Tales of Mystery and Imagination

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Javier Redal: El horror sin nombre

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Es una desgracia que los científicos, que por la naturaleza de su trabajo deberían ser tolerantes y abiertos hacia las ideas nuevas, se muestren con harta frecuencia mezquinos, egoístas y burlones con los innovadores. Han pasado siglos, pero aún impera entre los grandes académicos -eso son, y no científicos- el «Magister dixit» de la Edad Media.
El caso del recientemente fallecido doctor Miguel Torres, químico, es doblemente terrible. Se ha ignorado su descubrimiento, pero ese mismo descubrimiento le acarreó una espantosa muerte. Aunque al aludir a incredulidad, debo admitir que gran parte de la culpa recayó en el propio doctor Torres. En sus conversaciones solía hablar con ironía de las normas de prestigio entre la sociedad científica: en la sociedad aristocrática se valora al hombre por sus antepasados, en la capitalista por la riqueza que posee... y en la científica, por el número (más que por la calidad) de sus publicaciones. Como dicen los anglófonos, «publish or perish»; publica o perece. Yo le conocí debido a su interés por la bioquímica, a la que llamaba «el Gran Arte de la Edad Aactual», como la alquimia lo fue en el medievo. Trabajé para él cierto tiempo, luego dejamos de vernos, y lo volví a encontrar años más tarde... poco antes de su muerte.

El primer atisbo del horror en que se vio envuelto lo tuve justamente entonces; en dos años que no le había visto, el tiempo había trancurrido muy veloz en él. Su rostro arrugado y cansado parecía haber envejecido veinte años.
Caminábamos por la calle; era uno de esos atardeceres nublados y sombríos, en los que el sol parece tener prisa en ocultarse tras enormes nubes negras, como un anticipo de la noche. Había llovido todo el día de forma lenta y contínua, pero ya había cesado a esa hora, y a mí siempre me ha gustado el olor del aire limpio y húmedo. Súbitamente, al volver una esquina, una repentina ráfaga de fetidez asaltó nuestros olfatos. Hice la mueca de repulsión obligada en estos casos, y me volví hacia él. Pero mi acompañante se vio afectado de manera singular: palideció repentinamente, al tiempo que una expresión de inefable terror aparecía en su rostro. Fui a decirle la explicación inmediata: sin duda, unos obreros estaban limpiando la alcantarilla cercana; pero no tuve tiempo. La tapa circular de hierro se alzó, empujada por un hombre desde abajo, y Torres se desmayó tras lanzar un grito de terror como jamás lo escuché en un ser humano.


Don Miguel Torres era pariente lejano mío. Había estudiado la carrera de Química de una manera totalmente anodina, no destacando por la brillantez de sus calificaciones. Esto no era por holgazanería o estupidez; más bien todo lo contrario. Poseía una men¬te particularmente inquieta, que no podía adaptarse ni doblegarse a la rutina de las aulas. Se apasionaba por temas tales como el ocultismo, la magia o la parapsicología, la antropología, la arqueología o el folklore; e igual se le podía encontrar una semana dedicándose a las leyendas esquimales o incaicas, y a la siguiente a la astronomía o la astrofísica. La víspera de un examen se leía con rapidez un par de libros sobre el tema, y con frecuencia ni siquiera eso; y de alguna manera lograba pasar. Acabada su tesis doctoral, se encontró en posesión de una regular fortuna a causa del fallecimiento de un familiar, y se montó un pequeño laboratorio de aficionado. Fue entonces cuando le conocí.
Yo estaba cursando mi carrera de Biología, y me solía ganar unos extras con esa serie de trabajos que suelen buscar los estudiantes: clases a domicilio, pasar tesis a máquina, buscar bibliografía, todas esas cosas. Alguien debió hablarle de mí, y me llamó un día por teléfono. Estaba muy interesado por la bioquímica, me dijo, y quería que le explicase algunos conceptos que no veía claros, y que buscase bibliografía para él. Había reunido una modesta biblioteca sobre el tema, y quería ampliarla en la medida de lo posible... Yo nunca he tenido prejuicios contra el dinero, de modo que acepté.
Había instalado su pequeño laboratorio en un gran caserón decrépito de las afueras; tenía tres plantas, y su fachada estaba decorada con azulejos al estilo de la región. Sin duda, había sido la propiedad de un labrador acomodado, antes de que el inexorable crecimiento ciudadano lo relegase a la categoría de suburbio. Allí llegué, un lóbrego día de noviembre. Una vieja criada me abrió la puerta.
