Todo empezó porque quise comprarme una máquina de afeitar o, mejor dicho, porque asistí a una Feria Internacional de Muestras. En el departamento de electrónica exhibían un analizador, y, embobado en la contemplación de la larga lengua blanca que salía de la boquita del monstruo, no advertí que alguien dejaba en mi mano un prospecto de propaganda. La misma firma que exhibía el analizador electrónico sugería que compraras máquinas de afeitar de su fabricación, y lo sugería una mujer a punto de ser besada por un hombre, mientras, vuelta hacia mí, pregonaba: Afeitado con... Da gusto besar. Archivé la imagen en algún rincón de mí mismo y meses después, cuando ya estaba instalado en mi piso de renta limitada (cuatro habitaciones, baño y aseo, comedor living, cincuenta mil de entrada a descontar cada mes del alquiler, dos mil ochocientas ochenta de alquiler, portera incluida), entre el montón de necesidades que se nos plantearon a Juliana y a mí, apareció la máquina de afeitar, que podríamos compartir. Y un buen día pasé ante "Establecimientos Millet" , en donde rezaba la leyenda: Desde un alfiler a un elefante. En el escaparate, un precioso surtido de máquinas de afeitar... Vacilé, porque siempre vacilo. No es éste el momento de explicar por qué vacilo, ni creo que exista una motivación correcta de mis vacilaciones. En todo caso, la contundencia del slogan Afeitado con... Da gusto besar, se me impuso y penetré en el establecimiento. Yo tenía una imagen ensoñada de un bazar. Recordaba una película vista cuando niño: El bazar de las sorpresas, y evocaba imágenes cinematográficas de policrómicos bazares orientales. El "Bazar Millet" era un bazar a nivel europeo, una audaz y sólida conexión entre Tradición y Revolución, plenamente reconfortante. Columnas y estucados liberty, muebles nórdicos y funcionales, una motora y un cartelón con hermosa bañista practicando el esquí acuático, ollas a presión, Jesucristos portabolígrafos, cortinas de arpillera, cortinas de tergal, escopetas de caza. Al fondo, entre columnas metálicas, se esparcían unas cuantas mesas donde los burócratas perseguían los rectángulos de las cuartillas, las letras y el papel moneda. Un burócrata de ojo fijo me miró con insolencia y, haciendo un gesto con la cabeza, me entregó a la solicitud de un hombre de aspecto atlético e importante, de nariz aplastada como la de un boxeador.
—¿Su nombre?
Le dije mi nombre espontáneamente, sin extrañarme lo insólito del método.
—Bien, señor Millares, yo soy el señor Montesinos, a partir de este momento su guía y servidor.
Montesinos me estrechó la mano y no me hizo daño, contra lo que prometía su aspecto. Me empujó amablemente hacia una habitación acristalada y derramó sobre una mesa centenares de catálogos.
—¿Quiere usted una lancha motora?, ¿un yate, quizás?