Tales of Mystery and Imagination

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Ednodio Quintero: Cacería

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Permanece estirado, boca arriba, sobre la estrecha cama de madera. Con los ojos apenas entreabiertos busca, en las extrañas líneas del techo, el comienzo de un camino que lo aleje de su perseguidor. Durante noches enteras ha soportado el acoso, atravesando praderas de yerbas venenosas, vadeando ríos de vidrio molido, cruzando puentes frágiles como galletas. Cuando el perseguidor está a punto de alcanzarlo, cuando lo siente tan cerca que su aliento le quema la nuca, se revuelca en la cama como un gallo que recibe un espuelazo en pleno corazón. Entonces el perseguidor se detiene y descansa recostado a un árbol, aguarda con paciencia que la víctima cierre los ojos para reanudar la cacería.

Ednodio Quintero: Tatuaje

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Cuando su prometido regresó del mar, se casaron. En su viaje a las islas orientales, el marido había aprendido con esmero el arte del tatuaje. La noche misma de la boda, y ante el asombro de su amada, puso en práctica sus habilidades: armado de agujas, tinta china y colorantes vegetales dibujó en el vientre de la mujer un hermoso, enigmático y afilado puñal.
La felicidad de la pareja fue intensa, y como ocurre en esos casos: breve. En el cuerpo del hombre revivió alguna extraña enfermedad contraída en las islas pantanosas del este. Y una tarde, frente al mar, con la mirada perdida en la línea vaga del horizonte, el marino emprendió el ansiado viaje a la eternidad.
En la soledad de su aposento, la mujer daba rienda suelta a su llanto, y a ratos, como si en ello encontrase algún consuelo, se acariciaba el vientre adornado por el precioso puñal.
El dolor fue intenso, y también breve. El otro, hombre de tierra firme, comenzó a rondarla. Ella, al principio esquiva y recatada, fue cediendo terreno. Concertaron una cita. La noche convenida ella lo aguardó desnuda en la penumbra del cuarto. Y en el fragor del combate, el amante, recio e impetuoso, se le quedó muerto encima, atravesado por el puñal.

Ednodio Quintero: Huida

Ednodio Quintero



Despertó sobresaltado. Se miró las uñas sorprendiéndose de encontrarse vivo luego de feroz combate. Conservaba una noción un tanto vaga acerca de las oscuras motivaciones de la huida. Salto gigantesco hacia un lado, irremediablemente otro lado, norte quizá. Zona vedada a su desgarramiento.
Al regreso del cafetín, todavía con el amargor en los labios, continuaba golpeándole la imprecisa, insatisfecha, ansia de entender. Algo de culpa en el involuntario, casi imperceptible, movimiento en sus manos, garras. Inesperado brillo en el oscuro rincón de su mente aletargada. No. Negado cambio de planes. Corrió. Exhausto llegó frente al espejo maldito, puerta entreabierta hacia su naciente locura. Suavemente pasó la mano sobre la superficie lisa, engañadoramente húmeda: no hubo correspondencia.

Ednodio Quintero: Venganza

Ednodio Quintero



Empezó con un ligero y tal vez accidental roce de dedos en los senos de ella. Luego un abrazo y el mirarse sorprendidos. ¿Por qué ellos? ¿Qué oscuro designio los obligaba a reconocerse de pronto? Después largas noches y soleados días en inacabable y frenética fiebre.
Cuando a ella se le notaron los síntomas del embarazo, el padre enfurecido gritó: “Venganza”. Buscó la escopeta, llamó a su hijo y se la entregó diciéndole:
-Lavarás con sangre la afrenta al honor de tu hermana.
Él ensilló el caballo moro y se marchó del pueblo, escopeta al hombro. En sus ojos no brillaba la sed de venganza, pero sí la tristeza del nunca regresar.


Ednodio Quintero: La muerte viaja a caballo

Ednodio Quintero



Al atardecer, sentado en la silla de cuero de becerro, el abuelo creyó ver una extraña figura, oscura, frágil y alada volando en dirección al sol. Aquel presagio le hizo recordar su propia muerte. Se levantó con calma y entró a la sala. Y con un gesto firme, en el que se adivinaba, sin embargo, cierta resignación, descolgó la escopeta.

A horcajadas en un caballo negro, por el estrecho camino paralelo al río, avanzaba la muerte en un frenético y casi ciego galopar. El abuelo, desde su mirador, reconoció la silueta del enemigo. Se atrincheró detrás de la ventana, aprontó el arma y clavó la mirada en el corazón de piedra del verdugo. Bestia y jinete cruzaron la línea imaginaria del patio. Y el abuelo, que había aguardado desde siempre este momento, disparó. El caballo se paró en seco, y el jinete, con el pecho agujereado, abrió los brazos, se dobló sobre sí mismo y cayó a tierra mordiendo el polvo acumulado en los ladrillos.

La detonación interrumpió nuestras tareas cotidianas, resonó en el viento cubriendo de zozobra nuestros corazones. Salimos al patio y, como si hubiéramos establecido un acuerdo previo, en semicírculo rodeamos al caído. Mi tío se desprendió del grupo, se despojó del sombrero, e inclinado sobre el cuerpo aún caliente de aquel desconocido, lo volteó de cara al cielo. Entonces vimos, alumbrado por los reflejos ceniza del atardecer, el rostro sereno y sin vida del abuelo.

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