El doctor Torres salió a recibirme; era, recuerdo, un hombre de unos cuarenta años, de aspecto seguro de sí mismo y aire afable. Me condujo a su «pequeña biblioteca»: llenaba tres habitaciones de buen tamaño, cubiertas de estanterías del suelo al techo, en las que pude reconocer una serie de libros. Estaba la Bioquímica de Lehninguer, El origen de la vida sobre la Tierra de Oparin, la Biología molecular del gen de James D. Watson, Biosynthesis of Macromolecules de Ingram, y otras muchas que ya conocía. También había revistas: la colección completa de Nature, la del Journal of Biologycal Chemistry, y la del Scientific American. En una serie de carpetas clasificadas, estaban numerosas fotocopias de artículos. También había una serie de libros de referencia; entre ellos pude reconocer los quince volúmenes de Enzymes, editados por Academic Press. En fin, algo digno de una cátedra de universidad.
Me extrañó muchísimo ver a su lado una serie de obras raras: El misterio de las catedrales de Fulcanelli, la Isis sin velos de Mme. Blavatsky, las obras de Charles Fort, y una serie de obras de magia y ocultismo que nunca había visto antes. Incluso había unos libros que parecían manuscritos fabulosamente antiguos. Uno en particular, que Torres se apresuró a guardar en un cajón de su mesa, se titulaba algo así como Necro-no-sé-qué.
El «Laboratorio de aficionado» estaba a tenor de esto: arma¬rios llenos de material de vidrio, productos químicos y reactivos, y aparatos. Un espectrofotómetro ultravioleta-visible, una centrifugadora, varios tipos de cromatógrafos, equipo de electroforesis, incluso un contador de radiactividad; el doctor Torres usaba también el marcado isotópico.
En el sótano tenía almacenados los productos radiactivos; al expresarle mis deseos de verlo, pareció algo renuente, pero acabó accediendo y me condujo a él. Era como todos: una habitación con las paredes forradas de plomo y una puerta singularmente pesada, que ocultaba su blindaje tras la superficie de madera.
Mientras estábamos en el sótano, me llamó la atención una enorme y extraña habitación. Tendría unos cincuenta metros cuadrados de área y unos cuatro de altura. Su techo estaba recorrido por una serie de tubos perforados, como un raro sistema contra incendios. Y, ¿qué podía incendiarse en una habitación de cemento? Cerca del techo había una ventanilla de vidrio, y la habitación estaba iluminada por unas potentes lámparas protegidas por semiesferas de vidrio. Una gruesa puerta forrada de acero y con sólidos cerrojos daba acceso a la cámara.
Ante mis preguntas, Torres me condujo al piso superior del sótano. Abrió una puerta cerrada, que daba a una habitación de vigilancia -es el único nombre que se me ocurrió-. Allí estaba la gruesa ventanilla, cuyo cristal era del tipo de seguridad usado en ciertos bancos.
Había además unas enormes garrafas de vidrio forradas de paja, como las usadas para transportar líquidos peligrosos. Las etiquetas ponían de manifiesto que contenían ácido sulfúrico.
En el centro del piso, una pequeña abertura circular tapada con un disco de metal completaba el extraño equipo. Torres, debo añadir, no respondió a mis preguntas.
Subimos de nuevo a la biblioteca. Allí, Torres empezó a preguntar y yo a responder; gradualmente, la conversación se tornó monólogo, ya que mi interlocutor sabía mucho sobre bioquímica, más de lo que yo esperaba. Cuando yo hablaba, parecía que él ya sabía las respuestas y solo deseaba que confirmase sus suposiciones.
Los temas que más le interesaban eran los que se suelen in¬cluir en la confusa etiqueta de «Biología molecular»: ácidos nucleicos, genética molecular, origen de la vida...
-Vivimos en un siglo extraordinario -decía con frecuencia-; en su primera mitad, se desarrolla la física nuclear, la relatividad, la mecánica cuántica, etc; todo ello ha desembocado en el control de la energía atómica a mediados de siglo. En la segunda mitad, se ha desarrollado la biología molecular: estructura y función de los enzimas; el metabolismo celular y sus pasos; la naturaleza del material genético, su mecanismo de acción, su regulación... ¡nos ha sido dado a conocer el secreto de la vida, por primera vez en la historia humana!
