A menudo el picor era molesto, pero
aquella mañana resultaba simplemente insoportable. Sabía que no debía rascarse,
que no serviría de nada, pero aun así no pudo evitar pasarse los dedos puestos
de punta, en forma de peine, por luda la cara. Se sintió agradablemente
aliviado por un momento, en el que emitió un breve suspiro y luego, pocos
segundos después, peor. Mucho peor.
-Malditos sean sus
dichosos caprichos —farfulló mientras componía una mueca amarga.
Ahora la cara le
escocía y el picor se había multiplicado, como si un millar de abejas se hubieran
posado en ella para aguijonearla. Se miró por un instante al espejo y pudo
distinguir cinco ronchas en su cara, rojizas y algo hinchadas, recorriéndola
de arriba abajo como un campo recién arado. La sangre le palpitaba en cada una
de aquellas marcas, y sentía cómo la piel alrededor de ellas se tensaba tanto
que parecía a punto de rasgarse como unas sábanas viejas. Esa era una pesadilla
que tenía a menudo, que la piel se estiraba hasta que su rostro se deshacía, la
piel caía a tiras, y al final quedaba poco más que una calavera pelada. No
resultaba en absoluto agradable.
Maldijo otra vez y se
metió en la ducha. El agua fría era lo único que engañaba aquella sensación de
endemoniado picor —durante un rato—, sin que tuviese la inconveniente necesidad
de restregar su cara contra un montón de papel de lija. Bendita ducha fría. El
chorro cayendo directamente en el rostro atenuaba la intensidad del picor de
tal forma que se convertía en un chisporroteo molesto, pero que a aquellas
alturas casi le parecía agradable. Se abandonó bajo el agua más de media hora y
sólo cuando la piel de los dedos se arrugaba ya como un puñado de garbanzos
tomó la determinación de salir.
Se secó, tomando especial cuidado en la cara, se colocó el albornoz y
luego, palpándose con suavidad las mejillas ron breves cachetes, entró al
dormitorio.
Observó con inquietud
que Silvia estaba ya despierta y que pasaba el rato leyendo una de sus
novelitas románticas, desparramada sobre la cama con postura indolente.
Levantó los ojos de las páginas al verle pasar y,
al ver su gesto quejoso, le preguntó.
—¿Otra vez ese picor?
—Sí, sí... otra vez. Ya sabes... —murmuró,
dudando de si expresar su enfado o dejarlo pasar.
—Puedes echarte la crema, ¿no? Esa que dan con el
aparato.
Negó con la cabeza.
—Ya sabes que esa crema es una porquería. No
sirve para nada. No me aliviaría ni la picadura de mosquito.
—Tonterías —replicó Silvia dejando de lado la
novela y tomando el bote de crema de la mesilla—. Aquí pone que... —añadió
señalando la etiqueta del producto.
—¿Qué importa lo que ponga? No funciona, al menos
conmigo, así que, ¿para qué demonios me la voy a echar?
Silvia lo miró con ojos grandes y luego se
encogió de hombros. Su melena pelirroja centelleó al moverse con el brillo del
sol.
—Está bien, como quieras... Pero me gustaría que
utilizaras el modelador personal otra vez ahora. He pensado que me apetece
besarme con Eduardo Noriega antes de desayunar —dijo, sonriendo pícaramente.
—¡Oh, ya basta! No pienso utilizar el dichoso
modelador más por hoy. ¡Ni una vez más! ¿Me oyes? ¡El picor es insoportable!
—explotó—. ¡Por Dios, la cara no me va a aguan tar ni un cambio de forma más!
¿Es que no te valió con que me convirtiera en Newman y Delon esta noche?
Silvia permaneció imperturbable. Luego sonrió.