que el sol parece tener prisa en ocultarse tras enormes nubes negras, como un anticipo de la noche. Había llovido todo el día de forma lenta y contínua, pero ya había cesado a esa hora, y a mí siempre me ha gustado el olor del aire limpio y húmedo. Súbitamente, al volver una esquina, una repentina ráfaga de fetidez asaltó nuestros olfatos. Hice la mueca de repulsión obligada en estos casos, y me volví hacia él. Pero mi acompañante se vio afectado de manera singular: palideció repentinamente, al tiempo que una expresión de inefable terror aparecía en su rostro. Fui a decirle la explicación inmediata: sin duda, unos obreros estaban limpiando la alcantarilla cercana; pero no tuve tiempo. La tapa circular de hierro se alzó, empujada por un hombre desde abajo, y Torres se desmayó tras lanzar un grito de terror como jamás lo escuché en un ser humano.

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