(No me di cuenta de lo que insinuaba Torres al decir «historia humana»; eso no lo supe hasta mucho más tarde.)
Pero lo que decía no era nada hiperbólico; de hecho, era cosa sabida entre los hombres de ciencia. Torres citó una frase de Fred Hoyle, el conocido astrónomo y escritor: antes de veinte años, los físicos nucleares, que fabrican inofensivas bombas de hidrógeno, trabajarán en libertad; mientras que los biólogos moleculares tra¬bajarán tras alambradas.
Torres veía ese día muy cercano; ya existen unas normas de seguridad, las célebres «Normas de Asilomar», creadas en un congreso para evitar que una bacteria artificial -Torres se delectaba con ese último adjetivo- escapase de un laboratorio y afectase a miles de personas.
Las posibilidades, para el bien o el mal, eran inmensas. Más que la energía atómica. Después de todo, el uranio es un mineral raro, y una central nuclear no es fácil de ocultar. La biología necesita mucho menos; en breve, toda nación con pretensión de ser alguien (prácticamente todas, excepto Andorra y similares) dispondría de su microbio «del Juicio Final», que haría aparecer la Peste Negra como un resfriado de invierno.
Todo esto me dio un vislumbre de su objetivo. ¿Vida artificial, quizá?, le pregunté.
-La vida artificial ya se ha obtenido -dijo, quitando importancia a la cosa. Debí poner cara de incomprensión, porque añadió-: Un virus no es otra cosa que un ácido nucleico con una cubierta de proteína... un «gen suelto», como se dice. Y en la década de los 50 se averiguó como producir y duplicar un ARN sintético: Severo Ochoa, ya sabes. Pero, ¡ah!, sintetizar una célula, con toda su complejidad...
Pero incluso mis más locas especulaciones no eran lo bastante acertadas.

Dejé de verle al año de trabajar para él. Su investigación le obligaba a ausentarse una temporada, dijo. Mientras él estuvo fuera, acabé la carrera y encontré trabajo. Sus idas y venidas, así como la marcha de su trabajo, solo pude conocerlas indirectamente.
Al parecer, estuvo en varias universidades americanas, especialmente en Massachusetts; fletó un pequeño barco, y viajó por el Artico. Exploró una serie de cavernas en Virginia, y más tarde viajó en camello por ciertas regiones de la península arábiga. Luego regresó a su casa.
Se dedicó a una serie de experiencias, cuya naturaleza solo puedo imaginar. Dio vacaciones a su criada, y encargó que le trajeran semanalmente suministros, sobre todo comida. Las personas con las que hablé se mostraron muy extrañadas por las enormes y crecientes cantidades de carne que pedía: carne de caballo, que compraba al proveedor del zoológico.
Las gentes que lo vieron en persona afirman que, al principio, daba muestras de satisfacción; pero esto fue cambiando con el tiempo. Día a día, mostraba un semblante más y más preocupado, macilento, cansado. Rehuía las visitas de sus amigos; uno de ellos, un antiguo condiscípulo, oyó una serie de golpes muy fuertes, procedentes del sótano. Este incidente pareció asustar a Torres, que rogó a su visitante que se marchara.
Lo más inexplicable de todo fue que las personas con las que hablé me contaron que la casa tenía un aire vagamente opreviso; era una sensación rara, que no parecía tener justificación material alguna; si bien algunas personas hablaron del «olor asqueroso» que se podía percibir débilmente en el aire, pese a que Torres pulverizaba ambientadores perfumados a todas horas...
Un adolescente que trabajaba en una tienda, la que suministraba alimentos al doctor, me dio una información más extraña aún. El muchacho tenía fama de «raro» entre sus compañeros de trabajo por las frecuentes pesadillas que padecía. Tras ir a entregar uno de los encargos del científico, se quejó de una «presencia invisible» en la casa; en lo sucesivo, se negó a ir más allí.
Al cabo de dos años de esa situación, en la noche del 15 de enero, se produjeron una serie de fenómenos que atrajeron la atención de los vecinos: primero, una voz (reconocida como la de Torres), lanzó unos gritos espantosos sin cesar durante casi una hora. Simultáneamente, en el sótano de la casa empezaron a sonar fuertes golpes, «como si un gigante picase piedra», según declaración de los vecinos. Alguien avisó a la policía, pero antes de que llegase aún se produjo un grito más fuerte, y el ruido cesó.
La policía encontró al científico desmayado en el suelo; rápidamente fue trasladado a un hospital, en el que yació delirando una semana. Fue cuando le dieron de alta que lo encontré, y sucedió el incidente de la cloaca. Lo llevé a su casa, y su criada llamó a un médico; no pudiendo hacer otra cosa, me marché.
Volví a verle dos semanas más tarde, a requerimiento suyo. El descanso no parecía haberle cambiado mucho: avejentado, agotado... parecía su propio padre.
Sinceramente preocupado por su salud, le pregunté por sus actividades durante todo este tiempo; tras vencer su reticencia, empezó a hablar.
Su discurso me pareció en el primer momento delirante y fuera de lugar. Habló de razas antiguas, civilizaciones desaparecidas, y no todas humanas. El hombre, dijo, es solo una de las especies que han reinado sobre el Planeta, y ciertamente no la más sabia.
Habló de unos seres, los «Primordiales» o «Primigenios», y del culto celebrado en torno a ellos: Cthulhu, Nyarlathotep, Shub¬Niggurath y sus espantosos atributos; me mostró una serie de libros que siempre me ocultó: los Manuscritos Pnakóticos, el Papiro Neferkeré, el Cultes des Goules del Conde D'Erlette, el Libro de Eibon, y especialmente el Necronomicón del árabe loco Abdul AI-Hazred.
Me habló de extraños incidentes... un destructor arrojando cargas de profundidad frente a la costa americana, cerca de un derruido pueblecito de pescadores de siniestra fama... una expedición a la Antártida y sus alucinantes resultados... el relato de un marino sueco que fue encontrado a la deriva en un barco...
-¡Lee a Lovecraft! -gritaba-. Sabía más de lo que se cree.
¿Por qué fue incendiada Innsmouth? ¿Qué encontraron en la Antártida Pabodie y los otros? ¿Qué encontró en Africa sir Avery Wendy-Smith?
Siguió hablando. Ciudades antiquísimas, de millones de años de edad; extrañas referencias geográficas. La desconocida Kadath en el Desierto Helado, la abominable Meseta de Leng, la isla de Pascua, las misteriosas inscripciones de la legendaria Tihuanaco...
Su discurso fue concretándose. Habló de una raza de seres equinodermos, semivegetales, que llegaron a la Tierra hace tres mil millones de años, y crearon la vida «por broma o por error».
Aquí me atreví a objetar tímidamente: todo probaba que la vida se originó espontáneamente, como indican los trabajos de Oparin, Fox y Miller... .
Torres rió con aspereza.
-Estás en un error. La vida pudo originarse así, sin interven¬ción de un ser inteligente. Pero nada indica que debió ser forzosamente así. La Tierra pudo ser sembrada antes de que la vida apa¬reciese espontáneamente.
De una estantería tomó una revista; era el número de noviembre de Investigación y Ciencia, dedicado a la evolución. Me mostró un artículo titulado «La evolución química y el origen de la vida», de Richard Dickerson, y leyó.
«...cabe la posibilidad de que la vida no surgiera precisamente en la Tierra. Según la teoría de la panspermia, que tuvo una gran aceptación en el siglo XIX, la vida se habría propagado de un sitema solar a otro por medio de las esporas de los microorganismos. Recientemente, Francis H. C. Crick y Leslie E. Orgel han emitido la aventurada hipótesis de que la Tierra -y probablemente también otros planetas estériles- fue sembrada deliberadamente por seres inteligentes que vivían en sistemas solares cuyo grado de evolución se hallaba miles de millones de años por delante del nuestro. Esta sugerencia, que Crick y Orgel llaman fenómeno de panspermia dirigida, podría explicar, por ejemplo, por qué el molibdeno, cuya presencia terrestre es tan escasa, es esencial para el funcionamiento de muchos enzimas clave».

Si Torres buscaba impresionarme, lo había conseguido. Crick, codescubridor de la célebre «doble hélice» del ADN junto con James D. Watson, y Premio Nobel a consecuencia de esto...
Prosiguió. Los Antiguos, los seres medio vegetales, crearon también unos esclavos protoplasmáticos, capaces de cambiar de forma: los shoggoths. Habló de su rebelión, y de cómo reemplazaron a sus amos... Los shoggoths, que ni aun el árabe loco se atreve apenas a mencionar en el Necronomicón...
Se refirió a la muerte de Lovecraft. Parece ser que murió de cáncer intestinal, pero Torres se mostró escéptico.
-¡No hay muerte natural cuando ellos andan cerca! Derleth lo sabia, pero nadie le creyó. Aludió a la muerte de Lovecraft en sus relatos, mientras los sesudos críticos hablaban de cáncer. ¡Asnos estúpidos! El cáncer está producido por virus, que no son sino ácidos nucleicos. ¿Y qué es un ácido nucleico para los Señores de la Vida?
La exaltación crecía en él, y temí un nuevo ataque.
-Intenté recrear un shoggoth partiendo de ciertas muestras traídas de la Antártida... la excavadora de Pabodie extrajo restos de animales marinos... marinos, fíjate, fíjate bien... como los shoggoths... un ácido nucleico puede ser extraído, congelado o liofilizado sin perder sus propiedades... basta darle una célula exnucleada en la que crecer... ¡Pregunta lo que hizo Charles Dexter Ward con los restos de su antepasado!... Averígualo...
Sus frases eran incoherentes; reproduciré aquellas con sentido para mí:
-Era un monstruo... enorme, creciendo más y más... como una montaña de gelatina espumosa, cubierta de una asquerosa mucosidad... y sus miembros... ¡SUS miembros!... era un abominable caleidoscopio de formas... brazos, antenas, patas, ojos, tentáculos... Santo Dios... ¡cabezas, cabezas humanas!... no puedes imaginario... tú no lo has visto...
»Llenaba toda la habitación... me quedé corto en mis cálculos... el carnicero preguntaba si tenía un león en casa... bromeando... ojalá hubiese sido un león... pero la carne no era lo único... aquella abominación podía vivir de cualquier tipo de materia orgánica... basura, papel, excrementos... incluso plástico... y tal vez materia mineral... el ácido apenas le molestaba... baja y mira... no lo has visto...
Debió advertir mi extremo terror, porque rió histéricamente.
-Se ha ido... escapado... por la cloaca... ¡cómo golpeaba el suelo!... y huyó... ¡ja, ja, ja!... una fuente de alimento para esa cosa... en todo el mundo... ¡pobres, necios, desdichados Antiguos!... creían que dominaban a los shoggoths... y nosotros también... Arrancó los focos... le molesta la luz... no lo has visto... no lo puedes imaginar... y no es lo peor... el árabe loco dijo que los shoggots solo existían en los sueños... las drogas... alucinaciones... .
Por un momento pareció tornarse más coherente.
-Pero no, no es eso... dijo que los shoggoths devoran a la vez «cuerpo y alma», y todos creyeron que esto significaba la decadencia de los adictos a las drogas... cuerpo y alma... pero no es eso... los shoggoths son telépatas... sus amos no lo sabían... y todo ese tiempo que estuvo encerrado me hablaba... ¡día y noche, en el sueño y en la vigilia!... no te imaginas las cosas horribles que me dijo... no lo has visto...
(La frase «no lo has visto» era repetida una y otra vez, tratando de expresar lo inexpresable).
-...me amenazaba... pero yo no lo solté... él me tenía a mí, y yo a él... y me sigue teniendo... ahora, ahora mismo... me habla... no... no... ¡maldito!... tú... no me tendrás... me puedes matar, pero no cederé... no... tú... por su hedor Los conoceréis...
Cayó al suelo, musitando frases y palabras sin sentido. Era algo así:
-Eyaaa... aieaieaie... n'gaa... yaag'hna... Cthulhu fhtang... n'gaa... n'gaa... Shub-Niggurath... Yog-Sothoth... YOG-SOTHOTH...
Su anciana criada acudió a mi frenético grito, y avisó a un médico. Este, nada más llegar, aconsejó su traslado al hospital, cosa que se hizo a toda prisa. Quedé solo.
No soy un héroe, pero no podía evitar los deseos de bajar al sotano, aquél en el que el horror sin forma había crecido. Bajé las escaleras iluminándome con una linterna. Por algún motivo, no había luz eléctrica. Pero deseaba ver la celda del shoggoth, si es que de verdad había existido y no era un delirio.
Mientras bajaba, una repugnante pestilencia casi me hizo vomitar. Lo atribuí a una alcantarilla o fosa séptica. Pero no me podía quitar de la cabeza la frase «por su hedor los conoceréis».
Abrí la puerta de la habitación de vigilancia. El cristal estaba cubierto de algo, y no se podía ver a su través; volví la luz, y vi las garrafas de vidrio vacías y volcadas. Algunas tenían el cuello roto a martillazos, sin duda al vaciarlas con prisa. No era difícil adivinar el paradero de su contenido... pues la tapa del suelo estaba levantada, y el propio suelo estaba corroido por las salpicaduras. Recordé los tubos de plomo perforados que recorrían el techo de la habitación de seguridad, y comprendí su fin.
No pude evitar un escalofrío ante la idea de bajar abajo... pero tenía que saber a toda costa si Torres estaba cuerdo o loco. Miré una vez más por la ventanilla blindada. Iluminé con la linterna: apenas se podía advertir algún detalle, pero la habitación parecía vacía.
Bajé al fondo del sótano alucinante, y lentamente descorrí los fuertes pestillos, listo para cerralos al menor signo de alarma. Lentamente, abrí la pesada puerta; lentamente, me asomé.
Mis precauciones eran inútiles. Alguien había arrojado escombros, piedras, todo lo que encontró, al agujero abierto en el centro del piso. Al menos momentáneamente, la entrada al hediondo in¬fierno subterráneo de la cloaca estaba cerrada.
Examiné el sótano. Mi estado de tensión era tal que no había advertido el infecto y nauseabundo hedor que invadía la horrenda cámara. Esta vez vomité.
La locura podría explicarlo todo. Podría explicar por qué los focos habían sido destrozados, y podría explicar la maloliente baba que cubría paredes, suelo y techo, como si un congreso de babosas o caracoles hubiese tenido lugar allí. Tal vez Torres, en un acceso de enajenación mental, podía haber abierto el agujero del piso y luego cerrarlo. (Pero ¿cómo? ¿Con pico y pala? ¿Con dinamita?)
Pero lo que no pudo hacer es la pequeña y amorfa criatura, del tamaño de una nuez, que reptaba por el suelo y era exactamente igual a un shoggoth en miniatura, tal como Torres lo describió.
¡Dios! ¿Cómo no lo pensé antes? Los shoggoths, como todo ser vivo, se reproducen...

El desenlace no tardó en llegar. Torres murió tras un mes de espantosos delirios, que aterrorizaron a médicos y enfermeras que lo cuidaban. Al abrirse su testamento, todos se sorprendieron al ver que me nombraba único heredero; yo también me sorprendí, hasta que leí la carta que me dejó.
No solo heredo bienes o dinero; también heredo una pesada carga. La voluntad de Torres fue que yo prosiguiese su obra, y remediase el mal causado. No sé si podré; no soy un genio en mi especialidad, ni siquiera soy brillante, pero me esforzaré. Tengo sus libros y sus papeles; me instruiré, buscaré personas de confianza, haré lo que sea... pero lucharé.
He hecho demoler el viejo caserón, y he trasladado todo a una casa en el campo. También yo empiezo a temer las cloacas y alcantarillas.
He empezado a estudiar al shoggoth. Puedo regular su ritmo de crecimiento, por medio de la comida. Por el momento lo mantengo en su tamaño. Busco agentes que puedan dañarlo o impedirle crecer... tal vez pueda encontrar alguno. Tiene que haberlo.
De una cosa estoy seguro: por el momento no revelaré lo que conozco a nadie, pero no destruiré lo que conozco. Nunca he creído en «secretos que el hombre no debe desvelar» y esas tonterías oscurantistas. Si Torres cometió un error, fue el ser demasiado confiado, pero no inmiscuirse en nada «prohibido». Y pagó muy caro su error.
Aunque a veces me invade el desaliento, y recuerdo algunas de las cosas que dijo antes de morir. Los Antiguos crearon a los shoggoths, y los shoggoths los mataron; nosotros hemos creado una tecnología, y tal vez acabe matándonos.
En mis sueños veo una Tierra devastada, con los mares y ríos transformados en vertederos; con los ríos prolongándose bajo las ciudades en un negro y pestilente laberinto de alcantarillas; con el aire cargado de gases tóxicos... y el hombre no está. Ha creado un medio de cultivo para los shoggoths, y se ha extinguido. Y los horrores sin forma caminan a la luz...

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